Un cielo plomizo, espeso, cargado: el sol no salió en Mar del Plata en la mañana del 5 de marzo de 1988. Y en el resto del país, a las 7.45 horas de aquel sábado se apagaron las risas: la lluvia que contenían aquella nubes pareció deshacerse en las lágrimas de una Argentina que, sin preverlo, se veía obligada a despedir ahora a uno de sus máximos referentes populares. Alberto Olmedo, el mismo que tantas risas había provocado en la televisión y el teatro, caía al abismo desde el balcón del piso 11 del edificio MARAL 39. Allí, frente al mar de Playa Varese, el genial rosarino había ensayado una última broma, jugando en la cornisa. Fue un mal chiste, pero del destino: falleció a los 54 años, en el amparo de la mayor popularidad de su carrera, y a horas de haberse enterado que sería padre nuevamente.
“Murió en el mejor momento de su vida, con la mina que quería y tomando champagne. Y no babeado en una cama hecho mierda”, sostuvo poco después Nancy Herrera, con crudeza brutal. Era ella “la mina que tanto quería”, en un vínculo que se extendió por ocho años. Y con ella había brindado por el inesperado anuncio: estaba embarazada. Los dos venían de superar una crisis amorosa que también fue escándalo mediático: un año antes del desenlace fatal, Herrera vivía un romance con Cacho Fontana, íntimo amigo del Negro. Las dos caras del teatro: cuando se encendía la cámara o subía al escenario, Olmedo sonría; cuando se apagaban las luces o se bajaba del telón, Alberto entristecía.
Las idas y vueltas los llevaron a ese verano en La Feliz. Quien fuera El Capitán Piluso -protagonista excluyente de la niñez de toda una generación- venía de concluir en diciembre el recordado ciclo No toca botón. En esa temporada, cada noche hacía función a sala llena en el teatro El Tronador con la obra Eramos tan pobres. Además, en marzo de 1988 se estrenaría su última película, Atracción peculiar: dirigida por Enrique Carreras, la protagonizaba junto a Jorge Porcel, en un elenco que contaba con Beatriz Taibo, Silvia Pérez y Beatriz Salomón. Olmedo -partícipe de más de 20 películas a lo largo de su carrera- jamás llegó a verla terminada: murió dos días después.
En la noche de ese 4 de marzo el Negro cenó con amigos al salir del teatro. Se despidió sin compartir la sobremesa: en el departamento que había alquilado lo esperaba Nancy -un “Te amo” escrito con labial en el espejo funcionó a modo de bienvenida-, para el reencuentro que preveía la reconciliación -ambos lo sabían- y ese anuncio -que él desconocía-. En esas horas volvieron a ser felices juntos. El humorista retomó la sonrisa. Hubo risas y besos, abrazos por ese embarazo de dos meses, alcohol y excesos.
En un momento, Olmedo sale al balcón. Observa el mar en un plomizo inconmensurable que parece reflejar el color de ese cielo espeso, cargado. Y vaya uno a saber por qué, cruza un pie sobre una baranda mojada por el rocío. Llega un poco más allá: se sienta en el borde. El torso desnudo, las piernas tendiendo hacia afuera, las botas texanas buscando dónde apoyarse. Apenas unos segundos después, alguien en el piso 12 escucha los gritos:
—¡Me caigo, mamita, me caigo! ¡Agarráme la pierna! ¡Agarráme la pierna!
—¡Yo te agarro, papito, te agarro! ¡Pero no puedo, no puedo, no puedo...!
En marzo de 1988 Oscar Etchart tenía 21 años. Y ese 8 de marzo, la casualidad lo llevó al MARAL 39: debía buscar a un amigo suyo para luego ir a acampar. Cuando estaba ingresando al edificio escuchó gritos. Volvió sobre sus pasos y levantó la mirada. “Lo que veo es a una mujer como queriéndose tirar de un balcón”, contaría tres décadas después, al hablar públicamente por primera vez sobre aquella mañana. Recordó entonces que con su vista siguió un trayecto: un hueco en la tierra del pequeño jardín y, unos pocos metros más allá, ya sobre la vereda, Alberto Olmedo.
Como cada vez que salía de su casa -aun cuando no fuera para trabajar- el joven Etchart portaba su cámara Pentax MF. Y sin embargo, no atinó a retirarla de la mochila. Fue su amigo quien lo despabiló: “¡Sacale, sacale!”. Dispararía una, dos, tres, 10 veces; las que pudo. Y lo que observó a través de su lente, recorrería el país. En especial la foto que tomaría segundos más tarde, aquella donde Nancy -tomándose la cabeza- llora sobre el cuerpo de Olmedo. Se trata de esas imágenes que valen más que mil palabras, aunque no tanto como las que la mujer diría entre sollozos: “¿Por qué hiciste eso, Negro? ¿Por qué...?".
Este jueves se cumplen 32 años de aquella mañana marplatense sin sol en la que un mal chiste del destino nos arrebató la risa...
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