Al husmear en la vida de Robert Redford uno piensa que es un bendecido de la vida. Pintón de belleza eterna, buen actor, gran director y mejor amigo, es de esos tipos a los que los mortales contemplamos con una mezcla de fascinación, admiración y sí, también un poquito mucho de sana y genuina envidia. Pero sondeando un poco en la historia de ese hombre, se descubrirá que la vida lo mimó mucho, pero también le pegó donde más duele. Porque podés ser uno de los tipos más pintones del mundo, un colega admirado, un director de prestigio y un artista venerado. Podés tener la certeza de un futuro asegurado económicamente y el privilegio de cumplir a rajatabla tu lema profesional “si no me gusta, no lo hago”. Y sin embargo, de nada te sirve todo eso si no evitás que la muerte te arrebate a un hijo.
La vida de Redford parece un constante “te doy pero te quito” de la vida. Nació en Santa Mónica hace casi noventa años, un 18 de agosto de 1936. Charles, su padre trabajaba de lechero y logró entrar como administrativo en una petrolera. Con su hijo mantenía ese trato distante y poco amoroso, tan común en esa época. Solo compartían la pasión por el beisbol. En cambio su mamá, Marta era una ama de casa muy cariñosa y presente. Una mujer alegre que “siempre veía el lado positivo de todas las cosas” como la describió.
La vida le había otorgado a Robert varias facilidades. Ya de chico se notaba que sería bonito. Pero además, se destacaba en todos los deportes. Era bueno jugando al tenis, al béisbol, al fútbol americano y en natación. Como todos sabemos, en cierto universo masculino destacarse en los deportes es un pasaje directo a la popularidad con grupos de amigos que te llaman siempre y chicas que te miran casi siempre.
Robert recibió la primera piña de la vida cuando los mellizos que esperaba su mamá fallecieron al nacer. El parto fue complicado y su mamá jamás recuperó su salud. La segunda fue cuando su tío favorito murió en la Segunda Guerra Mundial, pero el golpe que definitivamente lo noqueó fue cuando su madre falleció a los 41 años de cáncer.
Cuando Robert recibió la noticia hacia un año y medio que era un estudiante universitario, gracias a una beca por sus aptitudes deportivas. Como no podía escapar al dolor decidió escapar de todo lo que le recordaba a esa mujer que tanto lo había amado. Durante un año, y haciendo dedo, recorrió los Estados Unidos. No fue suficiente. En 1956 se marchó a París. Desde chico pintaba y dibujaba muy bien. Se puso una boina, se anotó en una escuela de arte y empezó a vender sus producciones a turistas estadounidenses que lo creían parisino.
París le resultó chico y Europa era demasiado grande. Recorrió el continente otra vez haciendo dedo, durmiendo en estaciones o donde la noche lo encontraba. Terminó en Roma. Era Año Nuevo y en un bar coincidió con Ava Gardner, la actriz que enloqueció de amor a Frank Sinatra y a la que consideraban -antes de los tiempos deconstruidos- “el animal más bello del mundo”. La vio y se paralizó. Ella lo vio, se acercó y le dijo “Feliz Año Nuevo, soldado” y lo besó como se besan los dioses o los amantes.
De Roma se fue a Florencia. En la ciudad del Renacimiento no logró renacer. Amaba pintar. Sabía que era bueno pero no genial. Intentó mitigar su frustración con cigarrillos. No alcanzó y pasó al alcohol. Volvió a su país flaco, desempleado y con todo el dolor del mundo. Era bello, era joven, pero nada parecía sanarlo. Se instaló como pudo en un departamentito en Los Ángeles. Y entonces sus demonios decidieron darle una tregua. Conoció a Lola Van Wagenen, una muchacha tímida y miembro de la iglesia mormona.
La joven pura se enamoró de ese hombre que sus padres consideraban impuro. Es que Robert andaba siempre con pantalones rotos, descalzo y el torso desnudo, además de taciturno y alcoholizado. Alcanzó que los Van Wagenen le dijeran a su hija que huyera de ese joven para que Lola cayera rendida en sus brazos. Cuando Robert dijo que se iba a Nueva York para estudiar Arte, los padres de Lola creyeron que sus plegarias habían sido atendidas. Pero no, se ve que Diosito solo escuchó las oraciones de Lola. “Tengo 32 dólares en monedas para el teléfono, ¿decidimos si nos casamos o no?”, le dijo su novio desde una cabina neoyorquina. Ella lo escuchó pero no le creyó. El voló a California y le preguntó “¿Te casas conmigo o no?” Le dijo que solo le daba un día para pensarlo. No fue necesario. Ella respondió “sí”, aunque sus padres gritaron “no”. A él de 21 y ella de 19, no les importó. Se casaron en 1958 y se separaron 27 años después. En ese tiempo, la joven mormona que logró que ese hombre dejara el alcohol vio como su esposo se convertía en uno de los hombres más deseados del planeta.
Con una belleza tan innegable como su carisma, el hombre que aseguraba que nunca soñó con la fama porque “Crecí en Hollywood y para mí no era el final del arco iris. Sabía que ese arco iris no existía”, se convirtió en ícono de ese mundo en el que descreía. Su hermosura era tal, que la maravillosa autora argentina, Elsa Bornemann escribió un cuento imperdible “¿Quién es ese ganso?”, allí Gerardo uno de sus protagonistas adolescentes no puede disimular su fastidio porque Marcela cuelga un póster de “ese rubio, pelilacio”.
Pero antes de la fama, sin dinero ni posibilidades de vivir de su pasión que era pintar, Robert se metió en un grupo de actores aficionados. Al año de casados Lola le anunció que esperaba su primogénito. Cuando Scott nació, la felicidad fue plena. Pero otra vez la vida decidió golpear. A los cinco meses, el bebé falleció de muerte súbita lo que desgarró de dolor a sus padres. Para colmo su situación económica era tan precaria que apenas les alcanzó para pagar el entierro.
El actor aceptó varios papeles en distintas series como Perry Mason, Los intocables o Alfred Hitchcock present. Pero entonces hizo las valijas y se fue con su familia a España. Se instalaron en la casa de unos campesinos donde vivían sin luz eléctrica. Pasaba el día pintando y dibujando. Pero entonces llegó su amiga, Jane Fonda y le ofreció protagonizar Descalzos en el parque. Y con la película, llegó la fama que lo tomó y nunca más lo soltó.
La consagración mundial fue con Butch Cassidy and the Sundance Kid. Era 1969, Paul Newman, otro hombre capaz de humillar al mismísimo Adonis. Newman ya era un actor conocido y respetado por todos y aunque el estudio quería a Steve McQueen como coprotagonista él pidió a Redford. En una muestra de generosidad y humildad poco frecuentes, pidió cambiar el papel de Sundance que ya le habían asignado por el de Butch donde su compañero se luciría más.
Así se parió uno de los mejores westerns de la historia y una amistad entrañable. Paul nunca vio en Redford a un rival sino un par. Redford nunca vio en Newman a un enemigo sino a un guía. No competían, se complementaban. No se envidiaban, se respetaban y eso se disfrutó en pantalla. Sus personajes, como ellos, eran dos tipos rebeldes, libres, que gozaban y no padecían la vida.
Cuando la película se estrenó, el público amó la historia de esos dos ladrones que asaltaban bancos, robaban ganado, paseaban con su novia en bicicleta, sin lastimar inocentes ni perder jamás su indescriptible atractivo. Daban ganas de proteger a esos ladronzuelos, siempre y cuando tuvieran la simpatía y el carisma de Newman y Redford. El dúo repitió éxito en esa otra perlita que es El golpe.
Y ahí estaba Redford en la cima del mundo. Haciendo solo las películas que le interesaban. Durante su matrimonio con Lola no le atribuyeron romances. Se rumoreó un idilio con Barbra Streisand cuando rodaban Nuestros años felices. Se dijo que la indomable Jane Fonda se enamoró de él y también Debra Winger. Y que hasta la intocable Meryl Streep casi casi termina como la protagonista de Africa mia, rendida ante el galán. Lo cierto es que Redford jamás desmintió ni confirmó. Quizá por caballero o seguro porque sabía que lo que en él se consideraba atributo -la seducción- en las mujeres se consideraba pecado. Caballero calló. Jamás alardeó de su físico. “Sé que no estoy mal, pero no le doy excesiva importancia”.
Como escribíamos al principio, la vida parecía que le había dado todo a Redford, pero no. La muerte prematura de Scott, no paralizó el deseo de vida del matrimonio. Llegaron Shawma, James y Amy. Entonces el destino decidió que volvería a golpear.
Shawna era una estudiante en la Universidad de Colorado. Estaba de novia y estudiaba arte. Pero un día el mejor amigo de su novio, lo mató. La hija de Redford cayó en una profunda depresión que casi le costó la vida. Con los sentidos mermados por la enfermedad, realizó una mala maniobra y hundió su auto en un lago. Lograron rescatarla pero se temió que no volviera a caminar. Con el tiempo pudo logró recuperarse y sanar su dolor. Hoy está casada y tiene dos hijos.
Un bebé que no superó los cinco meses, una hija que se sumió en la tristeza. Tampoco hubo tregua para James, el tercer hijo de Redford. A los 15 años le diagnosticaron una inflamación en el colon que le provocaba terribles dolores. Y ya se sabe que no hay peor dolor para un padre que el de un hijo. James consiguió un donante de hígado y fue trasplantado, pero a la semana el hígado falló y tuvo que volver a ser trasplantado. Sano y compartiendo la misma pasión por el cuidado del planeta que su padre, ambos fundaron The Redford Center, una organización sin ánimo de lucro que produce documentales para concientizar al público sobre medio ambiente y otras causas en pos del planeta.
James le puso garra a una vida marcada por la enfermedad. Cuando su hijo Dylan nació, en 1991, él estaba tan enfermo que a punto estuvo de no conocerlo. Hace dos semanas y con 58 años falleció de un cáncer de hígado. El actor no habló pero Cindi Berger, su representante dijo que su dolor era inconmensurable.
Solo Amy, la menor parece escapar a la maldición de los hijos del actor. A los 15 odiaba a los paparazzi que la perseguían por Nueva York. Más grande intentó con la actuación pero hoy prefiere dirigir películas no comerciales. Esta casada, tiene una hija y vive en un lindo departamento en Greenwich Village que le regaló su padre.
A los 84 años el hombre que protagonizó 50 películas pero no ganó ningún Oscar, el director exquisito que convirtió su festival Sundance en uno de los eventos más creativos y prestigiosos del mundo cine, hoy enfrenta la vejez con dolores crueles, pero sin cuentas pendientes. “No tengo problemas al ir envejeciendo, siempre que pueda practicar algún deporte”. Desde 2009 vive con Sibylle Szaggars, una pintora alemana a la que conoció en el Festival de Sundance, que él continúa dirigiendo. Le preocupa una sordera incipiente y que ya no se mueve tan bien.
Sin embargo, invito al lector a verlo en sus últimas películas. Nosotros en la noche, donde vuelve a protagonizar con Jane Fonda o en su gran despedida en Un ladrón con estilo. Lo verá con las arrugas que le surcan el rostro, una caballera de color dudoso y cierto temblequeo. Y sí, la primera impresión será “uy, le pasó la vida por encima”. Pero espere un rato, entonces en ese plano, cuando lo vea sonreír, cuando sus ojos reflejen esa chispa que solo tienen los elegidos y los consagrados, entonces ya no verá arrugas ni deterioro. Porque ahí estará otra vez Robert Redford, uno de los hombres más hermosos y más magnéticos de la historia que hasta el mismísimo Brad Pitt tiene de guía.
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