Se divisa un mar inmenso, inabarcable. Y un sol que resplandece en una soberbia imponente y a su vez acogedora. Hasta da la impresión de que estuviera más cerca, como si el agua se hallara en las alturas. Es ahí cuando Marcela percibe a Ricardo. No hay rastros del bastón que había usado la última vez que se vieron: se acerca a ella caminando sin dificultades, luciendo una campera de un rojo estridente. Se abrazan. Cuando Ricardo la rodea con sus brazos, del mismo modo que lo había hecho tantas otras veces, Marcela siente cómo los pliegues de la campera -que pareciera ser estrenada en ese encuentro- crujen con el ruido pegajoso del cuero. Y entonces, se deja envolver.
Marcela Villagra suma apenas 20 años cuando en 1990 se cruza por primera vez con Ricardo Fort, un histriónico muchacho de 21 de quien solo tenía referencias vagas. “Está viniendo al gimnasio uno de los hijos de Fel-Fort"; así, textual. “Hola, ¿qué tal?", “Muy bien, ¿y vos?”, y poco más: coincidiendo durante años en diferentes centros de entrenamiento, no pasaron del saludo de rigor, tan amable como superficial.
2004. Ricky -como le decían por esa época- contrata como personal trainer a un amigo de Villagra. Un día el hombre, desorientado, le pide ayuda: “¡Marcela! Ricky está mal por una pena de amor y no sé qué hacer, ¡qué decirle! Por favor, ¿vas a consolarlo?”. Y allí fue. Lo encontró sentado en el piso frente al ventanal, la vista perdida en la calle, la mirada ahogada en lágrimas. Lo abrazó, le habló con suavidad, le convidó agua. “Llorá todo lo que tengas que llorar. Si querés, me contás. Y si no querés, vamos a entrenar. Estoy acá para lo que necesites”.
Esa tarde Fort le compartiría su primera infidencia. Y al ocaso de un amor fallido asomaría un vínculo entrañable que crecería en el resguardo del anonimato, en una vida por ese tiempo austera. “No había guardaespaldas, cámaras, jefes de prensa. En esos años tampoco había dinero. Era una amistad normal con una persona especial como lo era Ricardo -describe Marcela-. Pasaba mucho tiempo con él y lo disfrutaba. ¿Si existía algún interés? ¡¡Ninguno!! Jamás tuve un vínculo comercial ni trabajé para él: siempre conservé mi trabajo en ese gimnasio en el que tuvimos esa charla".
La vez que su amigo le habló de sus ansias de fama, Villagra le restó importancia: “¡Pensé que era un nuevo berretín suyo!". Sin embargo lo acompañó a Nueva York junto a sus dos hijos -Martita y Felipe- y su amigo Gustavo Martínez para comprar las cámaras con las que armó su propio reality. Ese sería el comienzo de un estallido popular que no registra antecedentes en la farándula criolla. “Uno de los hijos de Marcelo Tinelli vio el reality -cuenta Marcela- y de ese modo Ricardo entró al repechaje del Bailando 2009”. En rigor, el certamen se llamó El Musical de tus Sueños. Entrando por la ventana se quedaría a las puertas de la gloria: Fort perdería la final con Silvina Escudero. “Y ahí me dije: ‘¡Ah, no, esto va recontra en serio!’”. Nacía el fenómeno.
Aquella fama buscada resultó inoportuna, entrometiéndose en la amistad. “En un momento me di cuenta de que a él le interesaban otras cosas, vinculadas con lo mediático. Ya tenía jefa de prensa, ya estaba Virginia Gallardo, y Ricardo se vinculaba más con el elenco de su obra. Yo ahí no encajaba mucho, ni eso era de mi interés: ya no tenía tanto lugar ahí. Sentí que nos íbamos distanciando, aunque no en lo afectivo: yo estaba a su lado cada vez que me necesitaba".
Lo que vino después “está documentado”, dice Marcela, casi lamentándolo. Tinelli vislumbró en un custodio del excéntrico mediático un enorme potencial: el gesto adusto y una timidez que se evidenciaba en la ausencia de palabras convirtió a Tito Speranza en una estrella televisiva. Tito era pareja de Villagra -lo siguen siendo: en este 2020 celebraron 21 años juntos-, y a Fort se le ocurrió una idea: que su seguridad se sumara al Bailando para así eliminar a su rival La Mole Moli.
Lejos de las cámaras, la discusión entre Villagra y Fort fue privada. “Tito va a bailar”, bramó él. “Ricardo: ¡no!", se plantó ella. “¡Sí, va a bailar!". “¡Olvidate!, porque no va a suceder: Tito no quiere". “Lo que pasa es que vos estás celosa porque él se hizo famoso y vos no querés su bien...”. Silencio. Ese retruque se llevó puesta una amistad. “¿Sabés qué? Hasta acá llegué”, respondió Marcela. Furiosa, se fue de la casa del empresario dando un portazo.
—¿Nunca volvieron de esa discusión?
—Nunca volvimos a la relación fluida de vernos como él quería, que me llamaba un fin de semana porque no se sentía bien anímicamente y yo largaba lo que estaba haciendo: “¿Vamos?, que Ricardo está mal”, le decía a Tito. Después la pelea recrudeció porque se hizo mediática y se volvió insostenible. Tito terminó renunciando a los días de que yo me peleara. La gente del Bailando le pedía a Ricardo que por favor no renunciara porque querían que la historieta siguiera. No hubo caso. Y mientras de nuestro lado tratábamos de no declarar nada, las declaraciones de Ricardo en los medios eran fuertes. Para mí era muy triste porque yo lo adoraba. Literal: lo adoraba... Nunca dejé de quererlo. Pero lo sufrí un montón: bajé como cinco kilos en 10 días.
—Al final, Fort tenía razón: Tito tenía que participar del Bailando.
—(Sonríe) Eso lo podemos hablar...
Cierta tarde un productor le encargó una tarea al movilero de un programa televisivo: preguntarle a Marcela sobre la sexualidad de Fort. El tema se había instalado en los medios hasta con sorna, y el razonamiento fue simple: “Andá y buscala. Están peleados, ¡lo va a matar!”. La intuición periodística falló: Villagra se negó a hablar de la intimidad de quien supo ser su amigo. En cambio, dijo: “Él ama con todo su corazón a Virginia Gallardo”. A su manera (o a las maneras de Fort), no mentía.
“Esa noche me llega un mensaje -recuerda Marcela-. Decía solamente ‘Gracias’. Yo le puse: ‘Sabés que nunca haría nada para perjudicarte’. ‘Lo sé’, me escribió. Y me quedé temblando... Habíamos tenido una relación muy fuerte, de mucha complicidad, de compartir mucho antes de todo eso".
La vida los cruzaría más tarde, y quizás no de manera caprichosa. Al estallar el escándalo con Tito, Fort había entendido que debía concurrir a otro gimnasio para evitar cruzarse con su ex guardaespaldas y su pareja. “Pero en un momento quiso volver -revela Villagra-. Si bien ya tenía muchos dolores y una operación de columna, él estaba muy pleno físicamente cuando yo lo dejé de ver. Y al reaparecer en el gimnasio lo vi con un bastón... y se me quebró el alma por dentro".
"Nos saludamos. Hablamos. Eran todas cosas cariñosas. Cada uno se fue a entrenar por su lado. Antes de irse, se me acerca para saludarme, y de nuevo lo veo venir con el bastón... Cuando se fue, le dije a un amigo que estaba cerca: ‘Agarrame porque...’. No podía más de la emoción (se quiebra). Me dio un ataque de llanto. Verlo así, me partió”.
—¿Llegaste a cerrar tu historia antes de que muriera, o te quedó algo pendiente?
—Después de aquel día pasó un tiempo y Fort volvió al gimnasio, justo antes de su último viaje a Miami. La vida me dio la posibilidad de tener una última charla linda. Le dije: “Quiero que te cuides. Cuidate, por favor”. Él me dijo: “Y yo quiero que tengas un hijo. Cuando vuelva de Miami, te quiero presentar un doctor”. Bueno, eso no lo pudimos cumplir... (se emociona). Pero la última charla fue maravillosa. Los dos nos demostramos todo lo que nos queríamos, y que toda la pelea había sido una boludez. Ricardo viajó y no hablamos más. Al regresar, se interna. Y ahí fue el desenlace...
—¿Qué sentiste al enterarte de su muerte?
—Era un feriado. Me llamó un amigo muy temprano a la mañana: “Se murió Ricardo”. Me quedé absolutamente paralizada. No te puedo decir si me sorprendió o no, pero me quedé sentada en el lugar: no podía ni llorar. Cuando reaccioné, sentí que tenía que ir a despedirlo. Necesitaba decirle a Ricardo lo que sentía. La llamé a quien era la mujer de su hermano Eduardo: “¿Kari, puedo ir? Tengo que despedirme...”. “Sí, ¡por favor! Venite”, me dijo Karina, una divina. Porque había una lista de gente que podía entrar. Y fui. Estuve hasta el último momento en que bajaron el cajón.
Estar, no le alcanzó. “Me quedé muy mal", confiesa Marcela, quien a la par del dolor -hasta ese 25 de noviembre de 2013 nunca había enfrentado la partida de un ser querido- debió inaugurar nuevas emociones, empujada por la desolación. “Me empezó a azotar la duda de si él habría sabido cuánto lo quise de verdad. De si él en algún momento me habrá querido de verdad, como yo sentía... Con el tiempo comprendí que sí. Porque en un momento, como soy muy creyente, pedí soñar con él para que me respondiera eso. Y sucedió”.
El mar inabarcable, el sol resplandeciente. Y el cuero de la campera roja estridente que vuelve a crujir. Fort se echa hacia atrás sin dejar de abrazar a su amiga, logrando la distancia suficiente para mirarla a los ojos: “Te voy a querer siempre”, le jura. Y entonces, Marcela despierta. Abre los ojos, sonríe.
Y suelta.
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