“Es fulero encontrarse con la soledad”, dice Rolando Hanglin, que transcurre el confinamiento junto a su perra. En esta entrevista con Teleshow, el conductor de Radio 10 confiesa que aprendió a decir “no sé” y admite que la pandemia “es un asunto sobre el que no tenemos la menor idea”. Sin embargo, no deja de señalar que “es la cuarentena más larga de la historia del mundo”, y que espera que termine pronto.
A días de presentar El gato y el zorro, el espectáculo que comparte con el periodista Mario Mactas, Rolando repasa toda una vida de amistad junto a su colega. “Antes de hacer estas actuaciones en radio, las hacíamos en el comedor de la Editorial Atlántida”, cuenta. A tono con los tiempos que corren, los diálogos de estos dos históricos de la radio argentina vuelven al escenario en clave virtual el primero de agosto, a las 19 horas, por Plateanet. “Básicamente, son la personificación del mediocre agrandado”, explica.
—¿Cómo te agarró la cuarentena?
—Como a todo el mundo: mal. ¿Cómo me va a agarrar? Horrible. Es una experiencia espantosa, se ha hecho muy pesada. El 38% de los hogares del Gran Buenos Aires está integrado por una persona. Todo esto que anuncian de que los chicos pueden salir a dar la vuelta manzana con los papás... La mitad de la gente no tiene ningún chico ni ningún papá. Somos personas solas. Solos y solas.
—¿Te hubiera gustado que te encuentre enamorado?
—¿Para qué? ¿Para vivir con ella? No es mala idea: no me gusta la soledad. No hay nada más lindo que vivir enamorado de una mujer, estar en pareja, que ella aporte su femineidad y vos tu virilidad, y que, entre los dos, nos entendamos. Es lindísimo. Me encanta vivir en pareja.
—¿Cómo ves las aperturas a la cuarentena que arrancaron esta semana?
—No se puede opinar mucho sobre un asunto sobre el que no tenemos la menor idea. Nunca vi un virus, no sé lo que es un virus, ninguno de nosotros sabe lo que es todo esto. Si te dicen: “Lo hicieron los chinos a propósito”, puede ser. Si te dicen: “Se les escapó un bicho”, puede ser. ¡Yo qué sé! “Es un microbio de los pangolines, de los murciélagos”. ¡Y puede ser! No tengo la menor idea, y he aprendido a decir “no sé”.
—¿Hay algo del “mediocre agrandado” que mencionabas antes en esto de creer que podemos hablar de todo?
—Opinar es un vicio argentino. No se puede opinar sobre cualquier cosa. Todos dicen: “Esperemos no cometer los mismos errores”. ¿Cuáles errores? ¡Por amor de Dios! ¿Cuál error cometimos nosotros? Laburar, progresar... ¿Cuáles serían las correcciones? El otro día leí un libro que explica que no se corrige nada. Cuando hay una gran epidemia es como cuando hay una guerra: cuando termina, lo primero que la gente quiere es olvidarse de que existió y volver a vivir como antes. Me parece lo más lógico. Pero tampoco lo sé.
—Cuando todo arrancó parecía que los argentinos nos amigábamos y dejábamos de lado la grieta, pero en el último tiempo volvió a resurgir.
—Cuando vimos juntos a Alberto Fernández con (Horacio Rodríguez) Larreta y con este chico Axel Kicillof, dijimos: “Por lo menos pueden sentarse en una mesa a charlar, explicar, entenderse y coordinarse”. Realmente, me hizo una buena impresión. A todo el mundo le pareció bien porque es lo menos que se puede pretender ante una circunstancia tan difícil. Todos los países del mundo están dialogando. ¿Cómo no nos vamos a entender? Después empezaron a tironear: que uno quiere esto, que el otro quiere lo otro... No quiero opinar sobre asuntos que me quedan grandes, no tengo la menor idea de por qué se agrió el ambiente, parece que hubiera acusaciones pendientes, tipos que son culpables... Por ejemplo, los pobres runners: quieren salir a correr, es lo más barato que hay, lo más sano, y parece que tienen la culpa de que se contagie la gente. Justamente, se comprobó que no tenían nada que ver.
—¿A los políticos les creés?
—No, a ninguno. He tenido esperanzas varias veces y estoy muy desilusionado. Me creí la guerra de las Malvinas. Soy de familia peronista, mi papá fue peronista, y yo creía en (Juan Domingo) Perón. Me crié en Ramos Mejía, un barrio unánimemente gorila. Después fui siguiendo la evolución de mi papá. Me gustó (Arturo) Frondizi... Pasaron tantas cosas. Siempre con la señal del absurdo: ¿cómo puede ser que hagan la Revolución Libertadora para sacarlo a Perón y lo primero que hacen es prohibir la palabra “Perón”? Después fui un zurdito del Nacional Buenos Aires y hoy soy amigo de los que eran fachos, de los que eran zurdos. Somos todos amigos.
—¿Te podés sentar con todos en tu mesa?
—Ya somos grandes. Como creer, no creo en nadie. Creí en las Malvinas, una gran desilusión y una gran amargura, después en Menem. Con Menem viví bien. A Alfonsín lo quise mucho; por lo menos, algunas cosas hizo. No le fue bien en la parte económica, pero acá, ¿a quién le va bien? A casi nadie. Nuestro martirio es la inflación. Y tengo, por supuesto, mi propio libreto.
—¿Cuál sería?
—Hay que cambiar la Constitución. Cambiarla en cosas muy simples. Nadie puede ganar más de lo que gana un obrero, tiene que haber un coeficiente: el obrero básico gana 1, entonces el CEO y el Presidente de la Nación ganarán 10 o 12. Nadie tiene coche oficial, nadie tiene custodio, nadie tiene chofer. Que vivan modestamente, como en Suecia, en un departamento de 40 metros cuadrados, sin lavarropas. Que los políticos se laven la ropa. Nadie puede nombrar (en un cargo público) a un familiar, ni a su señora, ni a su hijo, ni a su cuñado ni a nadie. Ese es el ahorro que tiene que hacer la Argentina.
—¿Hablás solo de la clase política o también de la empresaria?
—La clase empresaria es privada, que haga lo que pueda. Hay que adelgazar el Estado. Es el Estado el que imprime la moneda, el que gasta; no los particulares. Los particulares no gastan un mango. Trabajo en la empresa privada desde hace 40 o 50 años y sé lo que es pelear un sueldo y que no te ayude nadie.
—Y en cuanto a salud y educación, ¿también recortarías el gasto?
—No. No creo que haya que hacer ningún cambio, ni en salud ni en educación. Ni me interesa la educación sexual. Las leyes hay que dejarlas como están. Lo que hay que cambiar es la esencia de la constitución del Estado.
—¿Las planes de ayuda y la política de subsidios?
—Claro, eso. Por supuesto que en situaciones de emergencia, como la que estamos viviendo, algo hay que hacer. Pero en todo caso, subvencionar a los que no tienen un mango y están durmiendo en la calle, no a los senadores ni a los jueces que terminan ganando 600 mil pesos por mes. ¡De ninguna manera! Que ganen un sueldo razonable, modesto. No creo que el Estado tenga que intervenir demasiado en los negocios de la empresa privada. Que haga cumplir la ley, las leyes laborales, por supuesto, pero no puede ser que entren a la política, al sindicato, al fútbol y otras organizaciones, que son mitad públicas, mitad privadas, y salgan multimillonarios. Que tenga una gran posición económica Marcelo Tinelli me parece bárbaro porque se lo ganó él: juntó gente talentosa muchos años, tiene rating, vende. Es un negocio lícito. No veo cuál es el negocio de que el país tenga jueces, diputados, senadores. Tienen que vivir decentemente, pero sin ninguna abundancia.
—¿Qué cosas te dieron placer durante estos meses? ¿Pudiste conectarte más con la lectura, las series, cocinar?
—Ninguna. En este momento de mi vida no veo televisión. Tengo el plasma frente a la cama, pero veo la pelea y el partido; lo demás no me interesa. Radio escucho todo el tiempo. Leo mi diario todas las mañanas. Tengo mi radio debajo de la almohada, una chiquita: a veces me quedo despierto toda la noche. Con la pandemia se te dan vuelta todos los horarios, es un espanto.
—¿Te estás levantando tarde?
—Me tengo que levantar tarde porque mi programa va de diez de la noche a una de la mañana. Llego a casa, me caliento la comida, las viandas, porque estoy en la onda vianda, y me tomo mi botellita de vino, pero no me duermo tan fácil. Entonces pongo la radio y sigo escuchando. A veces está (Marcelo) Longobardi o (Gustavo) el Gato Sylvestre: los escucho porque todavía estoy despierto. Después, me levanto a la una. Duermo poco porque estoy muy preocupado por las cuestiones de dominio público.
—En medio de este contexto tan complejo, se viene la obra.
—Es una especie de terapia. Decimos la imbecilidad más grande pero con postura de tipo serio y eso nos hace reír. Le enseñamos a la gente cómo se gana el primer millón de dólares.
—¡Está bueno eso!
—Un dólar cualquiera consigue, ¿no es cierto? Lo ponés planchadito arriba de la mesa, y al día siguiente, te conseguís otro dólar. Vas haciendo una pila, y al cabo de un millón de días, tenés un millón de dólares. Nuestro sistema económico para solucionar el problema argentino es aferrarse al siguiente principio: es mucho mejor ser rico que ser pobre (risas).
—Lani, ¿cómo me preparo en casa para ver El gato y el zorro?
—Me parece muy adecuado tomarte un champán o una copa de whisky y brindar a la escocesa, que es llevarte el vaso al pecho y servírtelo sola, como debe ser.
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