Hasta aquí se trabaja sobre supuestos: un parecido notable, una edad similar, un acento europeo, un origen desconocido. Señas particulares; el color de sus ojos, la cicatriz que cruza una mano, el problema en uno de sus dedos. La mujer que en agosto de 2018 fue encontrada en situación de calle en San Telmo y luego internada en el Hospital Moyano -identificada como Honorina Monte porque desde Italia un hombre creyó reconocer a su hermana por televisión-, sería en verdad Marcela Basteri, la madre de Luis Miguel, desaparecida en agosto de 1986.
Así lo creen sus primas, Flavia, Ada e Ivana Basteri, quienes incansablemente buscan en la Justicia las evidencias que el caso amerita. Pero no las obtienen. A través de su abogado, Martín Francolino, solicitaron un ADN para comprobar si Honorina es Marcela, pero hasta el momento el examen fue negado, al igual que un encuentro presencial en el neuropsiquiátrico: tan solo piden poder hablar con ella.
A su vez, presentaron una denuncia contra Luis Miguel por encubrimiento de paradero. Sostienen que sabe más de lo que ha declarado públicamente. Incluso en la serie de Netflix sobre su vida -autorizada por el propio músico- se recrea el momento en que recibe información confidencial sobre Marcela, recabada por el servicio de inteligencia israelí. “Vamos a solicitar que se lo cite para que explique dónde está la madre, si tiene conocimiento, tanto él como el hermano. Y si no quiere venir, se pedirá todo el proceso a través de Interpol para que venga a declarar”, informó Francolino.
Ahora bien, existe otro interrogante que pocos se formulan pero cuya respuesta funciona como un verdadero indicio que avala la sospecha de las primas Basteri: ¿por qué Marcela habría venido a Buenos Aires y no a cualquier otra ciudad, para terminar -vaya uno a saber cómo- mendigando en sus calles? Y en verdad podría decirse -cual metáfora tanguera- que de aquí nunca se fue.
Ocurre que los vínculos de Marcela con la Argentina son directos. Desde niña estuvo unida con el país desde lo emocional y lo afectivo porque en este país vivió su infancia y adolescencia, encontró el amor -aunque terminara convertido en una tortura-, y también fue acá donde se esfumó, al menos ante la mirada del gran público.
Mi Buenos Aires querido
El soldado italiano Sergio Basteri había sobrevivido al horror de la Segunda Guerra Mundial, pero no pudo escapar de la miseria. En pareja con Vanda Tarroso, ama de casa, tomó una determinación: cruzar el océano Atlántico para forjar un futuro más promisorio -como tantos otros inmigrantes- en Argentina. Vanda se habría negado, quedándose en La Toscana con su pequeña hija en brazos, a la que habían llamado Marcela. Pero la falta de recursos económicos la llevó a encontrar un orfanato para su niña.
En el Río de la Plata la situación empezó a mejorar para Sergio. Y cuando su hija ya había cumplido 10 años desandó el camino: volvió a cruzar el mar pero con pasaje de vuelta. En rigor, con dos. Porque quiso que su hija se criara en Buenos Aires. Y así fue. Marcela transcurrió su adolescencia entre calles de adoquines y melancolía porteña.
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Apenas terminada esa etapa, con Marcela trabajando como costurera, los Basteri hicieron lo que era una costumbre para las familias asentadas en Capital: veranear en Mar del Plata. Un día de enero, en La Feliz conoció a Luis Gallego Sánchez. Se trataba de un cantante de Cádiz, España, con más histrionismo que talento, y con tanta determinación como espíritu embaucador: gozaba de cierta popularidad y un magnetismo difícil de sortear. Ante todos se presentaba como Luisito Rey. Y cuando pronunció su nombre frente a Marcela, ella se enamoró perdidamente.
Entonces el noviazgo la alejó de la Argentina. Apostando a un futuro juntos los novios se mudaron a Puerto Rico. Y vino todo lo demás: allí nació su primer hijo, luego se mudaron a México, donde nacerían dos varones más y comenzaría esta historia de película que terminó siendo Luis Miguel, la serie, con esa mujer que busca proteger a su niño de un padre inescrupuloso que ignoraba y hasta maltrataba a su esposa.
El salto cronológico nos lleva hasta 1986. El Luna Park abre sus puertas para cobijar al cantante adolescente más amado de América Latina en general, y de la Argentina en particular: Luismi. En un momento del show el músico hace lo que pocas veces: invita a su madre a subir al escenario. La escena es tan preciosa como desgarradora por lo que ocurriría meses después. Mirándola a los ojos le canta “Marcela”, el tema que Luis Rey había compuesto para su esposa en pleno idilio de enamorados. Y como solo pueden observar las madres -en esa alquimia de orgullo y amor incondicional-, Basteri le devuelve la mirada en una franca demostración de que allí, en ese mítico escenario de Buenos Aires, era feliz junto a su hijo.
Se desconoce cuántas veces más Luis Miguel volvería a ver a su madre; se descuenta que fueron pocas. El público, en cambio, nunca más volvería a ver la sonrisa de Marcela: esa acabaría siendo su última aparición. Queda tan solo el registro de un video que muestra aquel paso efímero por el escenario del Luna, y la frase de la canción que sería una premonición: “Nada en este mundo vale nada si no estás, Marcela...”.
Meses después, el 17 o 18 de agosto de ese 1986 -otra vez la falta de certezas-, Marcela Basteri desaparecería. Ya nadie sabría de ella. Y si alguien lo supo, lo ocultó.
Hasta que en ese mismo mes, pero de 2018, una mujer fue vista mendigando en Buenos Aires. Un parecido notable, una edad similar, un acento europeo, un origen desconocido: el color de sus ojos, la cicatriz en una mano, el problema en un dedo. Y una manera tan natural de desenvolverse en cada recoveco de esas calles que no deja dudas: esa mujer parece conocer desde siempre cada rincón de San Telmo.
Pero entonces, ¿quién es esa mujer?
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