Todo surgió de improviso: la confirmación de una gran oportunidad laboral y la posibilidad de tomarme unas vacaciones previas a mi comienzo, como para arrancar con todas las pilas mi nuevo desafío. Así que no lo dudé y, el último día de febrero, saqué mis pasajes para ir a Miami a visitar amigos y gente querida, con la que siempre la paso más que bien. Por entonces ya se hablaba del coronavirus, pero todavía no había ningún caso reportado ni en Argentina ni en La Florida. Así que me fui, feliz, a disfrutar de unos días plenos de alegría.
Obviamente, a pesar de que mi profesión es algo que se lleva en la sangre, traté de no leer muchas noticias para poder descansar la mente. Pero me resultó imposible mantenerme al margen de lo estaba sucediendo. Y, con el correr de los días, la confirmación de que el virus se había convertido en una pandemia nos puso en alerta a todos. Entonces comenzaron a tomarse las primeras medidas, que implicaban la cancelación de los vuelos entre Europa y Estados Unidos. Y finalmente, el mismo jueves 12, cuando ya estaba con mis valijas listas para la vuelta, se conoció el decreto del presidente Alberto Fernández que impedía la llegada a la Argentina de aviones provenientes de zonas de riesgo.
Entré en pánico. Empecé a temblar. Mis amigos Irene y Ernesto, hospitalarios como pocos, me ofrecieron quedarme en casa de ellos todo el tiempo que fuera necesario. Pero yo tenía que volver a mi hogar, con mi hijo Manuel, y reencontrarme con mi familia. Desesperada, mi hermana Betina, que no dejaba de mandarme mensajes, leyó cada artículo del decreto y me copió la parte que decía que se iban a “disponer excepciones a fin de facilitar el regreso de las personas residentes en el país”. Respiré.
Al rato fui para el Aeropuerto Internacional de Miami, que en relación a otros años estaba casi vacío. Mis amigos me habían conseguido un barbijo y alcohol en gel, que ya estaban escaseando por allá también, y me acompañaron hasta que pasé el check in. “Cualquier inconveniente, nos llamas y te venimos a buscar”, me dijeron. Sí: son de lo que no hay. ¡Gracias Dios por ellos y por todos la gente linda que me rodea hoy en día!
Todo parecía marchar bien, hasta que pasé migraciones y llegué a la puerta D23 desde dónde salía mi vuelo, el 931 de American Airlines, con destino a Buenos Aires. “No podemos darles garantías de lo que vaya a pasar cuando lleguen a Argentina”, nos dijeron. Sí, el avión iba a partir tal como estaba planeado. Pero existía la posibilidad de que tuviéramos que regresar de la misma manera en que habíamos salido, nos explicaron. Es que nadie sabía, hasta entonces, de qué manera se iban a implementar esas “excepciones” de las que hablaba el decreto.
Un par de horas más tarde, cuando ya estaba lista para abordar, hubo un anuncio: por disposición del gobierno argentino, los que subieran al vuelo, estarían obligados a pasar 14 días de cuarentena en el domicilio que fijaran al llegar al país. Y los que no estuvieran de acuerdo con esto -turistas que venían por unas semanas-, debían reclamar su equipaje y quedarse en Norteamérica, dejando su lugar a los pasajeros que estaban en lista de espera. Entonces sí, supe que iba poder llegar a casa. Aunque todavía faltaba lo más importante: no enfermarme en el camino.
Me lavé las manos varias veces, me puse alcohol en gel, mantuve el barbijo todo lo que pude, evité tocarme la cara... Mientras tanto, miraba a la tripulación del vuelo y pensaba en lo expuestos que estaban ellos en medio de semejante situación. Algo que, apenas diez días antes, parecía inimaginable. Y que ahora superaba a cualquier película de ficción.
Cuando llegué a Ezeiza, a las 10 de la mañana del viernes 13, ya se había montado el nuevo operativo de seguridad: primero tuve que completar una declaración jurada de sanidad, en la que se me preguntaba si tenía algún síntoma como fiebre, tos, dolor de garganta, etc., y se me pedía que fijara el domicilio donde iba a permanecer cumpliendo mis dos semanas de cuarentena. También se me pedía un teléfono de contacto para poder ubicarme en caso de ser necesario.
Pero eso no fue todo. Después de entregar el formulario, todos los recién llegados tuvimos que formar una fila con una distancia de dos metros entre una y otra persona, para que una cámara nos midiera la temperatura corporal. A un pasajero que estaba justo delante de mí, le marcó más de 37.5°, por lo que lo llevaron a un costado para que el personal sanitario pudiera revisarlo. Entonces sí, hice el trámite de migraciones express, retiré mis valijas y volví a mi casa.
No, la historia no termina acá: ahora me esperan dos semanas de cuarentena. “¡A mí que soy hiperactiva! ¿Cómo voy a hacer?”, me pregunté. Lo primero que hice fue mandar a mi hijo a pasar unos días a la casa de su papá, así que todavía no pude verlo y recién voy a poder reencontrarme con él el viernes 27. Eso es lo que más me cuesta: es tan bueno, que hasta me dejó algunas provisiones de comida en la heladera. Y ahora mi cuñado, Juan Ignacio, está a punto de traerme más, sobre todo frutas y verduras, que son la base de mi dieta vegana y ya no me quedan. Sí, soy muy afortunada por la familia que tengo.
Un poco me aburro, sí. Pero mi mamá, Juanita, me llama a cada rato para charlar. Y me estoy poniendo al día con todos esos amigos con los que nunca tengo tiempo de conversar. También arreglé para empezar a trabajar con la modalidad home office a partir de la semana que viene, así que tengo que aprovechar el fin de semana para ordenar placares porque ya no voy a tener tanto tiempo libre.
¿Y la actividad física? Los que me conocen saben que no puedo estar un día sin correr, andar en rollers, bailar salsa, ir a gym... Bueno, me estoy arreglando con lo que puedo en casa: un ejercitador de piernas, unas pesitas, la barra de danza y mucha imaginación. Porque, por suerte, yo me siento muy bien. Pero, por lo que me explicaron, aún siendo asintomática podría ser portadora del virus y contagiar a personas de grupos de riesgo. Y si yo pude disfrutar de unas vacaciones inolvidables, ahora lo importante es cuidar a los demás.
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