Murió hoy el reconocido periodista Horacio de Dios. Con de más de cincuenta años de carrera en gráfica, radio y televisión, pasó por los diarios La Razón (1956-60) y El Mundo (1960-66). Integró el equipo de noticias de Canal 13 (Premio Martín Fierro) y Director de Eventos Especiales (1967-71). Fue columnista acompañando a Bernardo Neustadt, entre otros y colaborador permanente del diario La Nación con su columna y blog Alma de Valija desde 1990. Y finalmente, con su hijo, Julián de Dios, en1993 fundó de Dios Editores, la primera editorial argentina de guías de viaje.
Fue Julián, heredero de su pasión por el periodismo, el encargado de despedirlo por Facebook con un posteo que tituló “Chau papá”. Y que así confirmaba la noticia: “Hoy murió mi viejo. Podría decir, como escribió el “Gonzo” Hunter Thompson, que mi viejo gasto la vida hasta la última gota de aire. Hace dos meses seguía con su ceremonia de callejear lo que el cuerpo y la cuarentena le permitían, descubrir alguna historia para luego regresar a casa y contársela a su mujer Sofía, a su nieta Julia o a sus amigos, y terminar la jornada, viendo una película por noche. “Me gusta que me cuenten una historia antes de irme a dormir, como a cualquier chico”. A principios de noviembre caminábamos por la Plaza San Martín y me repetía los diálogos (y silencios) de “Mi cena con Andre” de Louis Malle. Estaba fascinando, sobre todo por el uso de los silencios en la película. La charla derivo en la importancia de los silencios para poder darle valor a un dialogo. Y así, hasta que atardeció y volvimos a su casa. Pocas horas después los 90 años le pasaron todas las facturas de golpe. Y su salud se quebró. Hace dos semanas me dijo “Chau hijo” y se quedó en silencio”.
El periodista, ganador de un Premio Konex en 1987, había nacido el 3 de septiembre de 1930. Sobre el surgimiento de la editorial, su hijo aseguró: “Nació en una noche de primavera de 1993 en el restaurante Bachín de Buenos Aires, cuando mi padre, Horacio de Dios, mi mujer, Carla D’Elia y yo disfrutábamos unos “fettuccini tuco y pesto” mientras armábamos un viaje a Miami. Anotábamos en el mantel de papel todos los lugares que no debiamos dejar de ver. La cena duró hasta las tres de la mañana y en el taxi, con el mantel de papel bajo el brazo, dijimos “y porque no hacemos una guía de viajes”. Y ahí nació la idea. Viajamos, y cuatro meses después se publicaba la primera edición de la Guía Completa de Miami, que en menos de un año vendió más de 20.000 ejemplares. Tanto mi padre como yo eramos periodistas y nuestro único capital inicial era la fascinación por viajar, nuestra mirada curiosa, y el oficio de saber relatar nuestras experiencias y las historias que veíamos”.
A continuación, el posteo completo de su hijo:
Chau papá
Hoy murió mi viejo. Podría decir, como escribió el “Gonzo” Hunter Thompson, que mi viejo gasto la vida hasta la última gota de aire. Hace dos meses seguía con su ceremonia de callejear lo que el cuerpo y la cuarentena le permitían, descubrir alguna historia para luego regresar a casa y contársela a su mujer Sofía, a su nieta Julia o a sus amigos, y terminar la jornada, viendo una película por noche. “Me gusta que me cuenten una historia antes de irme a dormir, como a cualquier chico”. A principios de noviembre caminábamos por la Plaza San Martín y me repetía los diálogos (y silencios) de “Mi cena con Andre” de Louis Malle. Estaba fascinando, sobre todo por el uso de los silencios en la película. La charla derivo en la importancia de los silencios para poder darle valor a un dialogo. Y así, hasta que atardeció y volvimos a su casa. Pocas horas después los 90 años le pasaron todas las facturas de golpe. Y su salud se quebró. Hace dos semanas me dijo “Chau hijo” y se quedó en silencio.
Entre muchísimas fotos, elijo tres. La que le tomé una mañana del 2010 cuando fue el abanderado en la ceremonia por los 150 años de la escuela José Manuel Estrada, en el mismo patio en el que correteaba 70 años antes. Nunca lo vi tan orgulloso. Con risa y sin poder creerlo aún, festejando conmigo y con su nieta los 25 años de la editorial familiar que fundamos juntos. Y finalmente su retrato preferido, en la playa de Villa Gesell en el jeep de su amigo, el Gitano.
Me quedan tantas cosas de él. Pero sobre todo: un apellido, de Dios. Algo que él no tenía cuando nació en una habitación con más ocupantes que metros cuadrados, en un conventillo de la calle Mompox, del barrio de Constitución. Fue su madre, Carmen, una mujer soltera tan pobre como valiente, quien le dio no solo la vida, sino también el apellido y las manos limpias para nunca tener que bajar la cabeza. Y así fue mi padre. Un tipo noble, al que le alcanzó una vida para convertir nuestro apellido en un título de nobleza.
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