Se fue de manera inesperada. El 4 de abril del año pasado, Alberto Cortez falleció en España a la edad de 79 años. Había sido internado de urgencia unos días antes en el Hospital Universitario HM Puerta del Sur, en Móstoles, en las afueras de Madrid. Pero, hasta ese momento, había seguido deleitando a sus seguidores con su inigualable voz.
Tenía apenas 12 años cuando escribió su primer tema: Un cigarrillo, la lluvia y tú. El lo hizo casi como un juego. Pero estaba claro que tenía un talento innato. “Mi madre pensó que yo era Mozart”, decía risueño. Y la realidad es que, con los años, quedaría en evidencia que era un de los artistas más destacados de su generación.
Claro que Alberto no era para nada pretencioso. De hecho, su principal característica fue, justamente, la capacidad de convertir en arte los temas más cotidianos. Era “el cantautor de las cosas simples”. Y conmovía a todos hablando del amor no correspondido, como en El amor desolado, de la amistad, en Cuando un amigo se va -tema que en realidad compuso cuando falleció su padre-, y del dolor por la partida de su perro, en Callejero.
Había nacido en Rancul, La Pampa, bajo el nombre de José Alberto García Gallo, el 11 de marzo de 1940. Cursó sus estudios secundarios en San Rafael, Mendoza. Y, ya convertido en un adulto, viajó a la ciudad de Buenos Aires para comenzar la carrera de Derecho. ¿La música? Hasta ese momento, parecía ser sólo un entretenimiento en su vida. Pero el destino lo sorprendería cuando menos se lo esperaba.
Después de recorrer la noche porteña cantando en peñas y ya utilizando el nombre artístico con el que se haría famoso, Alberto conoció a durante un viaje a Santiago del Estero al armoniquista Hugo Díaz. El lo convenció de sumarse al Argentine International Ballet and Show. Y fue junto a esa agrupación que decidió emprender un viaje con la ilusión de conquistar Europa. Pero el sueño se convirtió en pesadilla cuando el empresario que lo había contratado se fugó. Y él se quedó, sólo y sin dinero, en Bélgica.
Sin embargo, cual si se tratase de un cuento, en ese momento apareció en su vida un hermosa belga llamada Renée Govaert. Se casaron el 2 de junio de 1964, se fueron a vivir a Madrid y estuvieron juntos hasta que la muerte los separó. Ella fue su gran amor y su musa inspiradora. Alberto decía que estaba en todas sus canciones, pero sobre todo en una: Te llegará una rosa. ¿Por qué? Porque cada vez que él estaba fuera de su hogar por trabajo, se encargaba de enviarle una de estas flores a su esposa.
En España fue, justamente, dónde Cortez grabó su primer disco y empezó a crecer como artista. Primero, con un repertorio un poco frívolo con el que no se sentía identificado. Y, ya a finales de los ’60, recurriendo a la música de sus admirados Atahualpa Yupanqui y Jaime Dávalos, y a los textos de poetas como Pablo Neruda, Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Luis de Góngora. Pero su fuerte serían, sin duda, sus propias composiciones.
En sus casi 60 años de carrera artística, Alberto grabó más de 40 discos. Trabajó con todos los grandes: Facundo Cabral, Joan Manuel Serrat, Mercedes Sosa, Raphael, Pablo Milanés y su favorita, Estela Raval, de quien decía que “la mejor intérprete” de sus canciones. Así logró conquistar el mundo entero con su música. Y, hasta último momento, estuvo dispuesto a subirse a un escenario para compartir su arte.
Su vida fue tan simple como sus canciones. Era un hombre hogareño, al que costaba ver en algún evento de la farándula. No había tenido hijos, pero gustaba de invitar a sus amigos a su casa para compartir alguna comida. Y amaba tanto su trabajo, que no tenía pensado dejar de cantar nunca. De hecho, iba a comenzar una gira por Latinoamérica cuando la muerte lo sorprendió. Y se llevó su presencia, pero no su música que sigue emocionando a todo aquel que la vuelve a escuchar.
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