A James Gandolfini el éxito le llegó demasiado tarde y la muerte demasiado pronto. Cuando el 19 de junio de 2013 se conoció su partida, la primera reacción fue de asombro. El actor iniciaba esa década “ni” que son los 50, cuando las personas no son ni demasiado viejas, ni demasiado jóvenes. Ese grupo intermedio entre los "que llegan a viejos” y los “tenía mucho para dar”.
Gandolfini jamás entró al olimpo de dioses del cine actual donde reinan figuras como George Clooney, Brad Pitt y Tom Hanks. Pero junto a Bryan Craston, de Breaking bad y Jon Hamm de Mad men forma parte del selecto grupo de actores que reinventaron la televisión y las series de fines del siglo XX y las hicieron arrasar en el siglo XXI. Artistas que a través de sus interpretaciones crearon un nuevo camino con personajes imperfectos, antihéroes, pero sin embargo magnéticos para las audiencias e imprescindibles para las historias.
Como su apellido lo indica, el actor creció en un hogar ítalo americano. Su madre, una alegre napolitana, trabajaba de cocinera en una escuela y su padre dejó su oficio de albañil en Parma para trabajar como portero en un secundario católico de Nueva Jersey. El hogar era su propia “little Italy”, los hijos se comunicaban en inglés pero escuchaban a sus padres discutir o secretear en italiano, la pasta casera era la comida frecuente, la risa fuerte era la música cotidiana y la tarantela la melodía atronaba desde los parlantes en la ventana cuando se cortaba el pasto.
Si algo estaba claro en esa familia es que trabajo y estudio no se negociaban. La madre repetía que su hijo sería el primer italiano universitario en los Estados Unidos. A James la idea no lo convencía pero se inscribió en la Universidad de Rutgers, en Comunicaciones.
Fue en esa época que vivió un hecho que lo marcaría para siempre. Durante dos años estuvo saliendo con una chica llamada Lynn Jacobson, unos años mayor, inteligente, encantadora y que jamás se quejaba pese a tener dos trabajos para ayudar a su familia y estudiar. La relación sentimental no siguió, pero un día James recibió una llamada donde le avisaron que su ex novia había muerto en un accidente. “Ese hecho me marcó para siempre pero no en el sentido de ‘la vida no debe desperdiciarse’ sino en el de ‘¿para qué planear el futuro, a la mierda con esto'”. Quizá por eso, y aunque se recibió de periodista en 1983, jamás ejerció el oficio.
No trabajar de lo que había estudiado no era lo mismo que no trabajar. Condujo un camión de reparto, fue encargado de varios boliches nocturnos -“Me emborrachaba, me acostaba y me divertía sin tener que levantarme a las seis y media de la mañana”- y dueño de un bar en Manhattan. A los 25, un amigo lo invitó a participar de una clase de actuación y lo que parecía un pasatiempo para una tarde de tedio se transformó en un aprendizaje que duró dos años.
Consiguió papeles menores en obras de teatro poco vistas. A los 27, su nombre apareció por primera vez en el New York Times, pero no en “espectáculos” sino en “sociedad” en una nota sobre jóvenes sin domicilio fijo. “Tengo un sistema de mudanzas. Tiro todo en bolsas de basura y me ubico en mi nuevo lugar en minutos. Sin mi nombre en un contrato de arrendamiento, soy libre para entrar y salir. No tengo responsabilidades”, narraba sin complejos sobre su vida de nómade.
Esta vida lo llevó a aceptar sin dudar su primer trabajo en teatro pago. Recorrer Escandinavia con la obra “A Streetcar Named Desire” . Al terminar la gira volvió a Nueva York y trabajó en otra obra sobre un hombre que despromagaba a mujeres obsesionadas con Elvis Presley. Nuevamente lo convocaron para “A Streetcar Named Desire” en Broadway, pero no en un rol principal.
En un almuerzo familiar comentó que estaba evaluando cambiar su nombre por otro más artístico. “Para ustedes tener mi apellido podría ser un dolor de cabeza", advirtió "Si soy un actor famoso, la gente lo sabrá, y si hago algo estúpido, la gente también lo sabrá”. Se levantó para ir al baño y escuchó las risotadas familiares. Nadie creía en sus posibilidades como actor.
En 1992 llegó lo que convertiría las risas familiares en aplausos. Actuar en Broadway en “Un tranvía llamado deseo” junto a Jessica Lange y Alec Baldwin. En 1993 tuvo un rol menor en el rodaje de La fuga, una producción escrita por Quentin Tarantino. También participó con pequeños roles en grandes éxitos taquilleros como Velocidad Terminal y La jurado. Por su contextura física lo convocaban para el mismo papel: tipos rudos, algo malvados y bastante mafiosos. Tarantino intentó volver a trabajar con él en Pulp Fiction pero finalmente le dio el papel de Vincent Vega a John Travolta. Gandolfini no se enojó, con el actor eran amigos desde que el padre de Travolta le vendía neumáticos al suyo.
Los roles secundarios se sucedían, pero el protagónico no llegaba Le faltaban algunos años para cumplir el medio siglo, las risas seguían siendo burlas pero no aplausos. Fue entonces cuando David Chase lo llamó para interpretar a Tony Soprano.
Aunque hoy parezca increíble, Gandolfini dudó en ir a la prueba. El guión le parecía maravilloso pero pensaba que se precisaba un actor más atractivo “No a George Clooney pero sí a un George Clooney… italiano”. También dudada porque debía interpretar a un hombre irascible y violento, que con una mirada aterrorizaba al asesino más sanguinario y él era un tipo tranquilo, tímido que hacía de la amabilidad un estilo de vida.
Y justamente son estas características de su vida personal que muestran la enormidad artística de James Gandolfini y explican por qué se llevó tres premios Emmy y pasó de la categoría “actor” a la de “bestia actoral”.
Ese hombre que en sus ratos libres tocaba la trompeta y el saxofón, cuando se ponía en la piel de Tony no actuaba sino que se convertía. Apenas gritaban “acción”, el señor amable y culto mutaba a jefe mafioso de Nueva Jersey, una persona capaz de matar enemigos con la misma tranquilidad con la que paseaba a su perro, buscaba el diario o visitaba al psicoanalista por problemas de ansiedad. Un mafioso temible y temido pero desvalido que amaba pero odiaba a su madre, coleccionaba amantes pero defendía su hogar porque sentía que era su única fortaleza. Solo un actor enorme pudo representar todas las aristas humanas, desde la violencia extrema hasta la vulnerabilidad total, desde el odio visceral hasta el amor incondicional, desde la furia incontrolable a la venganza fría.
De la mano de su capomafia, Los sopranos se convirtió en lo que llamamos “serie de culto”. Dejó de tener seguidores para conseguir fanáticos. El programa se transformó en una adicción maravillosa de la que muy pocos –esta cronista incluida- querían recuperarse. Se esperaba cada capítulo con la devoción que profesan los fieles, ya no a los dioses del cielo, pero sí a los de ficción.
En ese universo de buenos actores, con una Edie Falco soberbia y otros sencillamente impresionantes como Tony Sirico, Michael Imperioli y Lorraine Bracco, el imán indiscutible era Gandolfini. Pero él, dando muestras de una humildad propia y no impostada, destacaba por sobre su trabajo, la historia que se contaba. “Un buen texto te llevará a lugares que en algunas ocasiones ni siquiera esperas”, repetía. “En Los Soprano, todo se redujo al guión. No hubiera estado tanto tiempo como he estado si no hubiese sido tan bueno”, reiteraba. “Cuando hicimos el primer episodio pensamos que no regresaríamos a la televisión, que nos mandarían a casa. Mirabas a ese grupo, estábamos gordos, éramos feos pero no contábamos con los diálogos fantásticos que escribieron los guionistas. El guion era la clave del éxito”, afirmaba.
El rodaje de cada capítulo era intenso y requería al menos 12 horas de grabación durante seis días a la semana. Fueron 86 capítulos.
Como Tony, Gandolfini conoció la fama y lo no tan bueno que implica. Todos querían una entrevista exclusiva, pero a él, por timidez, ese momento le parecía un suplicio porque “no tengo nada muy interesante para contar”. Le molestaba el asedio de los paparazzi, las preguntas de los curiosos o los momentos insólitos como cuando, luego de un mal vuelo y mientras vomitaba en el aeropuerto de Tennesse, un fan se acercó a pedirle una foto. Si la fama lo abrumaba se subía a su Harley Davidson y daba un paseo, a la Vespa la dejaba para trasladarse todos los días hasta los estudios.
A veces, pocas, en medio de las largas jornadas de grabación podía “subirle la tanada” y mandaba un insulto cuando algo no funcionaba. Pero la mayoría del tiempo se mostraba afable y tranquilo. Aunque en pantalla parecía que la violencia era parte de su esencia ponía en juego todo su oficio para lograrla. Incluso llegó a aplicar algunas técnicas que le permitían mostrar furia como golpear su cabeza contra una pared, dormir poco, o colocar una piedra en su zapato. Actuar la violencia lo ponía tan incómodo que más de una vez pidió parar de grabar, tomar un respiro y continuar.
Tony fue tomando a James. Jon Hann, la estrella de Mad Men, otra serie de culto que hoy se puede disfrutar en Netflix, cuenta que en cierta ocasión se cruzó con Gandolfini en un restaurant. Los actores se saludaron como pares que se admiran y respetan, pero Hann reconoció que al irse y pese a la afabilidad de Gandolfini, no pudo evitar despedirse con cuidado “por si me manda a matar”. Así de fuerte era la identificación con el personaje.
La serie duró ocho años y entre temporada y temporada hubo tiempo para filmar The mexican, junto a Brad Pitt y Julia Roberts, El hombre que nunca estuvo allí, de los hermanos Coen; La última fortaleza, en la que desafiaba a Robert Redford y Todos los hombres del rey.
En 2013 el actor iba a arrancar con una nueva serie y aunque quería alejarse lo más posible de Tony, otra vez interpretaría a un mafioso. Antes de empezar a grabar decidió pasar unos días en su segunda patria: Italia. Invitado al festival de Taormina aprovecharía a descansar, pasear con uno de sus hijos y disfrutar il dolce far niente.
Esa noche estaba cansado pero contento. Había paseado por Roma y dado una vuelta por el Vaticano. Con su hijo se sentó a cenar en el hotel Boscolo Exedra. Pidió langostinos fritos que acompañó con mucha mayonesa y salsa picante. Mientras esperaba bebió cuatro chupitos de ron, siguió con dos piñas colada y lo remató con dos cervezas. Y eso que intentó beber con moderación, como le habían aconsejado meses atrás, cuando pasó por un grupo de rehabilitación al alcohol.
Terminó de cenar, subió a su cuarto, pero la muerte lo estaba esperando. Su corazón se detuvo. Los médicos llegaron rápido y durante 40 minutos intentaron reanimarlo. Fue en vano.
Gandolfini dijo alguna vez que fue “muy afortunado, considerado mi aspecto y lo que hago”. Los que seguimos con pasión los tormentos y descontroles de Tony Soprano sabemos que los afortunados fuimos nosotros.
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