Lo único que pide en su testamento es que no le quiten del cuello su amuleto. Qué cosa rara. Es de locos. Absolutamente increíble. Una vez pasados los siglos de los siglos y otro tiempo mucho mayor que no ha sido nombrado, pero es justo algo menor que la eternidad, sigue siendo increíble.
Resulta que hubo una paradoja genial.
Durante la Era Cenozoica reinaba en los mares de aguas cálidas una gigantesca especie de tiburón: el megalodón. Este ejemplar del que hablamos era realmente grande. Enorme. Tenía casi 19 metros.
Cierto día, cerca de la costa, arrasó con un grupo de cuatro hombres y una mujer que trataban de juntar algunos crustáceos de los que no existe hoy certeza alguna, ya que eran blandos y no se encontró ninguno. Ni hace falta que diga que estamos hablando de algún lugar de África.
Del ataque sobrevivieron un hombre y la mujer. El hombre, de nombre Maisah, perdió una pierna. La mujer, ilesa. Y de locos: en el muñón que quedó de su pierna izquierda, justo en el hueso, quedó clavado un diente pequeño del gigantesco animal. Maisah lo tomó como un símbolo de oportunidad. No podía explicarlo, pero tener cerca ese diente le daba seguridad. Serenidad. Incluso lloró cuando lo perdió en una pelea contra una tribu rival muchos años después, casi anciano. Pero siendo joven, luego del ataque brutal del escualo, formó pareja con la mujer sobreviviente y tuvieron hijos. Y estos, a su vez, hijos. Y otros descendientes, y más y más y mááááás.... Siglos y siglos de descendencia. Millones de años. Hasta hoy.
El diente se perdió en algún lugar donde se fosilizó con el correr de los años. Muchos años. Y así por los siglos de los siglos. Siglos. Millones de años.
El megalodón, por su parte, comió varios seres humanos más, pero jamás volvió a perder un diente. Tuvo descendencia, y así por los siglos de los siglos. Siglos. Millones de años. Hasta hoy.
Hace muchos, siendo joven, George Madog sintió pasión por visitar África. Había algo en ese continente que lo atrajo desde que tuvo uso de razón. Estudió todo lo que pudo acerca de Africa. Y un día, allá fue. En los primeros barcos. Y se trajo como souvenir algo que no esperaba, pero que le llamó la atención. En un sitio, alguien le cambió por cigarros un diente fósil de megalodón. Le encantaba. Millones de años en un diente petrificado, colgado en su cuello. Le daba serenidad. Era lindo tener ese diente. Y volvió a su casa, en Hawaii.
Su vida en Maui transcurría tranquila hasta que un día, nadando plácidamente, es devorado por un gran tiburón blanco. Íntegro. No queda nada. Ni siquiera el colgante con el diente. Nada.
Ahonui, un muchacho hawaiano descendiente directo de Maisah, pesca al día siguiente el mismo gran tiburón blanco sin querer. Queda atrapado en su pequeño anzuelo, y dicho pescador logra sacarlo del agua. Decide devolverlo, pero la fuerza no le alcanza. Y el tiburón muere.
La gente, curiosa, comienza a acercarse. Un pescador anciano aconseja cómo cortar en trozos al animal para alimentar a mucha gente. Tamaña sorpresa se llevan todos cuando al abrir su estómago encuentran una persona comida íntegra. Muy dañada. Y con un amuleto, o algo parecido, en su cuello. Como premio, el viejo pescador le da el collar a Ahonui. Lo lava antes, pero no le dice de dónde proviene para evitar impresionarlo.
Por supuesto nadie podrá saber que ese gran tiburón no es otro que un descendiente directo del dueño original del diente, aquel gran megalodón del comienzo de la historia..
Ahonui va entonces con su diente de piedra de tiburón por la vida. El amuleto, que recibió de manos de aquel viejo pescador al que regaló su presa le da una extraña sensación de tranquilidad. De protección. Y se lo entrega a su hijo, que lo usa durante toda su vida. Lo pierde un día en el mar, en una tormenta que casi lo hace zozobrar en Colombia. Lo siente enormemente. Y lo encuentra unos años más tarde un joven buceando, mientras busca doblones de oro del galeón San José. Lo lleva contento en su cuello; le da cierta sensación loca de tranquilidad. Hasta que se lo roban. Pelea de bar, y pierde mucho más que la pelea. También pierde su diente de piedra, que finalmente, tres años más tarde, es encontrado por un niño al costado de la ruta, cerca de Cartagena de Indias.
El niño lo pone a la venta en su puesto de collares en la calle.
Una bella mujer pasa un día por el puesto, y ve ese diente entre cosas que nada tienen que ver con eso. Hay otros dientes de tiburón, pero el niño está convencido de que ese, justo ese, es de la misma prehistoria. La mujer, crédula, paga un buen dinero por el souvenir, y una semana más tarde vuelve a su país.
Jorge jamás sabrá que es descendiente directo de Maisah. Nadie en absoluto sabe su linaje tan lejos en el tiempo. Además.. ¡para qué!
Recibe de su mujer el regalo más extraordinario que jamás haya recibido. Un diente de tiburón, convertido en piedra. Se lo pone en el cuello, y lo lleva con el hasta el fin de sus días. La muerte lo sorprende en Sudáfrica. Había pedido ser enterrado en algún lugar bello con su amuleto, y su deseo se cumple. Su anciana mujer lo despide con una sonrisa. Lo entierran cerca del mar, en el Irish Graveyard Cementery. Cavan una tumba de dos metros treinta de profundidad. Justo 60 centímetros por encima de los restos fosilizados de un enorme megalodón de 19 metros en perfecto estado de conservación, jamás descubierto, y al que solo le falta un diente.
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