Treinta días en el calabozo. Así empezó todo. O mucho más atrás...
Soy Longinus. Participé de las más sangrientas batallas para servir al Imperio. Fui célebre. Nunca pregunté. Solo obedecí. Obedecí. Todo por el Imperio. Todo por el César. En la calle, donde otros ven gente, yo veo a mis muertos. Ellos. Todos: los más bravos, los bárbaros, los cobardes, los inocentes. Muertos por mi espada. Por mi puñal, por mi lanza. Soy el mejor. Pero los veo... Encuentro mujeres en cada lugar adonde voy. Las romanas son las mejores, pero no se ven en Judea. Aquí, en los confines del imperio, aquí hay otras. A esas las tomo por derecho. Pero las romanas vienen con marido. La mujer del romano importante me trajo aquí.
Treinta días. Voy a matar a ese idiota. Su túnica no conoce el campo de batalla. Sus manos sostienen pergaminos que se llenan de palabras escritas con la sangre de mis muertos. Dijeron treinta días o cien latigazos. Elegí el látigo. Se rieron. Y aquí estoy. El látigo hubiera sido un chiste para mí, dijeron. Peor estar aquí. Tienen razón. Aquí estoy con todos mis muertos. Juzgándome, cantándome al oído, susurrando cosas de muertos....
A los nueves días se abre la puerta. Las legiones están lejos. Faltan soldados para las tareas de principiantes. Me eligen, entre risas, para la tarea más indigna para un legionario de mi talla: cuidar a los condenados en la cruz. Maldito Pilatus, no debí meterme con tu mujer.
Tres días al pie de las cruces. La gente está débil ya. No se han movido de este lugar. Tampoco yo. No comprendo por qué tanta devoción por aquel del centro. Me cansé ya de golpearlos. Dos de ellos están muertos. El otro masculla cosas en ese idioma que no entiendo. Veo al centurión acercarse. Lo atravesaría con mi lanza, pero ya no tengo ganas. Solo quiero ir a dormir un año. Se acerca al oído y murmura como mis muertos: “Dale fin a esto, Hastati”.
De mala gana volteo hacia la cruz. ¿Ya está muerto? ¿Adónde lo clavo? El corazón está en mal ángulo. El cuello, no. Su madre está presente. Observo sus costillas y elijo su hígado. Desganado, tiro el lanzazo. Como si hubiera estallado la ira de todos los Dioses, el chorro de sangre sale furioso de la herida. ¡Pero si está muerto! Me sorprende mirando hacia arriba, con la boca abierta. La sangre cae como un baldazo. Entra en mi boca. En mil batallas he probado sangre, pero esta es distinta. Intento vomitar. ¡Tragué su sangre! El asco que siento se transforma de pronto en inmensa piedad. Su madre está allí, presente... Y otros.
No tengo tiempo de mucho más. De repente, la tierra tiembla. Las nubes comienzan a moverse como la sangre que salió de su cuerpo. Se escucha un trueno poderosísimo. ¡¿Acaso los Dioses enfurecieron?!
El centurión me ordena algo que no escucho. Soy Longinus, el hombre más bravo de la legión. De cualquier legión. Y tendré tiempo para entenderlo. Tiempo de sobra. Tiempo para siempre.
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