“La grieta es una trampa y un negocio”, advierte Roberto Moldavsky, que con su humor político ha hecho enojar en más de una oportunidad a unos y a otros. “Si te putean de los dos lados quiere decir que estás bien parado”, afirma, y defiende su postura con convicción. “Ponerse en el medio no es un lugar de tibieza, sino un lugar complicado”, explica en esta entrevista con Teleshow.
A sus 58 años de vida y diez de un cambio radical en su profesión, el genio del humor habla del coraje de haber dejado su negocio en el Once para dedicarse de lleno a su sueño. “Di un salto muy grande y me dio mucho temor, lo que te traba es decir: ‘Por tu propia felicidad, ¿podés arriesgar tanto?’”, explica Moldavsky, quien lo apostó todo por la comedia y no se detuvo hasta llegar a la calle Corrientes.
Ahora, en plena pandemia y con los teatros cerrados, Moldavsky vuelve a la televisión para participar de Masterchef Celebrity, la competencia culinaria que conducirá Santiago del Moro por la pantalla de Telefe. Sobre sus dotes para la cocina parece no tenerse la misma fe que se tuvo entonces para la faceta artística. “Me falta que la mayonesa me salga, que la crema no se me corte, que todas esas cosas que pienso que me van a pasar, no me pasen”, se ríe ahora, y le pone garra.
—¿Cómo te llevás con la cocina?
—Vengo de la familia del patriarcado. Mi vieja y mis hermanas cocinaban, yo comía. Mi vieja no venía y me decía: “Vení, fijate cómo se hace este pollo”. Jamás. Teniendo dos hermanas, ¿qué le van a enseñar al varón? Después, la vida sola te lleva a lugares. Me encanta cocinar pero no he cocinado. Veo los programas de cocina y digo: “Sí, quiero hacer eso”, pero nunca lo hice. Es como ir a un entrenamiento del Barcelona y que Messi te diga: “Vamos a patear tiros libres”, y vos decís: “Bueno”.
—Esta cuarentena nos llevó un poco a todos a reinventarnos: vos tenés una larga historia en esa materia.
—Hice un cambio a la edad en la que ya no se hacen los cambios, a la edad en la que uno dice: “A mí me hubiera gustado hacer esto y ya no lo voy hacer”, pero le queda ahí. El salto que di en mi vida es tan fuerte que, a veces, me cuesta acordarme de lo anterior. Con la cuarentena pasó lo mismo: hemos perdido la noción de cómo era. Nos reinventamos en un lado un poco más humano que, especialmente al principio, uno tenía la esperanza de que nos volviéramos más solidarios y que esta situación nos cambiara a todos. Íbamos a rellenar grietas y un montón de cosas más. Lamentablemente ahora, después de unos meses, estoy más pesimista.
—En ese animarse a arrancar de nuevo hubo una gran valentía.
—Tomé una decisión que no solo era económica, era laboral. Tenés hijos, responsabilidades. Lo que te traba es decir: “Por tu propia felicidad, ¿podés arriesgar tanto?”. Suena a frase que en las películas norteamericanas es: “¡Obvio!, tenés que ser feliz, si vos lo querés, tu sueño va a llegar”. ¡En fin! Di un salto muy grande y me dio mucho temor. Hoy, a la distancia, digo: “Menos mal que no me arrepentí”. Pero en ese momento recuerdo momentos raros. El primer día que no fui al negocio. Ese lunes que me levanté a la mañana, al mismo horario, y estaba sentado en la cama diciendo: “¿Adónde va uno cuando es artista?”.
—Finalmente construiste una carrera increíble, ahora con un parate de la pandemia. Pensaba que también es un momento muy difícil para tus vecinos de negocio en el Once.
—Tengo una relación muy cercana con muchos de ellos. Los comercios han sufrido muchísimo. Son estructuras que tenés que mantener, es complicado. Igual el Once es un territorio de llanto también en la buena época, se llora bastante. Ahora está justificado, pero vienen de una gimnasia. En un monólogo decía que ibas al negocio de Bernardo, salían diez tipos con bolsas y decías: “¡Qué bien!”, y él respondía: “Son todos cambios”. Siempre es tratar de generar esa historia que, en este caso, sí es justificada.
—¿Se puede hacer humor con la cuarentena?
—Yo haría humor con el encierro, no con la pandemia. La familia, la pareja, los hijos, el pibe adolescente que vuelve a quedarse horas con sus padres y descubrís que se baña menos de lo que vos te dabas cuenta. Cuando el rabino, el juez o el que sea te casa y te dice: “Para toda la vida”, nunca te dijo que era 24x7 todas las semanas. En la enfermedad, te imaginás alcanzando una aspirina, nadie te avisó de la pandemia. Todos nos hemos visto afectados. El humor no debería tener casi límites. Los contextos son los que lo definen: dónde lo decís, con quién y quién lo dice.
—¿El humor político te trajo muchos llamados y dolores de cabeza?
—Me trajo y me sigue trayendo, pero no voy a renunciar. En la época de campaña era fatal, los llamados a Gustavo Yankelevich: “Bajen ese spot, me están matando”. Aparte, a último momento hubo unos enroques en la política… Le estaba pegando a (Miguel Ángel) Pichetto del lado K, de pronto me lo encontré en el PRO y tuve que reinventarme. No sabías de qué lado manejarlo.
—La política argentina te exige reescribir el guión continuamente.
—Hicimos una canción con La Valentín Gómez, con la música de la bilirrubina de Juan Luis Guerra, que era: “Albert mostrame la filmina”. Fue en joda, para descontracturar, y Alberto Fernández me escribió y me dijo: “Te quiero pedir permiso para retuitear la canción”. Nos estábamos riendo no de él, con él, y le dije: “Obviamente, es un honor para mí”. De pronto me llegan un montón de mensajes de los anti K, más los trolls, algunos que me decían: “¿Qué necesidad tenés de ensuciar?”. Eso es no entender nada. Me pasa del otro lado también. Si te putean de los dos lados quiere decir que estás bien parado.
—Parecía que la pandemia llegaba para unirnos pero volvimos al escenario River-Boca.
—¡Peor! Con los amigos de River, yo soy de Boca, cuando se termina la discusión de Madrid y el descenso, terminó el problema. Acá es mucho más profundo. Defendés a un tipo que al otro día se pasa a otro partido, ¿cómo te vas a pelear con un familiar? Ellos se amigan y vos te peleaste con un amigo de toda la vida por una discusión política. Aparte, ¿cómo debería ser el mundo? ¿Que todos pensemos igual, que todos votemos lo mismo? ¡Es ridículo! Entiendo que hay grietas de temas clave, no soy un necio. La política debe existir, no digo: “Que se vayan todos”. Pero la grieta es una trampa y un negocio.
—¿Quiénes ganan con la grieta?
—Los políticos, no en el sentido de plata: la grieta sirve porque asegura un campamento de cada lado, el anti te da una certeza. Es ridículo ser anti porque quiere decir que no tenés una ideología propia, solamente estás en contra. Entonces, terminás dependiendo de lo mismo que odiás porque estás esperando que el otro haga una movida para criticarlo. Te encerrás en una trampa. En cambio, si tenés tus ideas, puede ser que en algún momento te parezca bien lo de un partido, en otro momento, lo de otro.
—Permitirse acordar con ciertas cosas y criticar otras. No ser tan absolutista.
—Lo que pasa es que te dicen “tibio”, “Corea del Centro”; le escapo a toda esa historia. Por eso es negocio para algunos, todos aquellos que reciben adherentes, público, a través de la grieta, se benefician. Ponerse en el medio, que no es un lugar de tibieza sino un lugar complicado, es difícil. Fijate que cada uno sabe, de acuerdo al partido que le gusta, qué radio tiene que escuchar, qué diario tiene que leer, qué canal de televisión tiene que ver...
—¿Sos de darte máquina? Empiezan las medidas económicas, venimos de unas semanas bravas, ¿te hacés mucho la cabeza?
—Lo normal. Tengo 58 años y escuché todo: corridas, el dólar sube, baja, corralito... Te tenés que poner en un lugar de decir: “¿Quién lo está diciendo? ¿Para qué lo dice?”. 20 años de Once, lo viví todo.
—20 años en el Once y 10 en un kibutz, ¿cómo es esa vida?
—Lo contrario del Once (risas). Vivir en un kibutz es un gran cambio con respecto a la ciudad. Laburé ordeñando, en la cosecha del algodón, en los gallineros. Entrás a un mundo que, para el bicho de Buenos Aires, es completamente lejano. Después, es muy hippie, vivís con cientos de personas y se decide entre todos. El que tiene tres hijos va a tener una casa más grande y va a recibir más plata, el soltero una casa más chica y recibe menos, pero todos laburan igual. El lema, en su momento, era: “Cada uno da de acuerdo a sus posibilidades y recibe de acuerdo a sus necesidades”. Era glorioso, tenía 21 años y decía: “Esto es lo que quiero para mi vida”. Es correr el tema económico y decir: “Este no debe ser un problema”. Vivíamos en una especie de clase media, no había lujos, pero no faltaba nada. Tenías asegurada la comida, la salud. Había quince autos para todos y nos íbamos anotando. No es que renegábamos de los bienes o que no teníamos un aire acondicionado, se iba repartiendo hasta que llegaba a todos. Tratábamos, como una unidad, de ganar cada vez más plata y repartirla. No es que estábamos al día.
—¿Vos ahí estabas soltero?
—Llego soltero y después me caso. Vengo a Argentina un año para laburar acá y conocí a la que iba a ser mi esposa, trayéndole una carta. En esa época se mandaban cartas. Una amiga le mandó una carta, ella vino a mi casa y nos conocimos. Al final de ese año nos casamos, ella vino conmigo y vivió la experiencia del kibutz durante cinco años. Mi hijo mayor nació ahí. Era una persona que no tenía la menor idea de lo que era esa vida.
—¿Por qué decidiste volver?
—Mi ex mujer no terminaba de adaptarse. Era un tema que nos trababa mucho y, en un momento, había que tomar una decisión y opté por la pareja. Un país que conocía, donde estaban amigos, familia. Prioricé eso y fue de los motivos principales por los que volví.
—La capacidad de reinventarte, entonces, atraviesa toda tu vida.
—Tuve muchos cambios en mi vida de ese tipo. “Muchas vidas”, como me dicen los músicos cargándome. “En tu otra vida, en la tercera, en la cuarta”. Y sí. Es muy rico pasar por todas esas experiencias y sumarlas.
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