Lo mejor de Masterchef Celebrity es que llegó a la pantalla para reemplazar a una novela turca. El reality de cocina se abrió paso en la grilla híper cubierta de latas extranjeras de Telefe en tiempos de pandemia y falta de trabajo para la industria televisiva. Una gran estructura artística y de producción ya es suficiente motivo para celebrar.
Lo peor que tiene Mastercef Celebrity es lo poco que se cocina. Lo poco que se ve la preparación y elaboración de los platos en manos de 16 famosos resulta claramente el mayor déficit de un programa que tiene todo para ser un éxito, y lo es: un formato internacional probado y perfecto, un desarrollo de producción sin fisuras y un casting lo suficientemente variado para cubrir todos los targets de audiencia. Pero si su mayor atractivo está en ver cocinar a los participantes y resulta que eso casi no lo vemos en pantalla, algo no está sucediendo.
El formato necesita tensión permanente y un grado de ansiedad al límite. El tiempo para cocinar es poco y la preparación tiene dificultades. Eso que sucede en largas jornadas de grabación después se compacta en menos de una hora televisiva diaria: tiene que tener el ritmo y el atractivo que impida que “se caiga la pelota”. Lo consigue, pero a cambio no vemos casi nada de cómo los famosos preparan los platos en cuestión.
La música y la edición de las imágenes vertiginosas hacen que el plano nunca se detenga en los detalles, y que al mismo tiempo veamos todo lo que quieren mostrarnos. La edición de un programa a todas luces muy guionado se completa con comentarios de los participantes en una suerte de “back”, que es otro de los clásicos probados del show, pero que en manos de famosos resulta mucho más forzado que en manos de anónimos.
La clave no es tanto cómo se cocina sino la devolución del jurado sobre lo que se prepara y su interacción con los participantes. Allí se pone el foco para aumentar la tensión, cuando en realidad sabemos de antemano lo que va a pasar: salvo excepciones, los chefs serán muy críticos y los cocineros muy sumisos aceptando las devoluciones con poco derecho al pataleo. A diferencia de los formatos de talentos de Marcelo Tinelli -el Bailando, el Cantando-, donde se produce un picante ida y vuelta de reproches y enojos entre participantes y jurados, aquí nadie levanta la voz, nadie se queja; y entonces, nos preguntamos para qué tanta dedicación en esa faceta.
La gran virtud de Masterchef Celebrity resulta ser su principal defecto: la excesiva prolijidad, la pátina de lavandina permanente que nos permite ver una gran producción donde nada se escatima, convierte al programa en un espacio poco “argento”. Obligados a respetar un formato cerrado que además funciona a la perfección, nos perdemos ciertos toques de “mugre” que le ponen más pimienta que los propios condimentos que llevan los platos que allí se preparan. ¿Es casual? No. Es una búsqueda certera y lograda. Nada está librado al azar. Pero, como en los platos, en la variedad -casi siempre- suele estar el gusto. Aquí el plato siempre es el mismo y el carisma no está entre los ingredientes de la receta.
Para compensar necesidades que cubran paladares de los televidentes, se eligieron famosos bien diferenciados: los muchachos de barrio -El Mono de Kapanga, Nacho Sureda, el Turco García-, las jóvenes promesas con fuerte interacción en las redes -Belu Lucius, el Polaco, Fede Bal, Sofía Pachano, Leticia Siciliani-, las mediáticas que suman polémicas -Rocío Marengo, Vicky Xipolitakis, Analía Franchin- y los consagrados todoterreno -Claudia Villafañe, Patricia Sosa, Moldavsky, Iliana Calabró, Boy Olmi-.
Los realities de convivencia entre anónimos -personas del público que se presentan a un casting y quedan elegidos para una competencia en cámara- suelen ser ideales y por eso resultan mucho más exitosos que sus versiones “VIP”. ¿Por qué? Porque nada nos gusta más que llevar al estrellato a un desconocido que de repente se gana el clamor popular de la noche a la mañana. Es como el señor que se gana la lotería y se hace millonario cambiando su vida para siempre. En el imaginario popular, los “famosos” ya lo son, ya sabemos sus pros y sus contras, ya los amamos o los odiamos con antelación y, además, están ahí para figurar y no porque -en líneas generales- necesiten la plata, aunque eso sea muy relativo. Para el común de la gente ellos “ya son ricos” o no tienen "el hambre” que un reality exige para darlo todo. A vistas de los números de rating de la primera semana -16 puntos de promedio-, hoy por hoy eso no parece restarle al programa.
De todos modos, resultó paradójico -pero nunca casual- que en las primeras emisiones las dos puntas del casting terminen ganando. Villafañe fue la mejor entre el grupo de “perdedores” y evitó ir a la gala de eliminación. Muchos son los que creen que allí está la ganadora del certamen aunque recién haya comenzado. A su vez, Xipolitakis obtuvo la medalla de mejor cocinera de la semana cuando nunca vimos la mínima elaboración de un plato suyo más que cuando cortó cuatro rodajas de manzana para una compota que jamás le presentó al jurado. El programa quiso instalar que -pese a los prejuicios- había en Vicky una gran cocinera “tapada” pero no hizo el más mínimo esfuerzo para que nos creamos ese cuento. Resultó un intento fallido.
La gran estrella de este tipo de formatos son los jurados. Damián Betular, Donato De Santis y Germán Martitegui son probados y eximios chefs con toda la autoridad para las devoluciones y el toque de show necesario. Cada uno trabaja para que a nadie le queden dudas de su estilo en dosis justas, pero es claramente Martitegui el que de destaca por su excesiva maldad, un tono pedante y una sangre fría muy propicia en estos programas.
Claramente cumple su rol de villano pero está al filo del maltrato y de resultar violento en tiempos donde tanto se cuida lo políticamente correcto en los medios. Su actitud es osada pero al borde del derrape: hacerse odiar tiene su precio. Cuando le dice al Mono de Kapanga que “no sirve”, logra el objetivo que la tensión del ciclo pide pero el mensaje al televidente no resulta constructivo. Si fuera el villano de una telenovela la ficción lo ampararía para ser una criatura perfecta, pero haciendo de sí mismo solo consigue que uno termine extrañando a Carminha de Avenida Brasil.
Por último -y principal- aparece Santiago del Moro como el perfecto anfitrión para este tipo de programas: es lindo y prolijo como la escenografía y cumple a rajatabla con un estilo de conducción que le calza justo. Es cálido, deja la tarea más polémica a los jurados y acompaña a los participantes, presenta los segmentos y saca provecho a un estilo de ciclo muy limitado para cualquier conductor. Todo esto lo hace casi sin salirse del guión y con copetes específicos que están lejos del vértigo de la televisión en vivo que tan bien conoce. Si en Intratables conseguía meterse en el barro de la política sin salpicarse los pies, aquí puede merodear el enchastre de la cocina sin ensuciarse las manos.
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