Dieciséis horas. Dos estadios. Más de 50 superestrellas del rock. 1.500 millones de espectadores. Cientos de millones de dólares de recaudación. Más de 150 países conectados. 16 horas de televisación ininterrumpida. Un músico que (casi) alcanza la canonización. Carreras que despegan hacia el estrellato. Otras que se desmoronan inevitablemente. Algunos rechazos inexplicables. Varias reuniones históricas. Una, la más deseada, que no ocurre. Y cientos de grandes historias.
Hace 35 años tuvo lugar Live Aid, el megafestival de rock con sede en Londres y en Filadelfia, cuyo fin fue recaudar fondos para la lucha contra el hambre en Etiopía. Tanta fue la repercusión de esos conciertos, tan peculiar fue la aglomeración única de artistas, que a partir de ese momento, el 13 de julio pasó a ser El Día del Rock & Roll.
Más allá de etiquetas y de celebraciones convencionales, lo ocurrido en esa jornada tuvo muchas aristas que, por motivos encomiables y de los otros, la convierten en memorable.
Bob Geldof era el líder de The Boomtown Rats, un grupo de rock que había tenido un gran éxito con el tema I Don’t Like Mondays; también había protagonizado Pink Floyd’s The Wall. Una noche de 1984 mientras veía televisión con su novia Paula Yates un informe de la BBC cambió su vida. Hablaba del hambre en Etiopía. Llamó a su amigo Midge Ure, vocalista del grupo Ultravox y le propuso escribir una canción, convocar grandes figuras para la grabación y donar las regalías recaudadas para paliar el hambre en ese lejano país.
La idea, aunque hoy suene trillada, era novedosa en ese entonces. Y hasta algo audaz. El rock no tenía desarrolladas prácticas solidarias. Nadie quería quedar como débil en el mundo del descontrol. La práctica era el cinismo. El resultado del entusiasmo de Geldof fue Do they know is Christmas?, un single que fue un gran suceso y que contó con la participación de importantes figuras musicales británicas: Sting, Bono, Phil Collins, Boy George, George Michael y decenas de personajes más.
El single llegó al número uno en la navidad de 1984. El modelo fue copiado muy pocos meses después en Estados Unidos. Michael Jackson y Lionel Ritchie escribieron We are the world y junto a Quincy Jones aprovecharon su poder de convocatoria y la noche de los Grammy para meter en un estudio a glorias tales como Springsteen, Dylan, Stevie Wonder, Paul Simon, Ray Charles, Billy Joel y muchos más.
Esa noche Quincy Jones le presentó a su elenco único al inspirador de USA for Africa: Bob Geldolf. Bob tomó un micrófono y descerrajó un furibundo discurso sobre el hambre en África, brindó cifras escalofriantes e instó a la acción. Cuando terminó lo aplaudieron. Unas pocas horas después volvió a tomar el micrófono sin que nadie se lo diera. A los gritos empezó a quejarse por el lujoso catering que estaban consumiendo. Contó que cuando grabaron en Inglaterra, él mismo fue hasta una casa de comida rápida a conseguir comida para todos. En medio de sus insultantes palabras alguien lo interrumpió para aclararle que el catering había sido donado por una empresa. Bob, esa noche, no volvió a dirigirse a los demás a través del micrófono.
Ambos singles recaudaron varias decenas de millones de dólares. Geldof creyó que todavía podía hacerse más. En marzo de 1985 se reunió con Harvey Goldsmith, el más importante promotor británico de rock. Le propuso realizar un recital simultáneo en dos continentes con las mayores atracciones del mundo de la música. Goldsmith trató de desalentarlo. Le dijo que era imposible juntar a tanta gente, que la coordinación entre Estados Unidos y Europa iba a resultar muy dificultosa, que la ingeniería de producción exigía muchísimo tiempo, tal vez años. Geldof asintió con la cabeza y cuando Goldsmith terminó de hablar, le dijo: “Creo que el 13 de julio es una buena fecha. Ya averigüé que Wembley está libre”. Esa misma tarde una discográfica le cedió una oficina y Geldof comenzó a trabajar.
Lo primero que hizo fue contactar a Bill Graham, el mítico promotor musical norteamericano. Él sería el hombre clave al otro lado del Atlántico. La experiencia y los contactos de Graham allanarían el camino.
El éxito de los singles benéficos había ablandado a algunas figuras que meses antes se habrían opuesto a participar en algo así. El prestigio de los nombres involucrados empujaba a otros a unirse. Pero nadie quería pasarse de la raya. Su negocio, en parte, consistía en seguir siendo “chicos malos”. El rock todavía no tenía desarrollado el músculo de la solidaridad. Si bien no era el primer show benéfico (el precursor fue el Concierto por Bangladesh de George Harrison), la movida era riesgosa.
Geldof utilizó un recurso, obvio y antiguo, pero de gran eficacia. A cada gran nombre que contactaba le aseguraba que otros ya habían aceptado y remataba la propuesta con una pregunta: “¿Vos te vas a quedar afuera?”. Así a Sting le dijo que Elton John y Billy Joel ya habían aceptado pero cuando se comunicó con Elton le informó que los dos primeros que se habían subido al show habían sido Sting y Billy Joel.
Por pueril que parezca, el mismo método funcionó con las cadenas televisivas. NBC y CBS desecharon la propuesta. ABC era la última opción. Al iniciar esa reunión Geldof explicó que no iba a poder dar una respuesta definitiva porque se había comprometido con NBC a comunicarle cualquier oferta superior. Esa especie de chantaje emocional funcionó a la perfección.
Tanto fue así que los organizadores pasaron del temor a no tener números lo suficientemente importantes a tener que rechazar las propuestas de participación de artistas con enorme convocatoria. Esa era una situación delicada. Pero no solo para no debilitar egos sino porque los productores debían seguir en el negocio y estaban desairando a grupos capaces de llenar grandes estadios.
El otro gran inconveniente en la parte artística era el de congeniar todos esos egos desmesurados, que soportaran tener solo una pequeña parte de la atención y que entendieran que solo un número podía cerrar la programación en cada estadio.
A días de anunciar el elenco surgió un inconveniente inesperado. Acusaciones de racismo. Esas imputaciones siempre son graves pero mucho más cuando el evento está destinado a África. Muchos artistas negros adujeron que ellos no habían sido invitados. Otros como Stevie Wonder desistieron porque, según dicen que dijo, “no quiero ser el negro de tu película”. Michael Jackson y Prince (tampoco participó de Usa for Africa) se bajaron por distintos motivos. Y otros como los Four Tops, Tina Turner, dos de los Temptations y Billy Ocean se sumaron después.
Desde el punto de vista técnico los shows también representaban un gran desafío. Organizar dos estadios, el fluir de los artistas en escena de manera incesante, las conexiones internacionales, la logística de traslado, la recaudación en cada país involucrado.
Geldof sabía que la recaudación se vería incrementada si no dejaban de lado ningún aspecto del negocio. La primera ley fue ahorrar en cada aspecto de la organización y conseguir todo tipo de donaciones. Oficinas, pasajes aéreos, catering, equipos.
Una tarde amenazó con despedir a todo el equipo norteamericano de producción porque le llegó una cuenta de 15 mil dólares por placas conmemorativas de agradecimiento. Luego de los gritos esa factura bajo a 5 mil dólares. El presupuesto original bajó de 20 millones a 4 gracias a donaciones, ahorros y presiones.
La recaudación constaría de cuatro grandes rubros. La venta de las casi 200 mil entradas que se agotaron apenas salieron a la venta, los derechos televisivos vendidos a 150 países, el merchandising, el sponsoreo de grandes compañías globales y lo que se pudiera juntar en los teletones. Geldof pretendía que en cada país importante de Europa, Asia y América simultáneamente a los shows hubiera centros en los que se recibieran donaciones de dinero. En algunos países esa idea fue fácil de instalar. En otros muy complicada. Hasta que tuvo que amenazar con retirarles los derechos de transmisión si no organizaban los teletones. Hubo 22 de ellos alrededor del mundo.
La parte más difícil fue, de toda manera, el de equilibrar los egos desmesurados de los artistas. El orden de aparición era un tema sensible. Lo mismo determinar quién podía tocar con toda su banda y quién lo haría como solista (dicen que Billy Joel no fue parte por ese motivo: solo le ofrecieron cantar con su piano de acompañamiento; no parece una propuesta descabellada tratándose de El Hombre del Piano). Quiénes cerraban en cada estadio fue más sencillo de determinar. El peso de Paul McCartney y de Bob Dylan se impusieron solos. Nadie pudo oponerse.
Por una cuestión de husos horarios todo empezó en Londres. Status Quo, Paul Weller y The Style Council, Geldof con los Boomtown Rats, su amigo Ure con Ultravox fueron los primeros en aparecer.
Desde ese momento una sucesión impresionante de shows que se extendió por 16 horas. Algunas carreras encontraron la consagración definitiva ante ese público descomunal, el más grande de la historia hasta el momento. Ni la final del Mundial 82 ni los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 84 habían llegado a los 1500 millones de espectadores de esa jornada. Otros despegaron. Y unos cuantos colapsaron y hundieron su futuro tras unos malos diez minutos ante los ojos del mundo.
Cada tanto se conectaba con algún país del mundo en el que un número local presentaba una canción. La Unión Soviética, Japón, Noruega. Australia mostró al mundo la contundencia de Inxs (ese fue el primer contacto, aunque remoto, entre Geldof y Michael Hutchence). Otros países como Austria, Alemania, Yugoslavia prefirieron presentar ensambles con sus principales artistas haciendo una canción benéfica. Holanda optó por algo más sencillo y seguro. Retransmitió una actuación de B.B.King que ese día se presentaba en Ámsterdam.
La apertura en Estados Unidos fue sorpresiva y guarda una de las mejores historias de esa jornada. Un chico de 18 años, con rulos, una armónica colgada en el cuello y una guitarra se paró frente al micrófono y cantó un cover de Dylan y una canción propia con una letra con conciencia social. Antes se presentó a la multitud como Bernard Watson.
Su nombre real era David Weinstein. Un día escuchó en la radio que se iba a realizar el concierto en Filadelfia y consideró que él era el adecuado para abrirlo. Sus antecedentes eran nulos. Pero eso no le pareció que fuera importante. Se instaló en el estacionamiento del estadio JFK y durmió allí durante varios días. Pretendía cruzarse con Graham y convencerlo. Pero antes de dar con el promotor lo encontraron algunos periodistas que al día siguiente publicaron su historia en un recuadro de la sección de espectáculos del diario local, como una curiosidad más. A media mañana, Bill Graham mandó un emisario a hablar con el chico que le entregó un cassette para que conocieran su música. Diez minutos después Graham bajó al estacionamiento con una gran bandeja con comida para Bernard. Y le dijo: “Alimentate que tenés que estar bien para el sábado parece que vas a abrir el show. ¿O acaso pretendés ser el numero de cierre?”.
Y así fue, el 13 de julio Bernard Watson fue el primero en subir al escenario norteamericano del Live Aid. Después de él, entró Jack Nicholson que leyó un discurso (“Nunca estuve tan nervioso en mi vida. Suerte que llevé anotado lo que quería decir. No estoy acostumbrado a estar ante tanta gente”, dijo). Joan Baez cantó a continuación.
Una de las grandes atracciones de los shows de Filadelfia eran las reuniones de grupos disueltos hacía años. Crosby, Stills, Nash and Young, Black Sabbath, Duran Duran pero muy especialmente Led Zeppelin. Muy posiblemente ese fuera el momento más esperado del show.
El grupo se negó a anunciarse como tal. Fueron Page, Plant y Jones. Sin John Bonham ellos no podían ser Led Zeppelin. Para la batería llamaron a Tony Thompson que había tocado en el grupo Chic. También se les sumaría Phil Collins. Doble batería para reemplazar a Bonham. No parecía una buena idea teniendo en cuenta que casi no habían ensayado. La actuación fue un desastre.
Page estaba en pésimo estado, Plant tuvo problemas de voz mientras John Paul Jones trataba de mantener la estructura de pie con su bajo a pesar de las desavenencias evidentes entre los dos bateristas que recién se conocieron sobre el escenario. Al público no pareció importarle: se conformaban con ver a Led Zeppelin otra vez en vivo. Pero a ellos sí porque se opusieron a que, años después, su actuación fuera incluida en el DVD del evento.
Phil Collins tuvo un día agitado. Fue el único en tocar en los dos lugares. Primero lo hizo en Londres. Mostró algún éxito solista, se unió a Sting y Brandford Marsalis en un set y apenas bajó del escenario una moto lo llevó al aeropuerto. Tres horas en el Concorde (en las que aprovechó para ensayar las canciones de Zeppelin) y otra vez subir al escenario pero en otro continente. Un récord bobo, pero récord al fin.
Elton John mostró su contundencia escénica con Don’t go breaking my heart y con su dúo que después alcanzaría celebridad con George Michael, Bowie deslumbró con Heroes, The Who mostró su contundencia y desborde habitual, Mark Knopfler y Dire Straits en la cumbre de su éxito también gustaron. Pero en Wembley hubo dos grupos que se robaron la jornada.
El primero fue U2. Todavía no eran grandes celebridades globales y esa actuación fue el espaldarazo que necesitaron. Fueron solo dos temas. Sunday Bloody Sunday enardeció al público. La segunda canción fue Bad. En medio de la ejecución Bono comenzó a hacer señas a la gente de seguridad. Alguien interpretó que quería que dejaran pasar a una de las chicas del público. Pero Bono seguía gesticulando. Como no lo entendían bajó del escenario, se acercó al lugar y señaló a una chica de 15 años que la estaba pasando mal, a punto de ser asfixiada por la presión de la multitud. Mientras tanto la banda seguía repitiendo la misma parte de la canción. Bono la abrazó paternalmente, le dio un beso, bailó brevemente con ella y volvió al escenario para terminar con una versión de más de 10 minutos de Bad. No tuvieron tiempo para tocar la tercera canción programada. Pero no importó. Ya nadie olvidaría a U2 y su cantante. Un gesto humano en medio de un paisaje sobrenatural.
Pero quienes ganaron la hipotética contienda de habilidades, sin duda, fueron los Queen. El show de menos de veinte minutos fue inolvidable. Hits, impacto, presencia escénica, medley de temas, juego con el público, despliegue, contundencia. Una actuación inolvidable (es la que recrea milimétricamente la película Rapsodia Bohemia en su parte final) que convirtió a Queen en el mejor grupo en vivo de su tiempo. El gran momento del grupo había pasado; la prensa, en especial la norteamericana, no los trataba bien, pero nada de eso pesó. Freddy Mercury y sus compañeros aprovecharon su oportunidad y brindaron un momento inolvidable.
En Estados Unidos también hubo grandes shows de Tom Petty, Run DMC, The Beach Boys (con un Brian Wilson extrañamente rozagante), Santana y un Eric Clapton que logró relanzar una carrera que venía alicaída. Una recatada Madonna no tuvo una buena noche.
Cada show cerró con un ensamble de figuras haciendo la canción benéfica de ese lado del Atlántico, Do they know is Christmas? y We are the world.
Hubo grandes ausencias también. Una de las más notables fue la de los Rolling Stones aunque Mick Jagger, Richards y Ron Wood estuvieron en el escenario de Filadelfia. Pero por separado. Jagger cantó algunos éxitos (perdón: canciones) solistas, Miss You y conformó un volcánico dúo con Tina Turner (iba a hacer dúplex con Bowie para Dancing in the Street pero se suspendió por problemas técnicos). Keith Richards y Ron Wood acompañaron el cierre de Bob Dylan. La falta de ensayo y un Dylan al menos disperso (la mitad de los 80 no fue una buena época para él) hizo que la presentación no fuera memorable.
La otra ausencia por más que parezca increíble fue la de los Beatles. O al menos así lo hizo creer Geldof que dejó correr el rumor que juntaría a los tres sobrevivientes con Julian Lennon. Pero no se trató más que de un rumor. Muchos sostienen que la ausencia de George Harrison y de Julian Lennon en la velada se debió a su enojo con el organizador.
El balance del concierto fue positivo. Por primera vez tantas estrellas se juntaban por una buena causa. Las actuaciones fueron desparejas con algunos evidentes puntos altos. El saldo más importante fue, más allá del dinero recaudado, el de demostrar que las estrellas de rock podían trabajar para causas nobles y que el mensaje sobre el drama en el continente africano se instaló con contundencia en la sociedad; gobiernos y grandes empresas empezaron a ser conscientes de la necesidad de actuar. El Live Aid abrió nuevos caminos y expandió un mensaje.
Tiempo después hubo denuncias de que los fondos recaudados fueron utilizados en Etiopía para comprar armas y para dirimir conflictos internos del país. Geldof salió a desmentir la cuestión y a defender su labor. Veinte años más tarde Geldof organizó el Band Aid, otro megaconcierto con fines benéficos. En el camino fue nombrado Caballero de la Corona y nominado varias veces al Premio Nobel de la Paz.
Cada tanto el cantante se queja amargamente de que sus labores filantrópicas opacaron su carrera como músico, que el público ya no pudo ver más de él que ese aspecto y se invisibilizó su producción artística. Dijo, textualmente: “De no ser por el Live Aid yo hoy sería como Sting o Paul Weller”. Parece una (gran) exageración.
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