Puede que no vivamos para escapar de la muerte sino del olvido. Resulta inútil: perderemos ambas misiones. Lo que resta –y esta sí es una tarea mayúscula– es demorar la derrota, extender la batalla. Al fin, permanecer: en esta vida, en la memoria. En eso estamos.
Nacida el 11 de diciembre de 1930 en Gualeguay, Entre Ríos, Nelly Beatriz Bonnet falleció este miércoles 19 de febrero en Buenos Aires, en el geriátrico donde pasó sus últimos años, jaqueada por el Alzheimer y la demencia senil. Y también por la impotencia: había sido victima de una estafa que la llevó a perder su hogar.
Tenía 89 años. Hija de una mujer soltera, sorteó el estigma de la mayoría portando con orgullo el apellido materno que se negó a modificar. En cambio, cuando inició su carrera artística, prescindió de su nombre de pila: “El BB, mis iniciales, sonaba muy bien”, contó alguna vez Beatriz Bonnet.
Pero este 21 de febrero alguien –desatento, irrespetuoso, desinteresado– modificó su nombre. En el coche fúnebre que portó sus restos al Panteón de Actores del Cementerio de la Chacarita, Beatriz se escribió Beatris, así, con s final. Nadie lo corrigió porque no hubo nadie que se percatara. Y eso no sucedió –simplemente– porque en la apacible tarde de este viernes soleado nadie estuvo.
El coche fúnebre que portó los restos de esta actriz que hizo reír a varias generaciones se trasladó en soledad. Sin coronas de flores para quien tantos ramos recibió al final de cada función. Sin aplausos para quien supo sembrarlos desde un escenario, y cosecharlos debajo, con seis Martín Fierro y dos Konex, entre otros premios. Sin lágrimas para quien también logró conmover con su arte.
Ni siquiera hubo misa de responso. Faltaron las manos queridas que portaran el cajón. Apenas se divisaron algunos cholulos. También un puñado de curiosos que, buscando algo de distracción ante su propio dolor, se asomaban desde entierros cercanos. El fotógrafo de este sitio periodístico, un móvil de televisión; nadie más. No concurrieron colegas. “¡Qué bochorno!”, podría haber mencionado alguien, parafraseando a su inolvidable Beatriz Sanguedolce de Mesa de Noticias, el genial ciclo humorístico de Juan Carlos Mesa. Si lo dijeron, habrían equivocado la palabra. No, no... Más bien, qué tristeza.
A la distancia, haciendo temporada teatral en Mar del Plata, Carmen Barbieri confesó estar invadida por ese sentimiento de desolación, al notar la rotunda ausencia del ambiente artístico en la despedida de una integrante que había logrado elevar la vara de la excelencia. En un medio donde a menudo la preparación también se ausenta, Bonnet era cantante lírica. El maestro Mariano Mores, allá por 1956, fue de los primeros en descubrir su talento.
Se había casado a los 15 años. La unión duró unos pocos meses. “Él me exigía como mujer, y yo era una nena....”, lamentó en una entrevista, pero –una vez más– escapó con el humor: “...Así que me mandó para mi casa”. No volvió a reincidir en el matrimonio. Tampoco tuvo hijos. Vivía sola en el departamento de Buenos Aires que le quitaron por esa maldita estafa, y que obligó su traslado al hogar. Allí recibía pocas visitas. Su escasa familia residía en la Entre Ríos que la había visto nacer.
Viejos compañeros –ya sea del teatro como del cine y la televisión– recuerdan su espíritu alegre. Y esa responsabilidad propia de otra época, que rebasaba la puntualidad: llegaba a los ensayos más temprano que nadie, dejaba el teatro cuando ya todos se habían ido.
Si la vida fue injusta con Beatriz, todavía más lo fue la muerte.
Nadie debería partir en soledad. Una artista de la talla de Bonnet, aún menos.
Pero su talento extenderá la batalla contra el olvido, demorando la derrota. Porque las actrices como ella perduran en la memoria colectiva.
Y así, desde estas líneas se le agradece la risa, se le deja una flor, se la aplaude de pie...
Hasta siempre, Beatriz.
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