El cuerpo de Agostina Arreguez danza, desplegándose en movimientos armónicos que cruzan dos tiempos. Sus músculos obedecen a la memoria milenaria de sus ancestros, que habitaron estas tierras cuando la Argentina no era ni siquiera una ilusión, mucho antes de que los mapas delimitaran estos valles bajo el nombre de Calchaquíes. Pero además, se tensan y se relajan cuando es debido al responder los mandatos recientes del ballet, cuyas variaciones fue incorporando a partir de sus cuatro años.
Para invocar al agua que en estas latitudes escasea, sus antepasados de la comunidad indígena de Amaicha imitaban el aleteo del suri, avestruz andina que en su cultura representa a la tierra. Entonces Agostina baila, reproduciendo en el aire los designios marcados en un pasado legendario. Y a su vez, cumple con solvencia los pasos de la coreografía diseñada por su profesora Yanina Llenes, inspirada en un segmento de la película Fantasía -un clásico del cine de animación- en el que un grupo de avestruces descansa hasta que uno se reincorpora y, con su ritmo, enciende a los demás.
Bastó que aquel baile quedara registrado en un video tomado por un celular, y que llegara a las manos de Julio Bocca. Así es como esta adolescente de 15 años, de hablar destellante y ojos curiosos, ahora forma parte de la fundación creada por el gran maestro del ballet argentino. Se trata de la primera bailarina que proviene de un pueblo originario. Y es entonces cuando en Agostina se bifurcan dos historias: la que ella misma está por escribir en la danza; la que se narrará en estas líneas.
El origen
Más de una década atrás, en esa localidad de unos 5000 habitantes ubicada en Tafí del Valle, en el noroeste de Tucumán, cada sábado por la noche Agostina miraba junto a su abuelo el ciclo Al Colón, que Marcos Mundstock conducía por la TV Pública. Frente al televisor, se paraba derechita y alzaba los brazos: “¡Yo voy a estar ahí! ¡Yo voy a ser así!”, decía, entusiasmada. “¿Vos vas a bailar ahí?”, la pinchaba el abuelo Lolo. “¡Sí! ¡¡De puntitas!!”, confirmaba. Y copiando lo que veía en la pantalla, bailaba.
“Así me lo cuentan -se sincera ella-. Es que yo era pequeñita...”. Por eso no lo recuerda. ¿Será que ciertas pasiones son anteriores a la consciencia? Podría suceder; al fin de cuentas, anidan en el alma.
Pero en aquella comunidad -dirigida por un cacique y un Concejo de Ancianos, encargados de establecer las leyes que rigen en el lugar- lo único que se baila es folclore. Lucho y Samanta son profesores: en el 2000 fundaron la primera Escuela de Danzas Folclóricas Argentinas de Amaicha. Y como padres de Agostina, llevaban a su nena a las clases desde que aprendió a caminar. “Era todo un tema: a la señorita no le gustaba -se resigna su mamá-. Tenía tres años y hacía la suya: nos hacía renegar, volvía llorando a la casa”. “Pero bailaba bien...”, aporta su hija, y ríe con tanta picardía como aplomo: sabe que está en lo cierto.
“A la nena no le gusta el folclore”, le dijo un día Samanta a Lucho, admitiendo lo que ya era innegable. Había que anotarla en una escuela de danza. Pero, ¿adónde? Lo que ocurriría a partir de ahí sería un sinfín de búsquedas infructuosas y soluciones temporales.
En marzo de 2010 surgió la primera alternativa en Santa María, Catamarca, a unos 20 kilómetros de Amaicha. La mamá de Agostina la pasaba a buscar por el jardín de infantes, la peinaba y la vestía en el colectivo, llegaban a tiempo para tomar la clase con una profesora de danza (más árabe que clásica), y salían con los minutos contados para subir al último micro de la jornada.
Una mañana Samanta leyó un cartel en la biblioteca popular del pueblo: “Se dicta taller de danzas clásicas con profesora recibida en el Colón”. Agostina fue de las primeras en anotarse: ya no había que viajar a Catamarca. “¡Amaicha se revolucionó! Era la primera vez que acá se veía acá algo que tuviera que ver con un tutú, y que se escuchaba una música completamente diferente a la que suena en el norte”, recuerda su mamá.
Paula Violante la tuvo de alumna durante dos años, hasta que debió regresar a Buenos Aires. Antes de partir, en la casa de los Arreguez dejó un regalo -la barra que tenía en su propio estudio- y un consejo: “¡Agos tiene condiciones! No la dejes así... ¡Buscá una profe!”, le advirtió a Samanta. “Sí, ¿pero adónde la voy a encontrar?”, fue la pregunta que no encontraría respuesta por más de un año.
Sin quien la guiara, una Agostina todavía niña recurrió a la computadora que le regalaron los Reyes Magos para seguir practicando. Tomada de la barra colocada en su living y amparándose en las lecciones recibidas, ponía videos de ballet en YouTube y ensayaba. “Yo era chiquita, y seguramente hacía un papelón en vez de aprender, tratando de copiar lo que veía ahí... -se avergüenza, tomándose la cara-. Seguía diferentes escuelas, pero me gustaba mucho la de los Estados Unidos. Y bueno... sirvió”. “O le tuvo que servir, no quedaba otra...”, acota Samanta, quien en 2014 vislumbró otra posibilidad: probar suerte en Tucumán.
A las 2 de la mañana tomaron el micro, a las 6 arribaron a la capital provincial; en un “día larguísimo” visitaron distintas escuelas de danza; a las 20 subieron al ómnibus de regreso, a la medianoche estaban de regreso en Amaicha con la frustración a cuestas. “No nos fue nada bien: en Tucumán fueron todos palos en la rueda -lamenta Lucho-. Nos miraban por sobre el hombro: ‘Esto no es para ustedes’, nos decían, por cómo somos, por cómo estamos...”.
La nena crecía tanto como sus ganas de bailar, pero el horizonte se alejaba. Lo habían intentando en el sur, también en el oeste. ¿Y en el norte? ¡Cafayate! Otra profesora egresada del Colón daba clases allí, y cada sábado madre e hija cubrían los 60 kilómetros hasta la ciudad. Cuando la maestra se mudó a Salta Capital, hubo que agregar 200 kilómetros más al recorrido. Papá empleado público, mamá ama de casa, tres hermanos: el sacrificio de los Arreguez era enorme.
“Hoy tenemos el apoyo de la familia y de mucha gente, pero en ese momento era una cosa de locos lo que hacíamos -relata Lucho-. En la casa de mi mamá me lo reclamaban: ‘¡Estás loco, fijate lo que estás gastando!’. Y había que masticarlo, sobrellevarlo. Acá, las que ponían todo para ir adelante eran ellas: Samanta y Agostina. No se cansaban de viajar, se aguantaban las esperas...”.
Muchas veces madre e hija tuvieron que dormir en las terminales de micros, tras haberse perdido el último colectivo; no había dinero para el hospedaje, apenas alcanzaba para la comida. La falta de recursos -ya no había manera de costear los viajes a Salta- hacía peligrar los sueños. Otro tanto provocaban los agravios de algunas profesoras: dolida, Agos se negaba a bailar.
“Me pasaron cosas muy feas: empezaron a tratarme mal”, recuerda, y esa mirada destellante se apacigua, nublándose. “Me enojé con la danza. No quería saber nada. ¡Me sentía horrible!, literal. No quería que nadie me viera. ¡Ay, perdón!, parezco una tonta...”. Agostina llora. Pasará un tiempo antes de que comprenda que la torpeza no le pertenece; es propia de los adultos, al igual que la crueldad. “Esto todavía la sigue afectando -aporta Samanta, tragándose la bronca y las lágrimas-. Y a mí... a mí me sigue afectando como madre”.
Vuela alto
No había caso: durante todo el 2018 Agostina prefirió bailar por YouTube, negándose a tomar lecciones de manera presencial. Hasta que su mamá -inclaudicable- contactó por redes sociales a Fredesvinda Denis, directora del Centro Cultural Aconquija, en Tucumán. A partir de ese encuentro todo cambió. Agostina comenzó a tomar clases en el estudio de danza que Yanina Llenes -hija de Fredesvinda- tiene en ese establecimiento. Y ya sin límites ni ataduras, sin escollos ni agravios, brilló.
“Con la ternura que habla, así baila... -destaca su profesora-. Agos es muchas cosas, tiene un montón de condiciones, pero si tuviera que definirla en un solo aspecto diría que es una bailarina muy inteligente, muy estudiosa. ¡Aprende enseguida! Y le pone mucho amor a la danza”.
Yanina armó aquella coreografía inspirada en Fantasía, su alumna se lució junto a una compañera, el video llegó a manos de Julio Bocca. Y quedó becada de manera permanente, cuando suele ser por un año. Al llegar a los 16 (los cumplirá en agosto de 2021) podrá viajar a Buenos Aires para sumarse a la fundación. Mientras tanto, en plena pandemia debió recurrir al Zoom: este año las clases de Llenes fueron virtuales. “Voy por todo el living, de una pared al sillón”, cuenta Agos, quien también cursa el secundario de esa manera, con los profesores enviando las tareas por WhatsApp.
“Sé que se irá. Es su sueño”, dice Lucho, y hace a un lado la resignación: entiende que la felicidad de su hija es la propia. “Sí, ya sabíamos que esto iba a pasar -reconoce Samanta- porque desde muy chica descubrió lo que quería. Y a pesar de todo lo que le pasó, sigue con la misma meta. Ahora está más grande, y está más fuerte”. “Yo me quiero ir -admite Agostina-. La danza es mi vida. Quiero viajar y aprender. Y traer a Amaicha todo eso que aprenda, para enseñar y darles esa posibilidad, que muchas veces yo no tuve, a otros chicos de aquí”.
Adonde vaya, cuando eso suceda, portará su identidad cual bandera: el cacique -Eduardo Nieva- la nombró embajadora de Amaicha, la única comunidad indígena del país en ser propietaria de sus tierras. “En mi niñez y adolescencia pasaban cosas complicadas: mucho interés por nuestras tierras desde los gobiernos, negociados con empresarios. En esa época, llamarte indio era un ofensa -explica su papá-. Pero Agostina no, ella no... Mientras yo tenía vergüenza de que me dijeran indio, ella se siente orgullosa”.
La contundencia inalterable de los Valles Calchaquíes, la majestuosidad del Teatro Colón. La memoria milenaria de sus ancestros, los mandatos recientes del ballet. El suri de los amaicha, el avestruz de Disney. En el cuerpo de Agostina no se produce el choque de dos civilizaciones.
Más bien, a partir de ella nace un mundo nuevo.
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