Los cuentos de Facundo Arana: “Del 1 al 10″, o qué sucede después de la muerte

En esta segunda entrega de sus relatos el actor nos sumerge en un terreno donde el dolor por la partida de un ser amado se enreda con un pasado con heridas abiertas, y mucho por saber

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Facundo Arana (Foto: Mario Sar)
Facundo Arana (Foto: Mario Sar)

—Me duele.

—¿Cuánto? Del uno al diez.

—Mucho más que diez...

El silencio se hizo un hilo en sus miradas, que ninguno desvió. Ahora sí supieron que ahí estaban.

—Poneme... Dale.

—Te voy a extrañar un montón.

—Yo no. Yo voy a estar todo el tiempo al lado tuyo.

Se sonríen. Ella deja su sonrisa helada, mucho antes de empezar a respirar pesadamente. Muere en calma, ni bien el dolor afloja por la morfina. Siempre supo que no iba a querer morir con dolor.

Así arranca la historia.

Bueno, no. En realidad, al día siguiente.

En el cementerio. Todos saben cómo es. Vamos llegando todos, dejás el auto donde podés. Estás consternado, y te desorienta encontrarte con gente de toda la vida que hace tanto que no ves. Esa desorientación de la que nadie habla. Algún olor ajeno, que siempre viene de lejos y que no te importa. Lo acompañás con respeto y silencio.

Acá sí empieza.

Frente al pozo ya cavado, rodeado por esa alfombra verde irregular. Con gente que sabe bajar cajones en ese espacio, con cuidado. Sin mirar a nadie. Y si cruzan mirada, es de resignación compartida. Uno jamás los ve como enemigos. El cajón baja, las cuerdas suben, caen flores y tierra en puñados, y luego tapan el pozo con la misma alfombra. La gente comienza a irse.

Se van todos. Incluso él. Rodeado por dos amigos y la mujer de uno de ellos.

Cuánta gente había... Cuán querida era ella... Qué lindo.

Me quedé sentado cerca. No demasiado, a unos diez metros del pozo. A lo lejos veo otros entierros que se llevan a cabo. Dos entierros.

Me quedo ahí, pensando en ella. En nuestra historia. Hacía tanto que no la veía. ¿Cuánto? ¿Diez años?

En eso estoy cuando el viento empieza a sentirse muy leve, extraño. Cierto cambio en la temperatura, casi imperceptible. Y puedo jurar que ella misma está sentada junto a mí, en el banco. Ella.

Me estremezco. Me agarra un espanto tremendo, que de tan tremendo, no permite que mueva un solo músculo. Me quedo inmóvil. Casi 640 músculos de todo mi cuerpo tensos e inmóviles. Y como siempre con el espanto, segundos después de esperar que ocurra algo sobrenatural que no sucede, se calma. Calmado y todo, siento que ella está sentada a mi lado.

Actúo normalmente. Me quedo mirando hacia el suelo, inclinado, con mis manos cruzadas, mis codos apoyados sobre mis rodillas. Como estaba cuando todo ocurrió. “¿Por qué no te fuiste con él?”, pregunto, hablando solo. ¿Viste cuando hablás a solas, con nadie, en tu casa o en el auto? Bueno, así.

Por supuesto, no espero respuesta.

”Fue mi primer impulso”. Pego un salto con un aullido demencial que no hace sonido alguno. Ese es el peor aullido posible. El corazón hace un esfuerzo sobrehumano para no explotar de terror. Esa es la sensación que tengo. En realidad, estoy inmóvil, paralizado. Apenas respiro... Y sigue la voz...

“Fui hacia él, y él estaba pensando en ella” (ella es nadie, no la conozco). “Y vos te quedaste acá, pensando en mí”.

Habla con ese mismo precioso tono y cantar que tenía Tita Merello. Yo la amaba mucho por eso, entre todas las cosas por las que la amé tanto.

Naaah. No puede ser. Soy yo. Es mi imaginación. Leo mucho, escribo mucho, pienso mucho; no duermo nada... Al carajo, me estoy volviendo loco.

No me había dado cuenta de que se había nublado. Empieza a gotear. Aparecen los mismos dos hombres del pozo. Vienen con palas. Corren la alfombra y en tiempo récord cubren todo. Juntan las cosas. Uno me mira con cierta culpa. Le respondo con cara de comprender. Cabecea; le devuelvo. Quedo solo de nuevo.

Claro. Evidente. Obvio y espantoso: aparece de la nada entre las tumbas un gato negro. Me mira, el gato. Se sienta allá, a unos metros, junto a un árbol. Sigue goteando. Dudo. Me estremezco. Me decido.

—¿Sos vos?—, pregunto convencido. Profundo. Respetuoso. Sobrenatural.

—¿Quién? ¿El gato? ¡¿Pero vos sos pelotudo?!

Sí. Definitivamente me volví loco. Hace días que vengo pensando en ella y ahora me invento una conversación. De todos modos lo que dijo me sacó una sonrisa franca. Claro, me lo inventé yo.

Ese miedo feo a no ver más a alguien, por más que no la hayas visto en años, y haberla querido tanto tanto, hace que me invente una charla.

Sigo con la pregunta obvia. “Dame una prueba de que estás acá y no es imaginación mía”. Por supuesto: ya no me estoy tomando en serio. Soy bastante pragmático y no soy miedoso.

—Mirá la torre del crematorio a tu derecha, allá lejos.

Miro a la derecha. No había notado que hay una chimenea enorme allá lejos.

—Ya la vi.

—Tapate los oídos que le va a caer un rayo.

Soy genial. Vi algo en lo que no había reparado y ahora, hablando solo conmigo, le doy entidad.

El rayo me sienta de culo en el piso. Inmenso. Espantoso. Gordo. Me quedo tirado boca arriba, aturdido, mientras el eco del trueno enorme que le sigue retumba en mi cabeza, como el silencio de su voz.

Me levanto, salgo corriendo a toda velocidad hasta el auto. Me subo. Me quito la campera. Estoy absolutamente muerto de espanto. Arranco y me voy. Llueve a cántaros. Salgo del cementerio y todo es normal. El tránsito. Agarro Jorge Newbery hasta un bar en el que paro en Palermo. Encuentro lugar. Estaciono. Me siento en una mesa. Cada vez llueve más fuerte.

Pienso en lo que acaba de pasar. Es imposible.

Sí se que de todas las personas que estaban ahí, en el cementerio, ella me tenía un cariño especial. Pero lo que ocurrió se lleva todo razonamiento posible por delante.

—Yo tampoco entiendo.

¡Pego otro salto! La moza que traía mi pedido casi muere del susto por mi espasmo de sorpresa y control inmediato. El café casi se vuelca sobre la bandeja.

Claro, la moza se asustó como yo.

Afuera, un hombre con un paraguas que caminaba cerca de la ventana se espanta por mi movimiento. Y su salto hace salir corriendo a un gato que se refugiaba en un hueco, junto a su paso. El gato corre asustado y cruza la calle. Es arrollado por el colectivo 93, cuyo chofer no repara en lo que acaba de ocurrir. Una catarata de sustos que provoca la muerte de un gato que dormitaba plácidamente escuchando la lluvia.

—Disculpe, ¿está bien?

—Sí, gracias...

—Le traigo otro café.

—No, dame ese. Disculpá.

Me deja el café y se va.

¡Plac! Se corta la luz.

Acabáramos.

Me quedo muy quieto mirando hacia afuera por la ventana. La voz que me habla está callada, como si supiera que todavía necesito unos segundos. En la calle hay un gato acostado. Mueve la punta de la cola dos veces. Y una más. Y queda quieto. Como muerto. Parece negro.

Respiro profundo un par de veces y trato de calmarme.

—¿Escuchás lo que pienso?—, pregunto, en un tono de voz apenas audible. Mientras tanto me pongo los auriculares del teléfono para que no me tomen por loco. Solo falta que me vean hablando con nadie.

—¿Te fuiste?

—No, estoy acá.

—¿Qué pasó?

—No tengo idea. De golpe estaba como en un sueño, viendo mi propio entierro.

—¿Veías..?

—Sí.

Miren, ya les dije que soy un tipo pragmático. Y no hay razón alguna para inventar nada de lo que estoy contando. Mi siguiente pregunta fue cómo era posible que estuviera acá, si estaba muerta. Y cómo carajo podía ser que yo escuchara su voz dentro de mi cabeza. Y que tuviera la certeza tan profunda de que no era mi propio pensamiento. Y ni hablemos del evento del rayo.

—Al momento de morirme sonreímos los dos. Él y yo, mirándonos a los ojos... Eso recuerdo. Te vas apagando y encendiendo en otro lugar, al mismo tiempo. Y mientras me apagaba para encenderme plácidamente en ese otro lugar, justo antes de apagarme, vi en sus ojos algo que no me gustó. Y me quise quedar, pero ya había dejado mi cuerpo. Fue como un susto. Y el lugar adonde iba de pronto ya no estaba más. Y me quedé ahí, esperando.

—¿Esperando qué?

—Qué me vengan a buscar, que aparezca una luz... Qué sé yo, ¡algo!

De nuevo empiezo a pensar que es mi propia imaginación. Pero lo del rayo...

—Ni yo entiendo lo del rayo. No siento otra cosa más que una conmoción profunda. Tengo paz. Estoy conmovedoramente feliz y en paz. Y todo va a estar bien, y jamás había estado tan tranquila y en paz.

—...

—El tiempo pasó rapidísimo y de pronto estaba en el cementerio viendo mi entierro. Podía ver lo que todos pensaban. No con palabras, sino así, como piensa uno. Igual. Vi la tristeza genuina en el alma de mi papá, la llegada de Hernán, mi novio. Y de nuevo pasó rápido el tiempo, y de golpe todos se estaban yendo, y fui rápido tras él y me encontré con su pensamiento. Y supe que aunque estaba triste, pensaba en otra mujer. Y no me importó como me hubiera importado. Y eso me dejó perpleja. Y vi que estabas sentado ahí, y que pensabas en mí. Lo que pensabas me dio felicidad.

Me voy a volver loco. Le pongo edulcorante al café y miro por la ventana. Al gato lo deben haber pisado porque el agua que cae hizo un manchón de sangre a su alrededor. Pasa otro 93 y corro la vista hacia mi café justo cuando está por suceder lo que por supuesto ocurre. El conductor no debe haberlo visto...

—¿Y por qué estás acá, conmigo?—. Empiezo a tranquilizarme hablando con Sara. ¡Nos amamos tanto hace tantos años! Más de veinte. Me asusta de nuevo con su voz, que otra vez responde mi pensamiento.

—Me puedo dar cuenta de cosas que antes eran imposibles. No podía verlas.

—...

—Te siento triste.

—Claro. Estoy triste. Bueno, estaba triste por tu muerte. Ahora no sé cómo estoy. Estoy hablando con vos, que estás muerta. Y no sé siquiera si estás muerta... No sé si ir a internarme a un psiquiátrico, pedir un whisky o tomarme un Valium. O hacer todo eso, en ese orden.

—No soy nada. Pero no sé por qué no voy adonde se supone que tengo que ir.

—¿Hay otros como vos por acá?—, ya me sale el policía de adentro.

—No. Nada de nada. Solo una paz increíble...

Pago la cuenta y me voy a casa. Tampoco hay luz.

—¿Estás conmigo acá?

—Sí.

—¿No te da curiosidad ir a ver que está pasando con él?

—Sé donde está y no hay nada más para hablar sobre él.

Vivo solo desde que me dejaron hace tiempo. Vica no quiso saber nada más con mi trabajo y no le resultaba divertido cumplir los 40 con un cana que le prometió mucho más de lo que le pudo dar. Me hago cargo. Ahora, soy un poli hablando con una muerta a la que amé mucho de chico. Mi primer gran amor. La primera vez en mi vida que dormí junto a una mujer, fue con ella.

—Me gusta sentirte pensar.

Me voy a tener que acostumbrar a no asustarme cuando me habla.

—¿Te vas a quedar conmigo?

—No lo sé. No entiendo nada de lo que está pasando, y a la vez tengo la sensación de saber todo.

—Doscientos veintiocho mil seiscientos ochenta y cuatro coma cinco, más ochocientos, dividido doscientos sesenta y ocho, por siete dividido, nueve mas cero coma uno?— ese humor que creemos ácido y cínico, y es inofensivamente imbécil.

—Tené cuidado.

—Sí, perdón. Es que no se ni qué decirte, ni... Me hice el gracioso, perdón. Tuvimos tanta confianza con vos, y tengo tanta confusión que...

—Esa cuenta da casi justo un número que jamás debe ser nombrado por casualidad. Y ni siquiera entiendo por qué, pero tené cuidado. Hay reglas.

—...

—Mi cuerpo está muerto. No estoy más en él. Quedé en una grieta ínfima que hay entre dos sitios, y ahora estoy acá, con vos. Y me siento plena. Estoy conmovedoramente feliz, sabia. Pero hay que ver cómo voy adonde tengo que ir.

—Acabáramos. Ni siquiera voy a saber jamás cuál es ese número que dije sin pensar. Necesito entender mejor.

—Imaginá a un trapecista saltando de un trapecio a otro. En el segundo que está en el aire entre los dos, a punto de agarrar el siguiente, y ya habiendo soltado el anterior, decide volverse porque algo no le cerró. Pero el trapecio en que venía ya se fue. Y el siguiente también...

—Entonces el trapecista cae sobre la red que hay abajo.

—Más bien el tiempo se detuvo justo ahí. Y los trapecios desaparecen. Y el circo también desaparece. Desaparece todo. Y el trapecista queda flotando en ese lugar. Ese lugar que hay cuando no hay nada.

—Me hice policía. Me dejaron hace dos años, o dos y medio. Yo también soy un trapecista.

Sara y yo nos miramos un día a los ojos y decidimos que nos habíamos encontrado y nos íbamos a amar para siempre. Estando juntos, el tiempo se detenía y todo era fuego y pasión descomunal. Pasión pura, animal, tremenda. Para siempre es poco tiempo cuando el amor es verdadero. Y el amor que nos teníamos era demasiado. Para siempre.

Yo era chico, varios años menor que ella. Y con el tiempo, esa perra diferencia de edad, y cada vez más juntos. Bueno. Me dejó por cosas que jamás entendí ni ella tampoco, y que terminé olvidando. Pero habíamos quedado así, ligados para siempre.

Desesperado, despechado, me fui de viaje lejos. Lejos es lejos. A Oriente. Y no quise volver por mucho tiempo. Pasé por Asia, toda Europa; viví cuanta vida pudiera. Tuve varios trabajos hasta que con los años me cansé, y volví. No me dejé ver. Empecé de cero. Y joven todavía, me hice policía. Directo. Contador de aventuras insólitas, todas ellas ciertas, a chicos que no habían salido nunca de Lomas. Conocí a Vica, y ahí fuimos. Y fuimos, y fuiiiimos. Y se fue. Ya expliqué el porqué. Y de la poli me echaron. Un caso no resuelto, y el responsable de no resolver... afuera: yo. Listo. Y ayer me llama la vieja y me dice que en el diario está el aviso de su muerte. Se me rompe el corazón. No como hubiera creído, por el tiempo que hacía que no la veía. Pero con un dolor profundo, lejos, en el fondo del pecho...

Fui al entierro. Vi cómo llegaba un montón de gente. Ella era muy querida. Algunos me reconocen, a mí no me importa. Me saludan de compromiso, respondo igual. Y vicio de poli: cuando miro, veo. Veo gente que mientras se acerca le mira el culo a otra gente, otros que se ríen y después se recomponen y ponen cara de tristeza. Otros se miran en los reflejos de los autos y se arreglan el pelo. Otros mascan chicle o fuman. Alguno bosteza. Algunos actúan dolor, otros no saben manifestarlo y se ponen imbéciles.Todos con anteojos negros. Y otros pocos... van al entierro de un ser querido.

Ahí quedo sentado, a unos metros mirando, todo. El cura habla, la gente reza, todos en silencio. El cura termina, se quedan algunos, luego se van todos, y llegamos a cuando arrancamos. Acá estamos.

—¿Terminaste?

—¿Lo pensé yo o me estás hablando vos?

—...

—Sí, terminé... En todos los lugares adonde fui para escaparme de vos, vos llegabas antes. Cuando llegaba, tu recuerdo me estaba esperando...

—Qué lindo. Es cierto. Siempre estaba pensando en vos. Qué lindo que lo sintieras...

Claro. La muerta me habla de puro amor, como sienten los espíritus, y yo sufría como una rata...

—...

—Puedo sentir la inmensa compasión de su silencio.. Me meto los reproches donde los hombres nos metemos las palabras no dichas.

—...

Su compasión y fragilidad me llaman a silencio. A seriedad, a respeto, a comunión.

—Y... en este estado de paz y felicidad que tenés ahora...

—...

—Dijiste que te sentías sabia...

—...

—¿Hay algo que yo pueda hacer para llevarte adonde tenés que ir?

Pasa el tiempo. Afuera sigue lloviendo bien fuerte. No me contesta, pero yo sé que está acá. Conmigo. Claro, ya no soy aquel chico. Hoy soy un hombre que recorrió bastante. Qué cosa: en estos días había pensado en la posibilidad de morirme. ¡Morir!

Claro que hay algo que puedo hacer. Puedo morir. Asegurarnos de estar juntos cuando ocurra. Agarrarla a la pasada desde mi pasamanos, tomarla a ella, y tomar el pasamanos siguiente. Y llevarla adonde carajo sea que se va uno cuando muere.

Se me ocurren tantas preguntas...

—Decila.

—¡Carajo! Me asusté otra vez. ¿No la escuchás si la estoy pensando?

—Decila. Decir es firmar lo que se piensa. Si querés hacer una pregunta, decila.

—...

—¿Entonces hay algo después de la muerte?

—No es eso lo que querías preguntar. Preguntá bien.

—Uh, carajo...

—...

—¿Te puedo ayudar a ir adonde tenés que ir... si me muero?

—No.

—¿Por qué?

—Sería imposible que lo entendieras.

—...

—Ya desde acá, en este lugar raro en el que me tocó quedar, la eternidad se vislumbra perfecta, pero no como algo perfecto que vos puedas imaginar.

—Explicate mejor. No entiendo.

—Mirá las estrellas.

—No puedo. Hay nubes.

—...

—Mi amada difunta es cínica. Bueno.

—¿Me explicás?

—Mi papá, en este preciso instante, está mirando fotos de cuando yo era chica. Piensa con todo su corazón que la razón por la que llueve es porque Dios está triste y llora por mi muerte.

—¿Por qué no vas y le hablás?

—Hay reglas. No se puede.

—¿Y conmigo se puede?

—No se qué pasó con vos.

—¿Y lo de ser sabia?

—El culpable era el que vos sabías. El que reía de nervios.

Se me congela la sangre.

—Hummmm... Creo que nuestro poli y Sara deberían contar más que hasta diez.

El culpable del que Sara habla es ese mismo por el que me echaron de la fuerza. Lo sabía. Todo el tiempo lo supe. Y sin embargo, no pude encontrar prueba alguna. Nada. Solo mi intuición. Verlo reír tranquilo y notar la mentira en mucho menos de un segundo. Muchísimo menos. Algo en un mohín al hacer silencio. Pero no había evidencia alguna. Nada de nada. No se encontró nunca. Y era un caso muy importante. A él lo mataron unos meses después. Y entonces todos me miraron a mí, y la cadena de importancia hasta ahí llegaba. No me mataron. Claro. Yo no iba a morir para no despertar suspicacias. Pero me echaron. Y así.

Y Sara ahora me cuenta que sí, que aquel de la risa era el culpable. Soy un buen trapecista. Qué tranquilidad. Gracias, Sara.

—De nada.

Carajo.

—Sara...

—...

—Quiero acostarme a dormir. Necesito dormir, me siento algo confundido. Cansado.

Me acuesto. Debo estar desesperadamente cansado porque me duermo antes de llegar a contar hasta...

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Sara queda a su lado. La primera vez que él durmió con una mujer fue con ella. Y ahora esta paz tan sobrecogedora, tan sutil. Preciosa. La cara de su amigo al dormir denota agotamiento extremo. Se cansó de vivir desesperado. De no parecerlo. De mendigar paz silenciosamente.

Y qué curioso. Preguntarle a un difunto si, muriendo, puede ayudar. Saber que la cuenta termina en diez y no poder contárselo por las reglas que existen allí. Y aún entonces él insiste en ayudar, incluso muriendo.

Afuera llueve a cántaros. Hay truenos. Fuertes. Pocas veces escuché desde adentro de mi casa semejante tormenta.

El comentario de Sara en mi cabeza me dejó más confundido. Hace rato que lo único que ronda en mi cabeza es el nombre de aquel hombre, culpable de tanto, capaz de tanto. Lo tuve listo, frente a mí, mirando toda su culpabilidad en su risa nerviosa, casi una carcajada patética cuando se vio atrapado. Yo lo supe culpable, y sin embargo, su enorme astucia lo ayudó a hacerme quedar con las manos vacías. Ahora, muerto, está libre. Y yo afuera. No logré encontrar una sola evidencia para probar lo que él hizo.

La cabeza galopa muy fuerte cuando las ideas se juntan y toman velocidad. Me despierto como siempre, como cada noche: agitado.

Entiendo que el relato puede ponerse confuso ahora, así que voy a pasar directo a los hechos. Hablamos con Sara sobre el caso, lo sabe todo. Hasta lo que siento. Describe mi pensamiento de los últimos meses y me dice incluso dónde está la prueba. Se me hace evidente lo antes imposible.

No espero ni siquiera a mi pensamiento.

Salgo corriendo bajo la lluvia torrencial. Empapado subo al auto, y la voz de Sara se me hace ahora difusa, como gangosa y con eco. Espantosa. Demencial. En la calle, claro, no hay nadie.

Llego al cementerio. El mismo de ayer. Salto la verja enorme. Me duele todo el cuerpo. Empiezo a caminar desesperado y decidido por el predio. Los relámpagos suenan muy fuerte. Debo parecer un espantoso espectro caminando decidido hacia adelante. Desesperado. Necesito encontrarlo. Lo intuyo cerca.

Llego al sector de los nichos. De todos, es el que luce muy abandonado. Cae agua por todos lados. Algunos están abiertos, con cajones herrumbados y llenos de polvo y tierra. Veo tantas ratas como gatos por todos lados en una danza dantesca. El ruido de la lluvia torrencial tapa absolutamente todo, incluso la voz desesperada de Sara en mi cabeza, que en la enajenación se volvió sorda. Sórdida y sorda.

Veo la tapa de la tumba. Ese nicho. La voz de Sara es ahora un aullido inaudible en todo mi ser, que duele, lacera. Con fuerza de enajenado, arranco la tapa mal cerrada. Como puedo quito del nicho el cajón extrañamente liviano. Tengo la fuerza sobrehumana de la desesperación. Busco cualquier cosa que sirva de barreta para poder abrirlo. Todo me resulta simple. Su voz ahora se envuelve en todo mi cuerpo en un baile de gritos y terror imposibles. Me estalla la cabeza de dolor.

Y entonces abro la tapa del cajón y un relámpago ilumina la escena. Disparado por fuerzas demoníacas para ver en su interior. Lo que veo dentro será titular de los diarios de mañana. Será uno de aquellos cuentos de espanto que rodean algunas historias de cementerios para el infarto.

Uh...

Lo noto de a poco. Un dolor de cosquilleo en mi brazo que enciende el consiguiente dolor en mi pecho, que arranca sordo para crecer como un rayo y se convierte en un puntazo que me tumba con la boca abierta y me deja sin aire, y de pronto todo empieza a apagarse. La catarata de pensamientos de todo tipo. La tranquilidad que le va ganando sin pausa a la excitación. La voz de Sara que comienza a hacerse audible.

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El misterio que acabo de develar me tiene extrañamente sin cuidado. Ni siquiera me molesta entender tan rápido mi muerte inminente. Todo va a estar bien..

Dejo de respirar y empiezo a sentir esa calma de la que Sara me habló tanto.

Siento que su mano toma la mía. Es increíble. Solo paz. Conmovedora. Sencilla. Inacabable.

Su voz tal como la recuerdo. Y empiezo a sentir aquello de apagarse mientras te encendés en otro lugar. Es equilibrio perfecto.

De pronto soy muy sabio. Acabo de pasar ese momento ínfimo y crítico, el espacio entre los dos sitios. Sara sigue de mi mano. Comprendo de inmediato todas las reglas. Menos mal que la cuenta no dio exacta.. Pasamos de largo directo a aquel lugar. Nadie había llegado jamás acompañado. Nadie había llevado a...

Los diarios de todo el mundo se hicieron eco del descubrimiento más tremendo de la historia. El macabro, inaudito descubrimiento de un policía que modificó un fallo ya que bla bla bla. Sé que no te importa nada ésta parte de la historia.

Contar y describir el lugar adonde fueron de la mano ellos dos sería preciso y precioso. Revelador.

Pero hay reglas.

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