Hoy, se apagó la risa. Porque el humorista Marcos Mundstock, uno de los más brillantes de su generación, murió la mañana de este miércoles, a los 77 años, en su casa de Buenos Aires. “Después de más de un año de lidiar con un problema de salud que se tornó irreversible, nuestro compañero y amigo finalmente partió”, dice el comunicado oficial difundido por Les Luthiers.
En enero pasado se había anunciado que el artista se mantendría alejado de los escenarios a lo largo de todo el año. "Su prioridad para los próximos meses será guardar reposo, seguir adelante con su tratamiento y realizar, posteriormente, el debido proceso de rehabilitación”, se informó por entonces.
Si bien su voz de bajo fue marca registrada del grupo con el cual dejó una huella imborrable, Mundstock actuó en cine y en televisión, pero en ningún otro lugar fue más feliz que en el escenario con sus compinches de toda la vida.
La historia de los Mundstock es una de las tantas historias de esos inmigrantes que terminaron de configurar la Argentina durante el período de entreguerras. Su padre, de origen judío asquenazí y de oficio de relojero, llegó en 1930 al puerto de Rosario procedente de Rava Ruska, una ciudad ucraniana en aquel entonces bajo órbita polaca. Unos años antes había venido su mamá, quien se instaló en Santa Fe. Un conocido los puso en contacto y se casaron en Rosario, donde nació su hermana. Años después volvieron a Santa Fe, y allí nació Marcos, un 25 de mayo del año 1942.
Fue a orillas del Paraná donde el pequeño Marcos hizo su primer chiste. Por la calle pasaba un camión que trasladaba cueros, y le comentó a su hermana: “Ahí llevan a los cueros para fabricar vacas”. La frase encerraba la picardía que lo acompañaría toda su vida.
La búsqueda de un horizonte mejor llevó en 1949 a los Mundstock a Buenos Aires, donde un familiar les hizo lugar en su departamento en el barrio de Once. Como primera generación de argentinos nativos, en Marcos convivían el idish que se escuchaba en su casa con el castellano que aprendía en la escuela y el italiano que lo cautivaba con las canzonettas y arias de ópera que emitía la radio. En esa triple frontera cultural Mundstock empezó a acercarse a la música. Su primer registro de música en vivo fue en una sinagoga, donde escuchaba a los cantantes litúrgicos, a quienes les reconocía “una voz muy operística”.
Mientras estudiaba en el colegio se dio cuenta de que tenía un don especial para hacer reír a sus compañeros por fuera del libreto de los actos escolares. Y si bien eso no era bien visto por los docentes, en su interior algo se había despertado, esa chispa lo acompañaría para siempre.
Pero por ese entonces, los sueños del pequeño Marcos no eran muy diferentes a los de otros chicos. “Quise ser abogado, ingeniero, aviador, cowboy, benefactor de la humanidad, tenor de ópera, Tarzán, amante latino, futbolista y otras cosas más”, enumeraba. Cuando terminó el secundario entró en Ingeniería -más por mandato que por vocación-, mientras que, con mucho más placer, estudiaba locución en el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica (ISER). Esos caminos, en apariencia paralelos, pronto se cruzarían.
En ese universo de fórmulas matemáticas Mundstock encontró un resquicio artístico. La oportunidad se la brindó el coro. Allí se encontraron Gerardo Masana, estudiante de Arquitectura; Jorge Maronna, de Medicina; Daniel Rabinovich, de Derecho, y Carlos Núñez Cortés, de Química Biológica. De ese grupo que parecía tan distinto nacería un grupo que cambiaría la historia de la música y del humor en la Argentina: Les Luthiers.
Cuando el coro empezó a tener vida propia, Mundstock se aferró a él como un ancla. Abandonó la carrera de Ingeniería y el golpe militar encabezado por Juan Carlos Onganía lo dejó sin su trabajo de locutor en Radio Municipal. Pero Marcos no se bajoneó: había encontrado en la música coral una actividad que lo fascinaba, aunque lejos estaba de imaginar que fuera posible un futuro profesional ligado al ambiente artístico.
Luego de un festival de coros universitarios realizado en Tucumán se forma I Musicisti, antecedente directo de Les Luthiers. Bajo la dirección de Masana, el grupo realiza una serie de conciertos en el Instituto Di Tella. Fue allí cuando empieza a cobrar vida un personaje clave para la historia de Mundstock y de Les Luthiers: Johann Sebastian Mastropiero. La criatura surgió de la invención de Mundstock y de la mezcla entre los nombres del compositor Johann Sebastian Bach con un personaje inventado, llamado Freddy Mastropiero.
El 4 de septiembre de 1967, Masana, Mundstock, Rabinovich y Maronna forman Les Luthiers. Los esperaba una Buenos Aires que hervía culturalmente. Pronto se hicieron un lugar, y Marcos tendría la tarea de aportar la mayoría de los textos y realizar las presentaciones. Su voz de bajo se convirtió en marca registrada; a eso le sumó su particular histrionismo entre lo formal y lo absurdo, lo que hacía que la gente lo amara.
Su primer chiste lo hizo de niño. Vio un camión y le dijo a su hermana: ‘Ahí llevan a los cueros para fabricar vacas’. Esa picardía lo acompañaría toda su vida
Les Luthiers dejó de ser un secreto bien guardado en 1970, cuando programó una serie de presentaciones en un boliche ubicado en Congreso. Fue tal la repercusión del grupo que el local los contrató para hacer temporada en Mar del Plata. Allí también actuaba Nacha Guevara, quien, según cuenta la leyenda, no soportaba el éxito de los músicos. Cada función era un escándalo, hasta que un vaso de vidrio impactó en la frente de Mundstock. El saldo fueron seis puntos de sutura para el luthier y dos meses de prisión en suspenso para la diva.
Los espectáculos se fueron sucediendo y el éxito pronto convirtió a Les Luthiers en un clásico del humor de habla hispana. En 1974 desembarcaron en España, primer paso de un amor recíproco que desembocó en el premio Princesa de Asturias en la categoría Comunicación y Humanidades, en 2017. Al recibir la noticia del premio, Mundstock dijo con su “seriedad” característica: "El célebre compositor Johann Sebastian Mastropiero está indignado, desde el rincón desde el que se esconde, por el otorgamiento del premio Princesa de Asturias a esos músicos que solo se ocupan de denigrarlo”.
En la ceremonia de premiación, Marcos tomó la voz y, entre agradecimientos y reconocimientos, lanzó una frase que definió al grupo y a su rol como guionista: “El ejercicio del humorismo, profesional o doméstico, más refinado o más burdo, oral, escrito, mímico, dibujado... mejora la vida, permite contemplar las cosas de una manera distinta, lúdica, pero, sobre todo, lúcida, a la cual no llegan otros mecanismos de la razón”.
El éxito del grupo fronteras afuera -con shows a lo largo de la América hispana y algunas aventuras en Brasil y Estados Unidos-, supuso un nuevo ejercicio para Mundstock a la hora de neutralizar algunos modismos propios del Río de la Plata. Le gustaba crear los textos en la soledad de su estudio casero, y con los años fue desarrollando una metodología laboral que le permitía ser prolífico sin perder la gracia ni caer en las repeticiones. “Hacer textos para ser escuchados tiene su clave: deben llevar el remate en la última palabra del párrafo”, explicaba. “Creo que el chiste suele ser una obra abierta, siempre modificable, y corrijo en forma permanente y sobre la marcha. Mis notas son un crucigrama”, agregaba a modo de receta. Claro que lo más importante estaba en su cabeza, y eso no se consigue en la farmacia.
Los 80 fueron los años del despegue masivo para Les Luthiers: su popularidad ya no tuvo frenos. Y en el siglo XXI se trasladó a las redes con millones de visualizaciones y likes. Sobre sus inicios, Marcos no evitaba una autocrítica. “Veo videos de los espectáculos viejos y los textos no me parecen muy diferentes a los que podemos escribir ahora, pero en lo que es el oficio teatral hemos cambiado mucho. Éramos lentísimos, nos deteníamos en momentos en los que no pasaba nada...", lamentaba, para rematar con humor: “La gente nos quería igual, yo no sé por qué".
En paralelo con su actividad en el grupo, Mundstock se metió en el cine. Fue la voz en off de Quebracho y Metegol, y puso el cuerpo tanto en dramas como Cama adentro y Roma, y en comedias como No sos vos, soy yo y Mi primera boda, donde en la piel de un cura se lució en un diálogo lleno de guiños lutherianos con el rabino interpretado por su amigo Daniel Rabinovich. En televisión, trabajó en La Argentina de Tato y en Sorpresa y media, y lo último que hizo fue la presentación de Pasado de copas.
Paradójicamente, siendo la voz y una de las caras representativas de Les Luthiers, su asignatura pendiente fue la música. De chico, en su casa no había lujos y ni se le ocurría sugerir la posibilidad de aprender algún instrumento. Cuando ganó sus primeros sueldos y pudo comprarse un piano, no tuvo constancia ni paciencia. “Quería aprender todo muy rápidamente y, en la música, los tiempos de aprendizaje son muy difíciles de modificar”, contaba con algo de frustración.
En su vida personal, compartió la vida con la cardióloga Laura Glezer. Solía contar que se enamoró de ella porque conocía su corazón. Juntos tuvieron a Lucía, su única hija, licenciada en Administración de Empresas, actriz y productora con la que compartía la pasión por el fútbol, un deporte que jugó hasta que el cuerpo se lo permitió. De chico era de Boca, hasta que en un partido contra Chacarita se dio cuenta de que quería que ganaran los Funebreros “porque jugaban más lindo”.
El humor siempre lo acompañaba y con su voz seria podía hacer las reflexiones más graciosas sin perder la compostura. Como esa vez que interrumpió una ponencia en el Congreso Internacional de la Lengua con esta reflexión: “La expresión ‘me importa un bledo’ no tiene igual. ¿Alguien sabe lo que es un bledo? Algún día un ejército de bledos se lanzará sobre los hispanohablantes para vengarse de tantos siglos de ninguneo”.
En el mismo tono propuso “formas más directas” y cambiar expresiones como “donde manda capitán no manda marinero” por “el más explícito “donde manda capitán hay que ir”, o que en vez de “una golondrina no hace un verano”, usar “expresiones más vulgares”, como “una golondrina no hace un carajo”. Eso sí, “con perdón de Gustavo Adolfo Bécquer”, decía.
En más de 50 años de profesión, forjó una relación de amistad y respeto mutuo con otros genios del humor, como Quino, Roberto Fontanarrosa y Alejandro Dolina, todos exponentes de un humor gracioso e inteligente. “A mí me gusta el humor por el ingenio, no necesito que sea muy intelectual. Entonces, me gusta el humor del tipo que sale y dice: ‘Mirá lo que digo’. En cambio, no me gusta el tipo que dice: ‘Mirá lo que me atrevo a decir’, y se pone impertinente. Ese humor no me mueve un pelo, entre otras cosas porque soy calvo, todo el mundo lo sabe”, decía, logrando que la humorada no tapara la sabiduría. Además, fijaba su límite: jamás hacer humor “sobre el dolor ajeno”.
Se fue Mundstock. Solía decir que por su inconfundible voz siempre lo convocaban para hacer de Dios o de psicoanalista. Seguramente, si Dios existe, hoy le guiñará un ojo y lo dejará pasar sin problemas. Es que con tanto humor y tanta risa, Marcos tiene el Cielo bien ganado.
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