“Este país se va a la mierda”. Marcos, el personaje interpretado por Ricardo Darín, levanta el telón con una sentencia bañada de cinismo. Acaba de “rescatar” de un trabajo fallido en una estación de servicio a otro estafador (Juan, personificado por Gastón Pauls) y, mientras consume una golosina “elaborada en Grecia”, lanza esa primera diatriba que marca el contexto. La historia transcurre en las resaca de los 90, los años de la desindustrialización, el vaciamiento y la convertibilidad que se considera un modelo agotado. En las calles crecen las urgencias y los oportunistas como Marcos, hacedores de la tragedia, no alcanzan a advertir que el efecto multiplicador los arrastra también a ellos en ese país que se derrumba y es Argentina.
En ese escenario emerge la figura de Juan, un héroe contrafáctico que en un principio transpira intrascendencia pero luego se va ganando un espacio de relevancia. Lo hace por su perspicacia y por tener algo que no se puede comprar: cara de buen tipo. Con los personajes perfilados, comienza la historia de Nueve Reinas, que es también la de dos cuentapropistas que hacen la calle intercambiando estafas menores hasta que, aparentemente, se chocan con la oportunidad de su vida: venderle una imperfecta plancha de estampillas de la República de Weimar a un filatelista español que está de paso por Buenos Aires.
Esa excusa enciende el rally de una walk movie avasallante que atraviesa el Microcentro porteño y que dibuja un agudo mapa del delito en una ciudad atestada y continuamente al borde del colapso. Sin golpes bajos ni mensajes velados Nueve Reinas genera una sensación de incomodidad en el espectador que tiene su cenit en la recordada escena en la que Marcos desnuda, a vuelo de pájaro, una veintena de amenazas después de consultarle a Juan “si quiere ver chorros”. Identifica descuidistas, culateros, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, mostaceros, pesqueros, filos. “Están ahí y siempre van a estar”, asegura.
La película, una idea original que Fabián Bielinsky pulió durante años, tuvo que sobrepasar varias instancias y rechazos hasta que el guion ganó un concurso y Patagonik Film aceptó producirla. Bielinsky, antiguo estudiante de psicología, invirtió mucho tiempo recopilando información sobre estafas y cuentos del tío, y hasta contó con el apoyo de una periodista de policiales que le acercó datos sobre casos reales. Un director a la altura del proyecto, pero con un presupuesto siempre acotado, una constante en una película que fue, de alguna manera, subsidiaria de la explosión del nuevo cine argentino, que tuvo una marcada inclinación hacia la crítica social en los últimos metros de los noventa. A Nueve Reinas la precedieron Pizza, birra, faso, Mundo grúa, Fuga de cerebros y Caballos Salvajes. Directores como Israel Adrián Caetano, Bruno Stagnaro y Pablo Trapero apostaron por un cine menos solemne, más cercano a las problemáticas de a pie. Un cine golpeado de fin de siglo tras el desaguisado de los 90, fotografía social de la coyuntura.
A medida que se traba el argumento se suceden una serie de diálogos que si bien dejan al cubierto el final impredecible, van dando pistas de la tendencia. El Marcos que engañó a su familia (Leticia Brédice encarna a su hermana, Tomás Fonzi a su hermano) y pactó con su abogado para repartirse la herencia de su familia admite, en un eufemismo, que es un poco desprolijo con la plata, aunque también acepta que se le está terminando el crédito. La epifanía de un modelo, que él encarna, y que está cerca de la implosión. La frenética historia no dura más de dos días y el paso del tiempo va quedando patente en el desgastante hollín de la ciudad y en el cansado semblante de los protagonistas, que respetan vestuario a lo largo de las casi dos horas de metraje. Se ensucian, se quiebran, es enmarañan y convierten al espectador en cómplice, en un crudo partícipe necesario de la crónica del derrumbe.
Desde la etapa de preproducción Bielinsky peleó por cada personaje, por cada nombre, por cada actor. Paradójicamente, en una película que se iba a tratar sobre el engaño, él sabía que el espectador debía creer en todos los personajes y en cada diálogo. La estafa, en el buen sentido, también es hacia el público.
Sobre el rodaje, en 2015 y con motivo de los 15 años del estreno, el periodista Andrés Fevrier hizo un exhaustivo reportaje sobre las dificultades del director para encontrar financiación y las peripecias de la filmación. El mismo se puede encontrar en dos partes en el portal de cultura de la ciudad La Agenda, y desnuda los conflictos que atravesó Bielinsky por los metros de película, la falta de recursos para cerrar locaciones y el ingenio al que recurrió el equipo para filmar “por asalto” en Buenos Aires con dos actores que ya eran reconocidos por el público. Nueve reinas se rodó íntegramente en locaciones, no hay escenas de estudio. La palabra de los productores, extras y vestuaristas no hace más que agigantar la figura del obsesivo director que más tarde estrenó El Aura y falleció prematuramente en la cumbre de su reconocimiento.
El hotel fue otra de las discusiones álgidas y difíciles de conseguir. La historia debía ir acompañada del clima de época, no cabía utilizar hoteles clásicos o franceses, porque no se perseguía el glamour sino la frugalidad de la trampa. Ahí se consiguió el hotel Hilton que se estaba terminando de construir en Puerto Madero. Una cadena estadounidense en los tiempos de las relaciones carnales, otra fotografía de los 90.
“Más ofendido estás, menos sospechosos parecés”, le dice Marcos a Juan luego de armar un escándalo en un bar y redondear el enésimo engaño. En ese raid nadie reconoce su calidad. El mismo Marcos niega ser un ladrón, Washington (el “vendedor” de cheques voladores personificado por Alejandro Awada) dice no ser un delincuente y lo mismo menciona el experto que controla las Nueve Reinas y le verifica al comprador español que son las verdaderas, cuando en realidad sabe que se trata de una copia. Mientras tanto, una consulta sobrevuela toda la película: el personaje de Pauls no puede recordar la melodía exacta de una canción que escuchaba en su infancia, “Il Ballo del Mattone” de Rita Pavone. Ese asiduo retorno a la niñez de Juan en la historia redondea el perfil de un joven que con cara de niño era capaz de venderle hielo a un esquimal, mientras que Marcos generaba sospechas con su sola presencia.
La trama puede interpretarse, también, como una historia de supervivencia. El estafador estafado y el pibe que se hace duro por necesidad. La idea de que la única manera de sobrevivir en esa Argentina de fin de siglo era entendiendo los códigos de ese juego macabro. En ese travelling se ve el descenso de Juan a la figura de cazador y a Marcos metiendo la cabeza en la trampa. Durante toda la película sobrevuela la fábula de la picardía criolla.
La película, copiosamente argentina, esencialmente porteña, tan autóctona como necesaria para espolear el resurgimiento del cine nacional, superó el millón de espectadores y estuvo casi cuatro meses en cartelera. Construyó un fenómeno que excedió lo artístico para instalarse en lo social. Era una manifestación del hastío, de los años de la plata dulce, de lo rápido y lo frugal y la revisión de esas consecuencias. No obstante, a pesar de su éxito repentino y de que en la actualidad se encuentran en internet foros de discusión sobre el tema que se actualizan a diario o mapas interactivos con todas las locaciones reales de la filmación, no logró llegar a Hollywood, ya que para los Oscar, como mejor película extranjera, fue postulada Felicidades, una obra existencialista dirigida por Emilio Bender y en la que también actuó Gastón Pauls.
Sin embargo, al margen de los guiños localistas, la historia también goza de una universalidad manifiesta y es por esto que luego fue recibida con expectativa en el exterior, incluso en los Estados Unidos, a donde se estrenó una remake en 2002. Posteriormente se filmaron dos reediciones en India. Más acá en el tiempo algo similar pasó con Parasite, una fotografía social típica de Corea del Sur pero extrapolada a cualquier metrópolis.
La película se estrenó en agosto de 2000 y la escena final del banco en quiebra y la gente agolpada en la puerta se replicó por miles en todos los noticieros un año después tras la debacle del 2001. Nueves Reinas fue profética en ese sentido y en tantos otros, como hacer un culto de la trampa y no escandalizarse por la ilegalidad, sino disfrazarla de picaresca. Todos elementos que llevaron a la debacle. De todo eso trata Nueve Reinas.
Bielinsky, según sus propias palabras, desde el comienzo intentó darle a la obra una cínica atmósfera general de “sálvese quien pueda” para retratar el olor de las sociedades modernas en las que el beneficio propio parece ser el único concepto que vale. En eso intentó seguir el rastro del director Billy Wilder (El apartamento, Días sin huella, Testigo de cargo), un cultor del diálogo filoso e incómodo como herramienta para interpelar al espectador. Consiguió eso y mucho más en Nueve Reinas, una profética película de culto que selló una época y subyugó todos los prejuicios para marcar una sentencia que sobrevuela durante toda la trama y que muestra a la perversión como una virtud.
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