Los cuentos de Facundo Arana: “La historia de otro Virgilio Villa”

En esta nueva entrega de sus relatos, el actor nos sumerge en la tragedia del amor imposible. Pero también, en la redención del amor incondicional

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Facundo Arana (Foto: Mario Sar)
Facundo Arana (Foto: Mario Sar)

Vivió desde un día de otoño de 1920 hasta el 28 de octubre de 1946.

Resulta que Virgilio Villa fue fruto de una noche de dudosa pasión entre un viajante pasado de copas y una mujer viuda muy pobre, que se dedicaba a las tareas de la casa en una estancia muy importante de la zona y de la época. Vivía en una casa de piedra que había estado deshabitada durante muchos años. Pequeña. Un monoambiente en el medio del paraíso que es El Carmen, bien al sur de la provincia de Jujuy. En esa casa, que todavía permanece en pie, nació un día Virgilio. El nombre se lo puso el hijo del capataz. La madre, de quien nadie recuerda el nombre, no se opuso. Ni al nombre, ni al apellido.

Poco tiempo después el niño comenzó a mostrar dos signos claros: tenía pocas luces, poco entendimiento y una descomunal fuerza. Por eso, sumado a que contaba con ciertos rasgos físicos característicos y una muy dulce manera de pronunciar con su boca llena de su lengua, y teniendo en cuenta que habló por primera vez a los seis años, fue tildado “Opa”.

Para la madre fue un evento más en su vida plagada de eventos diarios. Era muy maltratada por la gente de la estancia, aunque la dejaban hacer ya que era callada y muy prolija en su trabajo.

A los opas, en las estancias de entonces, se los tomaba en cuidado, y podían hacer algunas tareas domésticas como buscar agua del aljibe y trasladarla de un lugar al otro. Virgilio era famoso en la estancia y se ufanaba de llevar tremenda cantidad de litros de agua en dos recipientes colocados en los extremos de un palo fuerte, que, a pesar de todo, se doblaba.

Era también el hazmerreír de las tertulias, y él era muy feliz sabiendo que provocaba felicidad. Tenía una sonrisa contagiosa. Se reían en su cara, y Virgilio disfrutaba viendo a la gente reír.

Pero eso no era todo en la vida de Virgilio.

Hay quienes nacen con un don, y jamás se dan cuenta en la vida de la gracia divina que les ha sido concedida. Y él, a pesar de tener todas las gracias en contra, había nacido con un talento innato para dibujar.

Pasaba horas con carbonilla sobre hojas que juntaba, y sus obras eran absolutamente extraordinarias. No imaginen algo como Van Gogh, ni como Rembrandt. Era tremenda, abrumadoramente superior a cuanto artista pintor se haya visto. Tal el realismo de sus obras, que pintaba con tanta velocidad y vehemencia, con toda su inmensa fuerza y su alma. Mientras pinta, Virgilio saca apenas la lengua hacia afuera haciendo una mueca dulce. Pero nada en esa época parece ser dulce. Su madre le tiene terminantemente prohibido sacar un solo dibujo de la casa. Que ya suficientes problemas tienen.

Virgilio siempre obedece a su madre con ese amor incondicional del que solo sabe amar.

Así que su vida es simple. De casa a la estancia, agua, risas, y vuelta a casa a la carrera para tomar mate cocido y dibujar hasta que se va la luz. A veces junto al fuego, haciendo un enorme esfuerzo con sus ojos. Con todo, Virgilio es un muchacho feliz. El más feliz del mundo.

Cierto día cumple 16 años. Nadie sabe el día, pero es el año de sus 16. El patrón de la estancia decide que es momento de alejar a sus tres hermosas hijas de cualquier amenaza. Y ciertamente un macho en edad y sin luces es algo que sencillamente no puede andar cerca.

Se lo dice a la madre el capataz. Ella, sumisa, vuelve a la casa y le dice a Virgilio que a partir del día siguiente se vaya a caminar por el pueblo, a seis kilómetros de la tranquera. “Pero nada de andar por la estancia, que no sea cosa que nos echen”.

La primer llegada de Virgilio al pueblo fue todo un acontecimiento. Nunca imaginó que a tan poca distancia hubiera semejante mundo. Ni que tan rápido iba a hacer amigos tan entrañables. Se sorprendió al ver en la puerta de la pulpería una mesa con cuatro jóvenes muy bien vestidos, todos fumando, tomando. Y fue genial la forma en que el hijo del capataz lo recibió, entre secretos a sus amigos y sonrisas y carcajadas. Era feliz. Lo invitaron a sentarse, y en pocos días Virgilio era uno más.

Así pasó el tiempo.

Un día de 1939, lo que era conversación a voces se hizo realidad. Había comenzado una sangrienta guerra en Europa. Uno de los muchachos había vuelto de los Estados Unidos en barco, y traía un periódico. ¡Era una novedad! Todos en la mesa inclinados sobre la publicación, que tenía unos meses de atraso. Y en el medio, un dibujo casi perfecto de una hermosa enfermera invitando a unirse a las tropas Aliadas para ir a pelear por la libertad. Virgilio quedó sentado absorto. Mirando directamente a los ojos a Melissa, tal era el nombre de la mujer. Sus amigos, claro, se dieron cuenta..

Y empezaron a reirse de Virgilio, que no comprende a esos amigos suyos y sus risas, que ahora lo avergüenzan. Él no conoce la vergüenza hasta ese día, en sus 19 años. El mismo día en que conoce al amor de su vida: Melissa.

Y la cosa comienza justo acá.

Por aquella época el tiempo en El Carmen pasaba lento, y si no había quehaceres, los jóvenes quedaban vagando por el pueblo, haciendo juntadas, o giladas, o tomando algo en la pulpería. Jugando a ser grandes. Bigotes lampiños, peinados engominados, pantalones altos, cigarrillos en la boca siempre. Sombreros. Y Virgilio. enamorado de Melissa. Sus amigos le decían: “¡Virgilio! ¡Melissa!”.

Y a Virgilio se le iluminaban los ojos a más no poder. Y sonreía con esa media lengua fuera de su boca. La sonrisa más dulce, hilarante a los ojos de los amigos.

No tardaría en llegar la broma pesada, que parecía cantada y salió de la boca del hijo del capataz. “Virgilio, vamos a escribirle a Melissa una carta en tu nombre, y la vamos a mandar a Estados Unidos, y al frente de batalla. Vamos a sacarte una foto y se la mandamos”.

No daba crédito el Opa: a sus 19 años había conocido la vergüenza, y ahora le iba a escribir a su amor. ¡Y a mandarle una foto!

Sus amigos, fieles y compinches, hacen todo rápido. Lo visten, lo arreglan, lo peinan. Le ponen sombrero y un cigarrillo apagado en la boca. “¡Sonreí, Virgilio!”. Sintió que se moría de la emoción.

Suplicaba con su mirada franca y hermosa a los muchachos, que entre carcajadas juraban una respuesta pronta.

—¿Cuánto...?

—Unos dos meses.

Ahí Virgilio conoció el tortuoso paso del tiempo. Se levantaba al alba, con su madre que iba directo a la estancia a preparar el desayuno de sus patrones, y él salía corriendo a llegar a la pulpería. Esperaba dos horas bajo el frío hasta que el local abría sus puertas, y luego hasta las dos, las tres de la tarde, cuando sus amigos llegaban a juntarse. Y preguntaba. Un día. Dos días. Tres... Y así.

Ya cansados, los amigos se ocuparon de escribirle una preciosa carta de amor, llena de lugares comunes y clichés.

Virgilio conoció el amor desesperado a los 19 años...

Así comenzó la más extraordinaria historia de todos los tiempos entre el alma más pura del noroeste argentino y su bellísima prometida, que peleaba en algún lugar de Europa para liberar al mundo de la opresión.

Tardaban muuucho esas cartas. En ir. En volver. Virgilio las esperaba, y pronto todo en él era Melissa. Dormía pensando en ella, y despertaba con su nombre en los labios. Cuando llegaba una carta, Melissa le contaba sobre cosas de la guerra y Virgilio corría a su casa. Dibujaba como enajenado. Postales de él mismo, vestido de soldado, salvando a Melissa de los tremendos alemanes, de bombardeos, viajando en avión, saltando en paracaídas. Todo cuanto sus amigos contaban de las cartas de Melissa, eran para Virgilio palabras sagradas. Y dibujaba, y dibujaba... Cada vez más. Cada vez más.

El hijo del capataz lo encontró un día llorando a mares mientras iba hacia el pueblo. Al preguntarle repetidas veces sobre el motivo, Virgilio no aguanta más y le dice algo sobre “Uropa”, y “Llegar a Uropa”, y “Melissa”...

Se les había ido la mano...

Claro, habían pasado años... Virgilio vivía para su desesperadamente amada, luminosa Melissa.

Podía dibujarla con los ojos cerrados en segundos. La esbozaba, y sencillamente la esculpía sobre papel.

Lavando la ropa con una sonrisa, en sus brazos mirando el atardecer, montando a caballo con sus pelos al viento, recibiendo flores de Virgilio, o sencillamente el más maravilloso retrato. Los dibujos eran extraordinarios. Perfectos.

El tiempo pasó. La única tarea que Virgilio tiene asignada en su casa es traer agua cada día para beber, cocinar, lavar e higienizarse. Su madre, molesta por la cantidad de dibujos que se amontonaban por toda la casa, y posiblemente para descargar la furia por no tener agua en el rancho que él había olvidado traer, distraído por hacer esas “cosas raras”, quemó todos los dibujos de Virgilio. Cada uno. Todos ellos. El Opa miraba aquello en silencio. Quieto. Inmóvil.

Fue una tragedia. Nadie se enteró. Ni ella misma, de lo había provocado. Virgilio nunca se le reprochó. Pero no volvió a dibujar. Ni a hablar. No volvió a emitir sonido alguno. Y dejó de sonreír. Así conoció Virgilio la tristeza.

Ella, claro, no se dio cuenta de ninguna de estas cosas.

Los amigos, viendo que él incluso ya había dejado de comer, decidieron terminar con la broma pesada que ya llevaba demasiado tiempo. La habían seguido cada vez que se acordaban, y la olvidaban por meses enteros. Virgilio, en cambio...

Una semana más tarde, se sorprende el Opa al verlos sentados muy serios en la pulpería.

Le entregan una carta. Pide como siempre que la lean. Y la carta dice: “Lamentamos informarle de la muerte de la enfermera Melissa Ryan. Atentamente, el Ejército de los Estados Unidos”.

Ese día Virgilio conoció la ausencia de oxígeno desde las vísceras. El rugido herido de muerte. El espantoso alarido mudo. Salió corriendo, cayéndose cada veinte o treinta zancadas.

Llegó a su casa emitiendo cierto extraño sonido gutural, y dibujó, con la maestría colosal de la locura, a su amada ascendiendo a los cielos entre preciosas nubes, rumbo a la luz. Y su corazón ya no pudo más.

Estaba ya avanzada la tarde del 28 de octubre de 1946. Sintió desde el piso que algo en su cuerpo no estaba bien, pero no le importó. Miró justo a los ojos de su amada en el dibujo. Y su amada de golpe estaba junto a él. Real. Amada. Tan amada. Cubrió todo su cuerpo con un abrazo cálido. Perfecto. Hermoso. Único. El único abrazo que recibió en toda su vida.

Virgilio conoció el regocijo de un abrazo en el mismo momento de su muerte, que ocurrió justo con la puesta del sol.

Su madre lo encontró inerte, con una sonrisa en su rostro y la expresión feliz junto al dibujo que mostraba a su amada Melissa convertida en un ángel, abrazando a un exultante Virgilio, y yendo hacia el sol, que ya había partido.

Ningún amigo fue al entierro de Virgilio Villa.

Nota: dedicado a la memoria del querido y recordado Ernesto Hansen. Otro día les cuento...

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