“La profesión, el poder ejercerla y vivir de ella, ha sido una gran tabla de salvación” dice Antonio Grimau en una charla a corazón abierto con Teleshow: “De no haber encontrado mi vocación no sé qué hubiera sido de mí, realmente. Me hubiera sentido muy desolado, y seguramente muy frustrado”, sospecha.
El protagonista de Hello Dolly perdió a sus padres a los 12 años, y comenzó a trabajar: “Se hizo cargo de mí un hermano mayor, tutor. Ahí empezó la zozobra”,recuerda el actor, que llegó a ser peón de circo en el Luna Park, entre muchos otros oficios temporales de los cuales tomó algo para sus personajes.
“Vengo de una familia humilde y no fue envidia exactamente, pero sí pensar que determinado compañero de actuación ha tenido un pasado tan distinto al mío. Con el tiempo me di cuenta que en función de la actuación tantos golpes de la vida, tanta falta de holgura en lo económico y demás, no hizo más que enriquecerme como actor. A lo mejor es un camino un poco tortuoso, pero yo lo pude rescatar”.
La formación profesional vino de la mano de Juan Carlos Gené, a quien aun hoy le agradece: “No hubo otro maestro de teatro que me diera tanto como él, y a partir de ahí abracé la profesión sintiendo claramente que era lo mío”.
—¿Es literal? ¿Te salvó la profesión?
—Sí, es terapéutico. Encontrar lo que a uno le da placer hacer, y si además podés vivir de esa vocación, es tener un enorme caudal de gratitud a la vida.
—¿Tu hermano estuvo de acuerdo en que estudiaras teatro y te dedicaras a la actuación?
—No, en un principio no. Él quería que estudiara algún tipo de profesión concreta y terrena, entonces me metí a hacer un curso de motores diésel. No llegué a cumplimentar el tercer año. Ahí le dije: “No es lo mío, el olor a nafta me hace doler la cabeza, no tengo nada que ver con esto”. Me dijo: “Bueno, trabajá, trabajá en cualquier otra cosa”. En esa época aparece un aviso en un matutino pidiendo actores en un teatro de Almagro, y a mí la actuación me venía interesando, de manera muy intuitiva. No tenía para nada claro si era algo que me gustaba todavía. Y cuando me metí en ese teatro comprobé que sí, que eso era la felicidad.
—¿Te acordás qué hiciste con tu primer sueldo importante?
—Sí, lo primero que hice fue comprarme ropa, porque cuando me convoca mi querido Hugo Moser para el primer protagónico, Pipo Mancera estaba en Sábados circulares y me llevaba. Y en el tercer programa me dijo: “Pibe, ¿venís siempre con el mismo jean y la misma camisa?”. Le digo: “Hugo, la verdad es que no tengo otra cosa”. Y juro que no estoy victimizándome; era lo que me pasaba. Me dijo: “¿Pero por qué no me lo decís?”. Me hizo un cheque y me compré ropa para el programa. Y después, cuando ya cobré mi dinero, lo primero que hice fue nutrirme de cuatro camisas sport…
—Era empezar a entender que uno es también su propia marca.
—Sí. Siempre para mí fue un oficio paralelo que me costó mucho ejercer. No sé venderme.
—Hay un sueño que tiene que ver con actuar con tus hijas.
—Sí, tanto Luciana, que es mi hija mayor, como Antonia estudian actuación, y me gustaría algún día concretar un espectáculo con ellas. Es un sueño, sí.
—¿Te gusta que sigan tus pasos?
—Si les da felicidad y es lo suyo, sí. Sí, claro.
—¿Cómo te llevás con los malos cuando te toca hacer de malo?
—Siempre me encantaron los malos. Tienen una riqueza extra que no tiene el galán, que suele ser parejo y lavado. En cambio, el malo en general pasa por situaciones mucho más dramáticas, mucho más ricas para el actor.
—Parecen los personajes más divertidos.
—Sí. Yo, por ejemplo, en uno de los tantos malos, que fue Jano Amaya en Soy gitano, me divertí muchísimo. Muchísimo.
—¿Extrañás alguno de los personajes?
—Mirá, toco madera: yo creo que la continuidad que he tenido en la profesión ha hecho que no extrañe demasiado los personajes. Pero Jano Amaya... estuve a punto de tatuarme las iniciales.
—¿En serio?
—Sí, J.A. Porque ese personaje a mí me cambió la vida. Fue el personaje que me volvió a colocar en la mirada de los jóvenes.
—¿Te acordás cuándo te gustaste como actor por primera vez?
—Sí. Cuando Alberto Ure me convocó para Invertidos, en el Teatro San Martín. El reconocimiento para mí fue una prueba de fuego. Yo era el galán de las tardes de Canal 9 y era un salto al vacío fantástico.
—Era demostrar desde otro lugar.
—Claro. Y por otro lado era un desafío enorme, porque el personaje era homosexual, y…
—En otro momento de la industria.
—Absolutamente. Un desafío enorme, era una tragedia la obra. Pero hacía mucho tiempo que yo buscaba esa oportunidad de probarme en algo más fuerte y distinto. Me dio la posibilidad de confirmarme como actor teatral, que estaba un poco demasiado alejado ya de una actividad teatral comprometida. Venía haciendo comedias fáciles en Mar del Plata, que no las desestimo. He ganado premios con este personaje, salí del ostracismo de las tardes de Canal 9. No reniego, porque alguna señora después se enoja. Dice: “Eh, usted reniega de su pasado de galán”. No, la verdad es que no. Pero lo que sí sentía es que se pasaba el tiempo y había personajes que ya no podía ni iba a poder hacer. Y nadie me convocaba, tampoco yo generaba nada. Me estaba quedando en el galán que, se sabe, tiene fecha de vencimiento.
—Fue muy importante también lo que pasó con la serie de Sandro.
—Fue otro desafío que agradezco tanto a Adrián Caetano que me haya convocado. Se me propuso un personaje enorme. Había que asumir el carisma, el talento. Me acuerdo que Caetano me decía: “Porque vos entrás, tus músicos te están esperando, inmediatamente pisás el lugar y se crea un clima mágico alrededor tuyo”. ¿Cómo generás eso? La sola presencia, que era algo que tenía Roberto Sánchez... ¿Pero cómo decir que no a esa propuesta?
—En este formato biopic, que está funcionado tanto, ¿qué político de la actualidad, más allá de lo ideológico, te parece que podría ser interesante para hacer?
—Y... (Raúl) Alfonsín, por ejemplo. Hay momentos maravillosos en la vida de Alfonsín, en la vida política e incluso en la familiar, la personal.
—Si te regalo dos horas de charla con cualquier personaje, del presente, del pasado, quien quieras, ¿con quién te gustaría?
—Eva Perón.
—¿Qué le preguntarías?
—Uh, tantas cosas. Yo recibí en mi casa de la Fundación (Eva Perón) una pelota de cuero en una bolsa de cartón marrón que me marcó. Me pareció que me habían regalado un millón de dólares.
—¿Vos eras chiquito en ese momento? ¿En qué momento de tu vida recibís esa pelota?
—8 años.
—Con tus papás todavía presentes.
—Sí. Una mañana me alcanzaron a la cama ese regalo de la Fundación. Y a partir de ahí la vida de Evita me pareció entrañable, maravillosa, y la amé profundamente. Desde la humildad de mi Lanús. Ha sido una mujer maravillosa. Tendría muchas cosas para preguntarle. Pero ante la presencia suelo quedarme mudo: no pregunto absolutamente nada y me pongo a llorar como un tonto.
—Y cuando murió Eva, ¿cómo te sentiste?
—Un dolor inconmensurable y un recuerdo muy fuerte de esos momentos.
—Y si te hago otro regalo y te dejo charlar un ratito con el que eras a tus 12 años, en ese momento difícil de los inicios de la adolescencia, empezando a ver para dónde querías ir, ¿qué le dirías a ese Antonio?
—Que apostó a la vida, y que fue más fuerte de lo que yo podría haber pensado.
—Se la bancó.
—Se la re bancó. Yo miro para atrás y hasta los 11 años, aproximadamente, fue todo bien, eramos los Campanelli, y de golpe la debacle. Fue durísimo. Para todos, no solo para mí. Lo que pasa es que mis hermanos, el que menos me llevaba ya me llevaba 10 años, y era otra edad. Pero fue muy sufrido lo que pasó para cualquiera de ellos. Yo creo que lo que me inmunizó en ese momento fue precisamente la edad, no tuve conciencia real de hasta qué punto era terrible lo que estaba pasando, perder a mis padres y a una hermana mayor en siete meses. A los 20 me cayó la moneda. Recién ahí apareció, por suerte, la necesidad de una terapia. Fue a partir de Gené, que para continuar después del segundo año nos dijo: “Ahora es absolutamente imperativo que ustedes hagan terapia”.
—Qué bueno que ese nene se animó a buscar su vocación porque se salvo él mismo.
—Se animó a buscar, y no cedió ante las presiones, que lo querían desviar de su objetivo. Quien me termina de ayudar a conformarme como hombre es Leonor Manso, justamente, cuando la conozco y de alguna manera empiezo a nutrirme desde el amor y su conocimiento de la vida, que yo no tenía, empezó a enseñarme el camino. Como también me enseñaron las otras mujeres que después vinieron.
—¿Cómo está ahora el corazón?
—(Risas) El corazón tiene un poco de tos. No, está bien, está bien. Está bien, está tranquilo. Está; ha vivido lo que ha querido vivir. Y lo sigue haciendo.
—¿Está feliz?
—Está feliz. También en eso he seguido un camino que yo elegí y que nada ni nadie me hizo torcer, ni me va a hacer torcer. Hay cosas, por suerte, gracias al universo, que he tenido muy claras, muy firmes.
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