Ese entrañable abuelo de cabellera blanca, tranco cansino y bicicleta a cuestas marcó la vida de Raúl Chato Padilla con un latiguillo que millones de adultos todavía conservan en la memoria de su niñez: “Es que quiero evitar la fatiga...”, decía Jaimito, el cartero cada vez que llegaba a la vecindad de El chavo del 8 para justificar su elocuente pasividad.
Nacido el 17 de junio de 1918 en Monterrey, México, Padilla encontró en la actuación su manera de jugar en la infancia, su manera de vivir de grande, su manera de morir después. Le entregó su alma a la profesión con la que se encontró por mandato familiar, pero que disfrutó hasta el último día.
Fue su padre, el reconocido empresario teatral don Juan Padilla, quien le hizo conocer ese mundo: Chato dio sus primeros pasos -literalmente- en una de las escuelas de su progenitor. A los cuatro años empezó a recibir clases de actuación. No fue una decisión: fue una imposición. Si bien siempre se mostró agradecido, Raúl nunca dejó de remarcar todo lo que se perdió por haber empezado a trabajar a tan corta edad.
Ya con un nombre y un legado, en cada entrevista que le brindaba a la prensa mexicana rememoraba aquellos años precoces, tan distintos a los que tuvieron la mayoría de los chicos. “Mis primeros años no fueron más que teatro, teatro y teatro. Hoy me doy cuenta de que la vida de todos ha sido normal; la mía no. Mi vida ha sido aburrida, no como la de otro chico. Tengo 64 y empecé a trabajar en el teatro el 3 de septiembre de 1923 (a los cinco años). Desde entonces no hice más que actuar”.
Como don Juan quería que su hijo se luciera en otras ciudades, juntos recorrieron todo México, y hasta el extranjero, sin encontrar jamás un lugar de residencia. “Todos han tenido un hogar, se desarrollaron, pero yo no. Nunca tuve un hogar. Mi vida transcurrió entre escenarios y libretos, primero acompañando a mi padre y luego por mi profesión”, dijo una vez en la ya desaparecida revista Cromos.
Chato hacía referencia a su pasado con la misma nostalgia con la que hablaba cuando se ponía en la piel de Jaimito, oriundo de Tangamandapio. Gracias al personaje creado por Roberto Gómez Bolaños (Chespirito), ese pueblito que se creía ficticio cobró gran popularidad. No solo que aparece en los mapas –el cartero decía que no figuraba porque era más grande que Nueva York–, sino que su plaza principal guarda un recuerdo imborrable de Padilla: una estatua, inaugurada en 2012 con una gran plaqueta en su honor, le agradece que Tangamandapio adquiriera semejante fama.
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Paralelamente, su vida privada estaba cargada de alegrías y felicidades. Logró forjar una gran familia: se quitaba el sombrero en cada oportunidad que hablaba de los suyos. En 1938 contrajo matrimonio con la actriz Lili Inclán, también referente del cine azteca. Estuvieron casados durante 54 años, hasta su muerte, y tuvieron tres hijos que siguieron los pasos artísticos de sus padres: Raúl (ya fallecido), Aurelia y José Luis.
A diferencia de lo que le había ocurrido con su propio padre, Chato nunca les inculcó la profesión a sus hijos, pero sí los acompañó en las actividades que fueron eligiendo. Así fue como Raúl -más conocido como Chóforo- construyó una destacada carrera actoral, al tiempo que Aurelia dejó su huella detrás de escena, como escritora y productora.
Será en vano encontrar a un ex compañero de Padilla que hable mal de él: pocos tan queridos en el mundo del espectáculo... A la hora de ponderarlo, resaltaban que era el primero en llegar a las grabaciones y que siempre buscaba enriquecer su personaje: la peluca blanca y el pañuelo rojo en el bolsillo, por ejemplo, fueron aportes suyos para Jaimito.
En 1964 Padilla dio el gran salto cuando fue parte de la telenovela Juan José. Dos años más tarde fue convocado para integrar el elenco de la novela La dueña. Desde ese momento no paró de componer personajes y de trabajar sin descanso; sí, justo Chato, que personificaría al fatigado Jaimito.
El mundo de Luis de Alba lo catapultó a su faceta humorística, que le abriría las puertas de la vecindad: en el año 79 se incorporó a las filas de Chespirito para llevar adelante al entrañable cartero. En 1993, cuando Chespirito decidió dejar de hacer El chavo del 8, lo que vino fue el sketch Los Caquitos. Allí se puso en la piel de Raúl Morales. Era el jefe de la comisaría en la que siempre caían arrestados El Chómpiras y El Botija.
Entre el cine y la televisión, Padilla participó en más de 60 producciones. Transitó todos los registros actorales, aunque el humor fue su arma más fuerte, el terreno en el cual se sintió más cómodo. La comedia fue su lugar en el mundo artístico, y le otorgaría el mayor reconocimiento.
Con Gómez Bolaños entabló una gran amistad. “Se sabía la letra como nadie. Nunca repetíamos escenas por algún olvido de él. Tenía mucha facilidad para recordar fechas y datos importantes. Era muy respetuoso y disciplinado”, lo recordaría Chespirito años después de su partida.
El 3 de febrero de 1994 Raúl Padilla murió por una diabetes que en un principio supo controlar, pero que luego lo tuvo a maltraer. Tenía 75 años. Sus restos fueron cremados en el Panteón Civil de Dolores, en la Ciudad de México, y entregados a su familia.
El día de su velorio las palabras de la viuda conmovieron a los seres queridos y a toda la sociedad mexicana: “Se ha ido a una gira muy larga, por lo que no lo volveremos a ver, pero lo sentimos con nosotros, en nuestros corazones”. Nueve años después Lili Inclán también se sumaría a la gira de su amado Raúl.
Aquí, en su final, quiso la historia que Chespirito se vinculara de manera directa con Chato. Lo recordaría en su libro autobiográfico, Sin querer, queriendo, como si en verdad fuera el Chavo quien hablara.
“Después de grabar lo estuve esperando en la escalera para demostrarle que yo también podía brincar desde el quinto escalón de la escalera. Pero no bajaba. Entonces subí para ver si le pasaba algo y lo que pasaba es que ya estaba muerto. Tenía los ojitos cerrados, como si nomás estuviera durmiendo. Hasta parecía que estaba soñando algo bonito, tenía cara de estar contento. Pero no puede ser, porque ni modo que le diera gusto morirse. O quién sabe, porque Jaimito siempre decía que quería evitar la fatiga… o sea que ya evitó la fatiga para siempre”.
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