“¿Sabés lo que me pasó hoy? –confía Mariela Fernández–. Hoy habló la nena de 10 años”.
Entonces esa niña, que durante tanto tiempo estuvo silenciada, logró tomar la palabra en público como ya lo había hecho en la intimidad, al resguardo de quienes la amaban. “Y dijo: ’¡Papis, estén atentos! Porque ustedes tienen que ver eso que nosotros no podemos decir’ –grafica la periodista sobre aquella interpelación que hizo al aire–. Porque lo que a mí me sucedía me daba vergüenza contarlo. Y también me daba miedo, porque estaba amenazada. Por eso, son los adultos los que deben estar atentos y hablar del tema”.
En cambio, lo que para Mariela no tiene explicación es la enorme repercusión que provocó su testimonio. “Me tomó por sorpresa, no pensé que generaría tanto”. Tampoco había pensado hacerlo, claro. Sucedió que esta mañana, en su programa Primer Plano Online, en C5N, abordaba junto a su compañero Claudio Rígoli el caso del hombre que fue liberado luego de ser investigado por unos audios de WhatsApp en los que confesó haber violado a su hija de 6 años. “Les voy a contar que fui víctima de abuso, a mis 10 años, y no tuve la posibilidad de ponerlo en palabras. Mi mamá no se daba cuenta. El que descubre la situación es mi hermano menor”, relató la periodista en su ciclo.
Un rato más tarde, Mariela acepta conversar con Teleshow. Dice que se siente “rebien” por haberlo contado. “Enhorabuena que se hable de esto. La verdad que lo estoy celebrando”, destaca. Es que ella tardó años en conseguir hacerlo. Fue víctima del abuso en distintos momentos, en 1986, 1987. Y recién empezó a “elaborarlo” hace una década, en 2010.
Cuando en su momento hablé con mi mamá, hasta se sintió culpable. ‘Vieja, hiciste lo que pudiste...‘, le dije
”Todo viene por mi ACV –repasa–. No quedé con ninguna secuela física pero sí con muchos miedos: tenía el temor de que se repitiera, y morirme. Me sugirieron que hiciera terapia para superar ese miedo. Y en las sesiones afloraron un montón de temas no explorados. Uno era el abuso, que lo había tapado, lo había puesto debajo de la alfombra, y había seguido con esa. Con la terapia pude procesarlo de otra manera. Y me reconstruí aceptando que esto era parte de mi historia, porque también pasa por la aceptación: no renegar de eso. Es que mientras más renegaba, más bronca me daba”.
Mediados de los 80. Con sus padres y su hermano menor, Mariela solía juntarse los sábados a la noche con la familia de una tía de su papá, entre los que se encontraba un primo suyo, de 17 años. “Mientras los adultos charlaban, los chicos jugaban –recuerda–. En mi caso, las instancias de abuso se dieron mientras jugábamos a la escondida, al cuarto oscuro. Con la excusa de ‘Vení, vení, escondete conmigo', yo accedía, y era cuando se daba el abuso. Eran toqueteos, no hubo violación, pero sí hubo una situación que me generaba una quietud total porque era la amenaza constante: ‘No digas nada. ¿Qué van a decir tus papás si se enteran?‘”.
El abuso me generó una anulación en todos los ámbitos de mi vida. Me ponía en una situación sumisa. También me trajo problemas en los inicios de mis relaciones sexuales: pudor, inhibición, una rareza con mi cuerpo...
De acuerdo a las estadísticas, el 53% de los casos de abuso infantil ocurren en el hogar de la víctima. En promedio, el 47% de las víctimas tienen entre seis y 12 años. Y la gran mayoría de las veces el abusador es un integrante de la familia. “No desconfiás del ser querido: del tío, del abuelo, del padre... –puntualiza Fernández–. Y encima, generalmente tienen personalidades muy cálidas: son los que están bien vistos por todos, es el primo divertido. Del que menos sospechás, es el que abusa”.
Su mamá no se dio cuenta, su padre tampoco. Fue su hermano menor quien alertó sobre el abuso. Por eso el ruego de Mariela a los adultos. “Desde mi experiencia de abusada, y como madre de una nena que hoy tiene 20 años, en el programa tuve la necesidad de hacer un llamado a esos papás, que por ahí no están atentos. Nosotros, los niños abusados, necesitamos que presten un poco más de atención”.
Sin embargo, aclara: “Que no suene a reproche”. Por eso, cuando brindaba su testimonio al aire hizo una pausa: “¡Ay! Abrazo a mi mamá... Este no es un reproche para mi mamá”, dijo, interrumpiendo su relato.
Ahora, se explaya: “Cuando en su momento hablé con ella, hasta se sintió culpable. ‘Vieja, hiciste lo que pudiste...‘, le dije. Eran otras épocas, ella también estaba criada de una manera que hizo que reaccione como reaccionó. Si hoy tuviera que atravesar una situación similar, yo haría la denuncia, llevaría a mi hija con una psicóloga y también con un médico clínico para que compruebe si le pasó algo, hasta dónde llegó el abuso. Mi vieja no; se quedó paralizada. Después sí fue y le dijo: ‘Le ponés una mano más encima a Mariela... ¡y yo vengo y te la corto!‘”.
Mi gran temor era que mi hija sufriera lo que yo sufrí. Por eso, siempre hablé mucho con ella. Desde muy pequeña le inculqué que su cuerpo era suyo
Al conocerse el abuso, las familias dejaron de frecuentarse. “Me sentía culpable por eso –recuerda la periodista–. Hasta me sentía culpable de haber generado el abuso: ‘¿Qué hice mal?‘, pensaba”. Esa culpa no era la única consecuencia. “El abuso me generó una anulación en todos los ámbitos de mi vida. Me ponía en una situación sumisa, para nada de empoderamiento, sino con esto de ‘me callo la boca’. También me trajo problemas en los inicios de mis relaciones sexuales: pudor, inhibición, una rareza con mi cuerpo... Después, lo procesé; ahora disfruto muchísimo de mi sexualidad. Pero todo esto lo pude revertir en terapia, poniéndolo en palabras. Y perdonándolo a él: en mí, tuve que perdonarlo”.
Aun cuando no había iniciado el proceso que la ayudó a sobreponerse al abuso, Mariela reparó en su propia hija. Hizo lo que aconseja: estar atenta. “Yo soy mamá de una nena, y al verla crecer, mi gran temor era ese: que sufriera lo que yo sufrí –asegura–. Por eso, siempre hablé mucho con ella. Desde muy pequeña le inculqué que su cuerpo era suyo. Pero no le transmití miedos: le conté que la sexualidad es hermosa, siempre y cuando las dos personas acepten disfrutarse, gozar, vivir eso tan lindo que es el sexo. Pero tienen que estar de acuerdo. No como en esta situación, en la que la nena tenía 10 años, un primo segundo tenía casi 17, había una amenaza, existió un abuso...”.
Fernández insiste en los mayores. Vuelve a detenerse en los padres, en la familia. En que presten atención. En el esmero de descubrir señales, indicadores. En la observación de gestos imperceptibles de chicos que gritan en silencio, alertando sobre un abuso sexual. “Esto tiene que hablarse”, avisa la Mariela adulta que pudo alzar su voz después de tanto tiempo. Y que desea ser escuchada por completo para que otros niños y niñas también puedan ser oídos.
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