A veces, la vida “está tan bonita que da gusto verla”, pero otras se presenta como pregunta sin guía de respuestas. Eso pasó el 28 de septiembre de 2010 cuando se conoció la despedida de Romina Yan. Miles de personas se preguntaron ¿por qué? si siquiera había llegado a eso que llaman “la mitad de la vida”. Estaba en un momento de plenitud como mujer, como artista, como hija y sobre todo, como mamá.
Pegados a los noticieros, los que crecieron con ella y los que no, se repetían “no puede ser”. Como en tantas novelas, esperaban un giro en la trama que salvara a la heroína, pero no. La muerte había jugado sus cartas. La vida había perdido.
A diez años de esa despedida, repasando en el archivo las notas que la tienen como protagonista, las preguntas siguen presentes. Se la percibe contenta, llena de proyectos y sobre todo con un amor infinito a sus hijos, Franco, Valentín y Azul. En todas, absolutamente todas las entrevistas habla de ellos. Con orgullo de madre, con adoración eterna, como dejando por escrito y para siempre, su amor y su presencia.
Si ser mamá no le costó, ser “hija de” lo padeció un poco más. En pleno éxito de Mesa de Noticias no le resultaba fácil la popularidad de su mamá, Cris Morena. A las bromas en la escuela se sumaba la sensación que debía compartirla con un montón de gente. Odiaba que le pidieran un autógrafo y encontró su propio modo de disfrutarla.
Cris preparaba su primera creación juvenil, Jugate conmigo. Romina soñaba con ser psicóloga o filósofa pero también con pasar más tiempo con ella y decidió presentarse al casting. Nadie sabía de quién era hija, pero bailó con tanta gracia que quedó elegida. Solo entonces su mamá blanqueó el vínculo. Grababan dos veces por semana y terminaban a las tres de la mañana. A las seis y media se levantaba sin chistar para ir al colegio. “Fue lindo pero sacrificado”, aceptaba de esa época. No solo porque cursaba cuarto año y en doble jornada, también debía soportar las agresiones de la tribuna o de algún fan que la detestaba no porque era ella sino porque no podía ser como ella.
Años después, con una sinceridad valiente, ya plantada en la mujer que era y no en esa adolescente tímida, Romina reveló que para esa época “me ataqué con la comida y empecé a engordar”. En marzo de 1996 contó en el diario Clarín. “Cuando empecé en Jugate tenía problemas de anorexia y después me fui para el otro lado. Sentía que no podía encontrar un equilibrio, o estaba muy flaca o estaba muy gorda, no podía frenarme”.
Después de Jugate vino Quereme. Al terminar pensó/desempolvó sus deseos de estudiar una carrera. Pero la convocaron de Mi cuñado para hacer de hermana de Cecilia Dopazo y aceptó.
Terminó ese ciclo y en una charla, su papá le propuso ser parte de un nuevo programa, Chiquititas. Ella dudaba pero él le aseguró “no vas a ser la protagonista, no te preocupes”. Aceptó porque, como reconoció, “me costaba mucho decirle que no”.
Es que el lazo entre padre e hija siempre fue profundo, cómplice, único. Desde ese 5 de septiembre de 1974 cuando Gustavo, como padre primerizo quiso entrar a la sala de parto, pero no lo dejaron. Salió una enfermera y le dijo: “Esta es tu hija”. ¿Mío? Preguntó él. “Mío no, tuya. Es una nena”. Apenas la tuvo en sus brazos la vio igual a él. Había mucho de deseo pero más de certeza. Es que padre e hija eran indiscutiblemente parecidos.
Romina amaba a ese hombre que de chica la perseguía por la casa imitando a una momia y cuando la atrapaba, la llenaba de cosquillas hasta hacerla llorar de risa. Si se iba a trabajar, ella se prendía de su pantalón y se arrastraba hasta el ascensor pidiéndole “no te vayas” o le aseguraba que se casaría con él. Desde el primer día que pisó el colegio y hasta el último, su padre la llevó todas las mañanas hasta la entrada. No importa si se acostaba a las cinco, sabía que era la única hora que nadie lo iba a llamar por trabajo y no solo lo aprovechaba, lo disfrutaba.
"Yo asumo mi Edipo. Amo a mi papá con locura ", declaraba en una entrevista con María Laura Santillán en el 2008. Aclaraba que tenía los ojos de él, pero también la coherencia, el cumplir lo que se dice y el perdonar pero no olvidar.
En esa misma nota compartida, un Gustavo padre hablaba con amor/admiración de su hija y aseguraba “Ro no tiene idea de cuánto la quiero”. A corazón abierto reconocía que “tuve un solo momento que le erré, pero porque no sabía. Fue cuando tuvo un tema de anorexia y yo no sabía cómo manejarlo”. Contó que la trató con dureza, hasta que una terapeuta le largó sin anestesia: “Lo único que ella está esperando de vos es amor”. Entonces ese hombre poderoso dejó de viajar por trabajo tres o cuatro veces por año a Los Ángeles y empezó a resolver en un día lo que antes le implicaba en una semana. “Quería estar con mi hija y así fue”.
Romina contó que ambos eran impulsivos y que podían pasar varios días sin hablarse, hasta que su padre la llamaba y ella le contestaba un “no creas que me olvidé” y se reían y volvían a arrancar. El reportaje termina con una frase que hoy se resignifica: “Ahora pensamos que la vida es corta y hay que decir lo que sentimos”.
La relación con Cris fue diferente que con su papá, pero igual de amorosa. “Tiene una personalidad muy fuerte, nunca se le mezclaron las cosas. Me pone límites como cualquier madre, aunque trata que no me golpee, quiere que mi camino sea más fácil que el suyo”, afirmó en una entrevista de 1994. Casi diez años después, en el 2003, reconoció que en la adolescencia le costó aceptar que su mamá pareciera siempre tan joven: “Cuando me empecé a sentir bien conmigo, entendí que ella es como es, la acepto, no la quiero cambiar”.
Con el nacimiento de sus hijos, el vínculo entre ambas creció mucho más. Cris Morena se convirtió en una abuela canchera, adorada por sus nietos. Se los llevaba todos los viernes, algo que Romina agradecía porque le permitía una noche “de novios” con su marido. De charlas de madre a hija, pasaron a las charlas de madre a madre.
A medida que se sucedían los años y los éxitos televisivos, esa chica tímida que asomó en Jugate se convirtió en una artista polifacética, segura y bien plantada que podía hablar con total naturalidad de su vida y de sus afectos, sin ponerse en pedestales ni hacer portación de apellido. Aprendió a aceptar su realidad. "A mí me causa gracia cuando me preguntan: ‘¿Vos crees que trabajás porque sos la hija de Gustavo Yankelevich?’ Y sí, es obvio que trabajo porque soy la hija de -afirmaba con naturalidad-. Y si lo hago siempre con mis viejos es porque me encanta. Me siento bárbara, sé que me voy a contener. Pero evidentemente algo pasa con el público”.
Y sí, no se equivocaba. Porque algo muy fuerte generaba con sus seguidores. Con Chiquititas alcanzaba todos los días un promedio de 17 puntos de rating. En cada temporada teatral, más de 500 mil personas la aplaudieron y sus discos vendieron casi un millón de copias. Y si en la Argentina alguno recriminaba que era “hija de”, ¿cómo se explicaba su éxito en España, México y Paraguay?
La clave de ese éxito era su carisma especial. Porque sus seguidores amaban a esa muchacha que se intuía tímida y se convertía en una tromba en pantalla, sin perder su esencia de buena persona: “Sé que tengo unos ojos expresivos, tengo una nariz grande, no tengo el mejor cuerpo, no tengo altura. Pero me gusta que la gente me vea en la tele y piense: ‘Yo puedo llegar a ser como esa mina, es como todas, es una persona normal’. A mí la gente me acepta como soy, gorda, flaca… Eso es increíble”.
Según cuentan sus compañeros, era la primera que llegaba al estudio, siempre con la letra aprendida, siempre generosa para buscar el lucimiento de todos y no solo el propio. Pudiendo ponerse en el lugar de “hija de” o de “muchachita caprichosa, pichoncito de diva”, Romina prefirió/priorizó el de buena gente. No del aparenta sino del que es.
Los que la conocieron saben que nunca se le subieron “los humos a la cabeza” y quizá en esta frase se encuentre el secreto de cómo lo logró: “Creo que para que a uno le vaya bien en algo lo esencial es establecer prioridades, y desde que me casé la mía es mi familia. Yo dispuse lo que hacía en mi carrera de acuerdo a mis necesidades”.
Repasando lo que dijo, se nota que lo cumplió. En las notas contaba que le gustaba acompañar a su marido, Darío Giordano, cuando jugaba hockey sobre patines y exponía graciosa que él insistió durante cuatro años hasta que ella le dijo que “sí”. Cuando nacieron sus hijos, si tenía que trabajar se levantaba temprano para poder desayunar juntos, si había acto escolar le avisaba a la producción que su horario cambiaba y si se abría un bache en las grabaciones salía corriendo para ver un rato a sus hijos.
Los domingos no se negociaban: sí o sí eran para estar en familia. Se reconocía como una mamá “súper demostrativa y cariñosa” y aseguraba que disfrutaba todo de la maternidad porque “mis hijos son un regalo de la vida, un milagro”. Quizá porque “siempre soñé con tener hijos y siento que son muy especiales”. Disfrutaba saber que había pasado de ser “la hija de” a ser “la mamá de”.
Romina aseguraba que no necesitaba de las luces ni de la fama. No participaba de casi ningún evento y prefería estar en su casa. “A veces viene Valentín y me dice ‘Hola, bombonazo’, y pienso: 'Ya está, esto es la felicidad, no pido otra cosa”.
Su frase preferida era una que decía su papá y que también es el título de una película española: Amanece que no es poco. “Me hace muy bien escucharla”, afirmaba. Pero cuando estaba muy nerviosa con algo, su papá le preguntaba: “Ro, ¿va la vida en esto? No. Entonces, disfrutala”.
Y así fue. En 36 años Romina disfrutó de una vida a veces compleja pero siempre plena. En Chiquititas, Rinconcito de luz era el nombre del orfanato donde transcurrían las aventuras. Aunque, quizá ella era el verdadero “Rinconcito de luz”. Porque la vida muchas veces viene con zonas oscuras. Dan ganas de acurrucarse y no moverse de tanto miedo o de tanto dolor. Pero existen seres que ayudan a que todo parezca más lindo o al menos no tan tenebroso, seres que como Romina son abrazo y refugio, son Rinconcito de luz . Por eso se la extraña y recuerda tanto. Y por eso, a pesar de que la muerte maldita creyó que ganó la partida, ViveRo.
Con material del archivo periodístico de TEA
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