Pocas veces el cine comercial ha tomado la acción de la Primera Guerra Mundial para desarrollar una historia de estas proporciones. Sam Mendes, el realizador de gemas del séptimo arte moderno como Belleza americana o Camino a la perdición, aprovecha aquel escenario casi inexplorado en la ficción para contar en 1917 la travesía de dos soldados británicos, los cabos Schofield (George MacKay) y Blake (Dean-Charles Chapman) que deben cumplir con una misión de tinte suicida: entregar un mensaje urgente y decisivo al coronel MacKenzie (Benedict Cumberbatch). Para realizar esta tarea deberán abandonar la trinchera a plena luz del día y avanzar por el campo francés ocupado por los alemanes. Si no llegan a tiempo, 1.600 soldados perderán la vida.
Tras consagrarse como mejor película en los premios BAFTA y Globos de Oro, inevitablemente 1917 se perfila como la gran candidata a quedarse con la estatuilla más importante de los premios Oscar este domingo. Además, está nominada en otras nueve categorías: director, fotografía, maquillaje y peinado, diseño de producción guión original, mezcla de sonido, edición de sonido, efectos especiales y banda sonora.
La película tiene una potencia visual única, un manejo narrativo de los espacios físicos que es fascinante (tiene pocos diálogos y el uso del silencio dramático es por momentos notable) y, más allá de algunos reparos sobre el tema que se especificarán más adelante, es irreprochable desde ese punto de vista. Ahora bien. A más de cien años de esa guerra y también con un siglo encima de películas bélicas, ¿qué es lo que tiene para aportar 1917 además de su virtuosismo técnico? Poco, muy poco. Sus dos personajes principales son diseñados con mínimos elementos y no es mucho lo que el espectador puede involucrarse en la película desde un punto de vista, por decirlo de alguna manera, humano.
1917 es, dramáticamente hablando, una película un tanto conservadora o tradicional en cuanto a sus personajes. Apenas los define un par de conceptos básicos (sacrificio, heroísmo, responsabilidad, solidaridad, entrega), pero nunca se sabe verdaderamente quiénes son. Es una película bélica que no tiene mucho para decir más que lo que ya se sabe: que la guerra es cruenta y descarnada, que es algo que no debería existir pero que, de todos modos, se agradece a padres, abuelos o bisabuelos que se hayan sacrificado en esa lucha dejando, por usar una metáfora futbolística, “todo en la cancha”. No hay nada necesariamente malo en esa serie de ideas, pero Stanley Kubrick ya iba mucho más lejos en 1957, cuando dirigió La patrulla infernal, película que tiene algunos puntos en común con ésta.
La historia que narra 1917 es muy sencilla y quizás por eso se compare con un videogame bélico. En medio de la Primera Guerra Mundial, dos cabos ingleses reciben una misión de parte de un general (Colin Firth): cruzar un territorio peligroso y detener un ataque que otro pelotón británico está por hacer ante los alemanes que, supuestamente, se han replegado. El general les dice que se trata de una trampa, que los alemanes los están esperando en su nueva posición para caerles con todo, y que ellos tienen que informar y así evitar esa masacre. Sin medio de comunicación alguno más que darles una carta en papel, a los dos cabos no les queda otra que mandarse en esa misión casi suicida a través de una peligrosa “tierra de nadie” y en el menor tiempo posible. Blake (Dean-Charles Chapman) tiene a su hermano en esa otra división y es el más apurado. Su amigo Schofield (George MacKay), en cambio, parece estar pensando para qué se metió en esto.
La película narra ese recorrido. Y ahí vuelve la idea del videogame. Lo que sigue es una serie de obstáculos -explosiones inesperadas, aguas peligrosas, cadáveres por todas partes, bombardeos enemigos, aviones que sobrevuelan todo el tiempo, ratas de gran tamaño y trincheras, más y más trincheras- que los dos amigos deben recorrer, atravesar y superar para llegar al siguiente nivel. Uno no puede evitar la sensación de estar viendo algo parecido a las misiones de ese tipo de juegos, ya que también suelen estar organizadas a partir de las dos particularidades que distinguen a la película de Mendes: el plano secuencia y el punto de vista subjetivo.
El gran llamado de atención del filme es que, aparentemente, está narrado en un solo plano continuo a lo largo de sus dos horas de metraje. Es obvio que no es así -hay cortes escondidos y otros que, digitalmente, hoy son muy manipulables-, pero es esa la sensación, la respiración que la película busca transmitir. Si bien no utiliza necesariamente el concepto de tiempo real se mete en el cuerpo de estos dos cabos esquivando balas, cadáveres, ratas y explosiones. El punto de vista no es estrictamente subjetivo tampoco: los personajes son parte de la diégesis del film, aún cuando se experimenta lo que sucede desde su punto de vista. Y, en ese sentido, la película es impactante. No se puede más que aplaudir la ingeniería de su construcción formal, lo aceitado del trabajo de equipo que permite la notable fluidez de la película, empezando por el extraordinario director de fotografía Roger Deakins, casi un segundo realizador de 1917.
A veces, es cierto, la magnificencia del “aparato” puede volverse un problema dramático. El espectador se queda más tiempo mirando los movimientos de cámara, la coreografía de cuerpos, aviones, elementos naturales y acciones que involucrándose de lleno en lo que sucede. En ese sentido, al no ser demasiado complicado lo que hay para contar, tampoco es que se pierde mucho. De hecho, da la impresión de que la trama es tan simple y discreta, más que nada, para que no se distraiga la atención de la proeza técnica, lo cual es exactamente lo contrario a lo que se enseña en los manuales. La intención de Mendes es la de relatar la guerra como experiencia sensorial, pero es inevitable por momentos sentir que la trama en sí está pensada en función del lucimiento de su parafernalia técnica.
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