Treinta y cinco años atrás, durante la mañana del 6 de febrero de 1985, Argentina se revolucionó. Los noticieros de televisión y los programas de radio sólo hablaban de una cosa. En la calle se instaló, de pronto, un aire triunfalista, como el que despide un partido ganado por la Selección de fútbol en alguna ocasión especial. Camila, la película de María Luisa Bemberg, había sido nominada al Oscar.
La noticia había tomado desprevenidos a varios. Eran muy pocos los que creían que ese melodrama de época tuviera alguna posibilidad de quedar entre las cinco finalistas. Había tenido un buen recorrido por algunos festivales internacionales, pero tampoco era que había cosechado demasiados premios ni unánimes críticas.
La nominación fue tomado como algo propio, como algo personal por los argentinos. Por un lado por el chauvinismo rampante, por una nueva ocasión para demostrarle al mundo que éramos los mejores, por la “futbolización” de esos logros; por el otro, porque la gran mayoría se sentía parte: la película había sido un masivo éxito de taquilla y más de dos millones y medio de personas se habían conmovido con esa historia de amor.
Pero la película, además de sus logros propios, participó del clima de época, se benefició de él. Como si estuviera predestinada desde el inicio, su gestación se entreveró con fechas muy significativas de los estertores de la Dictadura Militar y de la nueva etapa democrática.
El 1 de abril de 1982, María Luisa Bemberg estrenó su segunda película, Señora de nadie. Luego de la función especial en la que estuvieron los actores, el equipo técnico, invitados especiales y la prensa, parte del equipo fue a cenar a El Tropezón. La directora y Lita Stantic, su productora, se quedaron charlando hasta tarde. Hacían tiempo para esperar la salida de los diarios a la madrugada para leer las críticas del film. A eso de las cuatro de la mañana, una de las asistentes entró al restaurante con la pila de diarios. Pero muchos de ellos durarían poco tiempo, no las habituales 24 horas; en un par de horas llegaría a los kioscos la segunda edición de los principales matutinos anunciando la invasión argentina a las Islas Malvinas.
En esa larga sobremesa, ya con los diarios desplegados sobre las tazas de café, María Luisa Bemberg se quejó de que la mayoría de los críticos la acusaran de hacer películas intelectuales, frías, sin pasión. Las reseñas además destilaban incomodidad por su feminismo. Lita Stantic le dijo que su próxima película debía ser una historia de amor y hasta le propuso el tema. Tenían que filmar la historia de Camila O’Gorman.
A María Luisa Bemberg no le pareció que esa fuera una historia para ella, no creía que pudiera ingresar en ese mundo de un amor trunco y apasionado con final trágico. Sin embargo, al día siguiente empezó a investigar y a busca de qué manera encarar la historia. Unas semanas después, mientras el resto de los argentinos colgaba banderas en los balcones y vivaba dictadores en Plaza de Mayo, ella se había convencido que ese romance prohibido entre la chica de 19 años y el sacerdote tucumano sería el tema de su próxima película.
La siguiente fecha significativa que también concuerda con un gran evento nacional fue la del inicio del rodaje. Como un augurio, con una simetría que fuerza aún más la analogía, el rodaje comenzó el 10 de diciembre de 1983, el día de la asunción de Raúl Alfonsín. Como si esa fecha indicara el nacimiento de un nuevo país y, al mismo tiempo, de un nuevo cine.
Una de las preocupaciones del dúo Bemberg-Stantic fue encontrar a la actriz principal. Era un papel de una enorme exigencia. La actriz debía ser joven, no podía alejarse demasiado de los 19 años de la Camila original, y debía cubrir una intimidante diversidad de registros. La primera opción fue una chica que habían visto actuar en televisión, en esos ciclos que hacían furor en la pantalla en los que grandes actores con escenografía mínima llevaban adelante textos desafiantes que trataban problemáticas actuales en las que la pantalla chica no había incurrido hasta ese momento.
Susú Pecoraro era una de las intérpretes que descollaba en esos programas que habían ganado un prestigio inmediato. Pero la joven actriz, sin experiencia en cine, no aceptó la propuesta inicial, ni siquiera leyó el guión. Además del trabajo en TV, estaba ensayando una obra de teatro con Juan Leyrado y Ana María Picchio, entre otros. Se disculpó con Stantic y desechó la propuesta. Un tiempo después, en uno de los descansos de los ensayos teatrales, le contó el episodio a sus compañeros. Ana María Picchio le dijo que estaba loca si no aceptaba, que ese papel era el que todas las actrices argentinas anhelaban.
“Esa noche al llegar a mi casa busqué el guión y lo empecé a leer por primera vez. No lo pude soltar. Al terminar de leerlo estaba tirada en el piso llorando” contó Susú Pecoraro hace un tiempo.
La elección del actor principal es otro prodigio de casting. Un joven actor español, no demasiado conocido, al que por su acento debían doblar sí o sí en la postproducción, que enamoró a las argentinas de inmediato, un fulminante amor a primera vista. Imanol Arias fue un perfecto Padre Ladislao.
Al tiempo que Bemberg escribía, Lita Stantic solucionaba las cuestiones de producción. Buscaba locaciones, cerraba condiciones con el equipo técnico y forjaba una de las primeras coproducciones argentino españolas (de ahí la presencia de Arias). Esta coproducción, además de la ventajas económicas, tenía como fin dejar abierto el en ese entonces improbable mercado español por si por la temática hacía imposible una carrera comercial en Argentina. Stantic temía por las posibles presiones de la iglesia y de los sectores conservadores. De hecho, luego del estreno hubo alguna amenaza de bomba (un signo de esos tiempos) y la rotura de varios de los afiches publicitarios. Aunque el éxito fue tan fulminante que nada lo pudo parar.
El guión conoció muchas versiones. En los créditos figuran Bemberg, Beda Do Campo Feijó y Juan Bautista Stagnaro como los autores. Pero por divergencias de enfoques y en especial en cuanto a la estructura dramática, en las últimas versiones la directora trabajó sola.
El cine argentino ya había incurrido en el caso del amor trágico de Camila O’Gorman. Primero el cine mudo (cinta de la que no se conservan copias). Luego, a principios de la década del 50, Luis César Amadori trabajó en un guión que protagonizaría Zully Moreno, que luego desechó por sugerencia del presidente Juan Domingo Perón quien adujo que prefería no tener más problemas con la iglesia y menos por una película. En 1971, José Batlle Planas dirigió El Destino, también basada en esta historia. Julia Elena Dávalos interpretó a Camila y Lautaro Murúa al sacerdote.
María Luisa Bemberg es la figura central en la historia de Camila. Hija de Otto Bemberg, dueño de Quilmes, empresario argentino, empezó en el cine cuando tenía 59 años. María Luisa no tuvo educación formal. Fue criada entre institutrices (tema de Miss Mary, su siguiente película) y educada para ser una buena madre y esposa. Era todo (solo) lo que se esperaba de ella. Respetó ese mandato un largo tiempo, postergando ideales, inquietudes, sueños e intuiciones.
A los 22 años se casó con Carlos Miguens; otra vez una fecha trascendental de la historia cruzándose con su vida personal: la boda fue el 17 de octubre de 1945. Tuvo 4 hijos y durante décadas se abocó a ellos. Les dio, en especial a las hijas, lo que a ella le había faltado: educación formal. Una se recibió de ingeniera y la otra de arquitecta. Pero eso no le alcanzaba para realizarse personalmente: “Hay que tener 4 hijos para darse cuenta que con eso solo no basta”, solía decir. Con el tiempo, una tarea improbable para la época, se separó.
Siempre había querido actuar. Cuando a los 12 años expresó esos deseos, su padre le dijo que podía hacerlo si quería pero que tenía que irse de su casa y olvidarse de que era su hija. Ya separada, se hizo cargo del Teatro del Globo. Lo remodeló y lo llevó adelante durante años. Hasta se animó a escribir una obra.
Tuvo un primer acercamiento al cine con dos guiones que fueron filmados por directores varones: Crónica de una señora de Raúl de la Torre (1970) y Triángulo para cuatro (1975) de Fernando Ayala. Pero quedó disconforme con ambas porque su visión no se había trasladado al producto final; entendió que una película era de su director. En 1980 hizo su primer film, Momentos. Señora de nadie fue el segundo. Con el tercero, con Camila, llegaría el éxito y el prestigio.
“Tengo un compromiso moral de proponer a la platea imágenes, proyectos de mujeres que no sean esas aberraciones que se suelen encontrar en el cine argentino donde los personajes femeninos son inexistentes o meros clichés. Mi propuesta es mostrar mujeres de carne y hueso, mostrarlas como son, con sus contradicciones y conflictos. Pero, fundamentalmente, mujeres que no padecen pasivamente su destino, sino que intentan cambiarlo. Y que se juegan: son audaces y honestas con sigo mismas. Son mujeres que se salen del molde”, dijo en las entrevistas del lanzamiento de la película.
Camila, la Camila de Bemberg, es una mujer que toma decisiones, que se juega por sus sentimientos, que se anima a ir contra las instituciones. No es un ser pasivo, un personaje débil que es arrastrado por la marea. Y esa osadía la debe pagar con su vida.
Es un personaje construido con valentía, contra su tiempo, adelantado a su época. El enfoque podría haber sido diferente: ella era seducida por el sacerdote, que la engañaba y la conducía al desastre. Pero Bemberg supo encontrar en el personaje algo atemporal, que expresara lo que ella pensaba sobre el lugar de la mujer en el mundo.
Analizando el film desde ese punto de vista, sorprende el éxito que tuvo en esos tiempos. Es una película abiertamente feminista, con una mirada que contradice todo el cine local hasta ese momento (ya la figura de la mujer como directora era una rareza absoluta).
María Luisa fue una de las fundadores de la pionera de la Unión Feminista Argentina a principios de los setenta.
Cuando le llegó el turno de ser directora siempre ubicó en el centro de sus películas a mujeres fuertes, decididas, no inmunes al error pero que forjaban su propio destino. Se molestaba con la pregunta recurrente de los periodistas sobre por qué sus protagonistas eran mujeres: “Siempre me sorprende cuándo me hacen esa pregunta. Y me la hacen seguido. Nunca escuché que a un director varón le pregunten por qué sus protagonistas siempre son hombres. Y eso sucede en una inmensa mayoría de los casos. Se supone que lo universal es lo masculino y que lo femenino es subalterno. Pero es igualmente universal la mujer que el hombre. Somos la mitad de la humanidad”.
Su primer corto, Mujeres de 1972 (se puede ver en las redes), es extraordinario. Es un contundente y moderno manifiesto feminista, que se aleja del panfleto con una inteligencia feroz. Es un collage de imágenes tomadas en la Feria de la Mujer de ese año, mientras de fondo se leen fragmentos de una guía “para la mujer de hoy” editada por una revista femenina y un cuento infantil.
Camila es un melodrama de época. La historia del amor prohibido entre la joven de clase alta y el religioso que escandalizó a toda la sociedad, la fuga, la detención y el fusilamiento de los enamorados. Una buena historia pero conocida. La diferencia estuvo en su tratamiento. El clima de época ayudó. Hablaba, a su modo del pasado reciente. Juan Manuel de Rosas como personaje omnipresente (a pesar de no estar en pantalla), la condena sin posibilidad de defensa, la falta de libertad, el arbitrio, la impunidad de los poderosos, la persecución, la muerte violenta.
Comienza con la llegada de la Perichona, la abuela de Camila O’Gorman. La abuela le pregunta a la nieta pequeña: “¿Te gustan las historias de amor?”. “No sé”, responde la chica.
Una de las grandes escenas de la película es cuando los protagonistas se ven por primera vez. Ella había escuchado su voz en el confesionario. Pero jugando al gallito ciego se choca con el Padre Ladislao. Así que si primero lo había escuchado, el siguiente sentido que entró en juego es el tacto.
Con los ojos vendados, Camila trata de saber quién es el hombre. Cuando se saca la venda y por primera vez se ven, las caras de ambos se transforman. Un gran momento cinematográfico que se vuelve circular: el final los encuentra otra vez con los ojos vendados pero frente al pelotón de fusilamiento.
Otro decisión diferente a la de los demás realizadores de la época es la que toma en las escenas sexuales, infaltables en el cine de la Primavera Alfonsinista. Son sólo tres. La primera, de un gran erotismo, no tiene ninguna desnudez: en medio de alucinaciones por la fiebre alta, Ladislao lleva la mano de Camila hacia sus genitales pero por sobre la ropa. La segunda es una charla alegre, ilusionada y vital en la cama, en la que lo único que se llega ver sobre el final es la cola de Imanol Arias: otra decisión feminista. Por último la escena de sexo sobre la mesa de la casa de la pareja en Corrientes.
No hay sometimiento, escenas que pretenden ser explícitas, ni poses coreográficas como en el resto de las películas argentinos de esos años. Camila es una mujer con deseo, que disfruta de una relación sexual, que goza. “Pocos films argentinos habían encontrado la forma de manifestar una pasión carnal y prácticamente ninguno había tratado ese erotismo desde el punto de vista de la mujer. El deseo de la mujer está todo el tiempo en un primer plano en el film”, escribió el crítico Santiago García.
Las escenas de confesionario, con el silencio de la iglesia (locación que fue difícil de encontrar debido a la resistencia inicial del clero local: al final consiguieron la de Pilar), con las palabras susurradas, con las caras recortadas, también constituyen excelentes momentos. “Me muero de amor, Padre”, dice Camila. “Eso no es pecado”, contesta Ladislao. O “¿Qué voy a hacer contigo, Camila?". "Lo que usted quiera, Padre”.
La actuación de Susú Pecoraro es extraordinaria. Además de su belleza natural, de esa atracción que siente la cámara por ella, impresiona su ductilidad. La ilusión de la enamorada, la desesperación por el amor que no se concreta, el amor por el final trágico. La secuencia de la cárcel y el grito contando de su embarazo todavía hoy emocionan.
Camila se estrenó en 30 salas el 17 de mayo de 1984. Parece una nimiedad en estos tiempos en que los tanques cinematográficos salen con varios centenares de copias. Sin embargo permaneció en cartel varios meses. Y con la nominación al Oscar volvió a la cartelera. La vieron más de 2 millones y medio de espectadores.
La leyenda atribuye a Lita Stantic una parte fundamental de la escena final. Ella fue la que sugirió repetir el diálogo final de la pareja en off sobre sus caras después del fusilamiento (“¿Estás ahí Ladislao?”). Dicen que convenció a Bemberg de ese agregado con una frase: “Eso va a significar un millón más de espectadores”. No le faltó razón.
Diez años antes La Tregua de Sergio Renán había estado nominada al Oscar. En ese momento parecía imposible ganar. En frente estaba Amarcord de Federico Fellini. Pero los rivales de Camila eran una película de José Luis Garcí (había ganado el año anterior con Asignatura pendiente), una israelí, un rusa y Juegos Peligrosos, una película suiza de Richard Dembo que trataba sobre las tensiones en un campeonato mundial de ajedrez en medio de la guerra fría. Esta fue la ganadora de la estatuilla. Camila pudo ser la primera película dirigida por una mujer en ganar un Oscar.
El orgullo nacional sería repuesto el año siguiente con el triunfo de La Historia Oficial.
A Los Ángeles viajaron las tres mujeres de la película. Bemberg, Lita Stantic y Pecoraro. Susú paseó pro Disneyland el día previo a la ceremonia mientras se preparaban para el gran momento.
De ese viaje conserva otro gran recuerdo. Mientras comía en un restaurante una elegante mujer se acercó a felicitarla. Le dijo que había quedado impactada por la película y por su actuación. Ella también era actriz. Cicely Tyson, se presentó. Mientras las dos mujeres hablaban un silencio profundo se instaló en el restaurante. Un hombre negro con un largo tapado de cuero que le llegaba a los tobillos, frente prominente, belleza singular y cara de pocos amigos se acercó a ellas. Susú quedó descolocada hasta que Cicely hizo las presentaciones: “Miles Davis, mi marido”. Luego de hablar unos minutos, la actriz y el trompetista se sacaron una foto.
María Luisa Bemberg siguió filmando, recuperando el tiempo perdido. Hizo Miss Mary, Yo, la peor de todas basada en un libro de Octavio Paz y De eso no se habla con Marcelo Mastroianni.
Murió a los 73 años el 7 de mayo de 1995. Cuando empezó su carrera en el cine argentino estaba sola, era rareza. Fue vista casi como un capricho tardío de millonaria. Cuando murió, 15 años después, 6 películas después, había abierto un camino definitivo. Ya no estaba sola: muchas son las cineastas que siguieron su senda. Ese es su mayor legado.
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