“Me hice una ecografía y había una mano que me saludaba: era la de Agustín”. Su tercer hijo había nacido poco tiempo antes y Silvia Monzón no esperaba la llegada de un cuarto. Ni siquiera había ido a la clínica para realizarse aquel estudio. Su consulta con una nutricionista (“Es que no se me bajaba la pancita...”, recuerda) derivó en un diagnóstico inesperado: tenía un embarazo de cuatro meses y medio.
Tiempo más tarde hubo una nueva sorpresa, ya que a medida que el niño iba creciendo su madre encontraba cada vez mayores semejanzas con su abuelo, Carlos Monzón. El arribo de la adolescencia no hizo más que acrecentar las similitudes. “Agustín es muy parecido... en todo -sonríe Silvia-, con gestos, con abrazos, con bostezos, con ponerse las pantuflas o los mocasines y andar en bata, igual que mi papá. Yo le digo: ‘Agustín, realmente Dios te mandó para que me acuerde todos los días de mi papá’".
Hoy, Agustín tiene 18 años. Es actor. Y su madre vino de Santa Fe a Buenos Aires solo para verlo sobre el escenario, en una presentación del taller de teatro en el que se desenvuelve con solvencia. La ocasión es propicia -pasará aquí unos pocos días- para que Silvia converse con Teleshow en un café de Palermo.
“A mí me gusta cómo le queda el pelo largo a Agustín, pero un día me dijo: ‘Me lo voy a cortar un poco. Total, crece rápido. ¿Sabés qué pasa, mamá? Creo que vos lo ves al abuelo en mí. Y ya no soy un bebé, y quiero usar el pelo como yo quiero’. Mi esposo ya me había dicho que yo, inconscientemente, lo veo como a mi papá. Eso me flasheó", dice, un tanto avergonzada.
—Es mucho peso para Agustín...
—Sí, es un peso. A mí me cuesta despegar ese amor que tengo con mi papá. Todavía lo siento.
Tiene la palabra
Exitoso defensor de la corona mundial en 14 oportunidades, Carlos Monzón es considerado casi de manera unánime como el mejor boxeador argentino de la historia. Se retiró en 1977. En febrero de 1988, pasando el verano en Mar del Plata, asesinó a su pareja, Alicia Muñiz. El femicidio —perpetrado cuando la prensa todavía hablaba de “crimen pasional”— conmovió a un país. Monzón fue condenado a 11 años de prisión por homicidio simple. Cosa juzgada.
Pero en estas líneas el ex boxeador no será el protagonista. Quien hablará aquí es su hija, Silvia. Aquella niña que -en la exitosa serie Monzón- repasa con su padre el guión de la película La Mary; esa misma joven que lo ayuda a practicar, ya en la celda del penal de Batán, lo que declararía en el juicio oral.
—¿Te sentís identificada por cómo te retrataron en la serie?
—Sí, soy yo. Y con mi papá era así. O sea, es ficción que yo le leía los libretos, pero creo que el guionista quiso simbolizar el amor, y que yo estaba desde siempre con mi papá. Uno de los productores me dijo: “El primer capítulo y el último (en los que se reproduce el femicidio), no los mires”. El primero lo vi, el último no... Me preguntaron: “¿Vos querés que algo no se cuente?”. “No... porque la vida de él fue esa”, les dije. Aunque pintarlo a mí papá que entraba a mi casa y se agarraba a patadas con mi mamá porque me había retado a mí... eso no ocurría. Sí, se peleaban; pero ellos en su cuarto y nosotros en el nuestro. Escuchábamos y era feo, la pasábamos mal.
Silvia cuenta que la emisión de la serie -primero en Space, luego en Netflix- renovó las preguntas que sus hijos le habían hecho sobre Monzón en el pasado. “Quieren saber más que nada sobre su vida privada -cuenta-. Me dicen: ‘¿Cómo no me contaste esto?’, ‘¿Es verdad que pasó esto?’. Cuando Agustín era chico veía a Susana (Giménez) por algún juego que le gustaba. ‘Ella fue novia del abuelo’, le dije. ‘¡¿De verdad?!’. Y le mostré fotos, pero nada más. Ahora que pasaron los años él también empieza a encastrar las piezas. Mis hijos ven que hay una historia tan gigante... ¿Por qué no se las conté? Porque no la iban a entender. Cada pregunta tiene su respuesta, a su tiempo”.
—¿Cómo explica la hija de Pelusa la historia de Monzón con Susana?
—Mis hijos nacen con la familia reconciliada: cuando mi mamá se ve en el living de Susana mis chicos tenían cinco, siete años. Esa fue nuestra etapa más dura. Dios nos ayudó a poder salir como familia.
—¿Por qué la etapa más dura?
—Porque mi papá siempre fue mujeriego, pero nunca se había ido de mi casa. Mi mamá sabía que mi papá por ahí desaparecía un fin de semana, y volvía. Pero esta vez se fue. Para nosotros fue muy duro verla a mi mamá tan mal cuando se separó: estuvo muy depresiva, tuvo amistades que no debería haber tenido, perdió muchas cosas, la engañaron... Yo estaba en la escuela y los chicos son muy crueles, me llevaban las revistas y me decían: “¡Mirá lo que salió! ¡Tu papá en la tapa de la revista con Susana Giménez!”. Y yo, llorando en la escuela.
—¿Le agarraste bronca a tu papá y a Susana?
—¿Vos sabés que no? Yo lo extrañaba a mi papá: uno está esperando que el padre vuelva. “En algún momento va a venir...”, decía. Después me di cuenta que no. Y que si volvía, era para peor.
—Pero años después, volvió.
—Él volvió siempre. En realidad nunca se fue de al lado de mi mamá. Ella lo iba a ver a la cárcel. Y mi papá la ayudó siempre: “Mientras yo esté, no te va a faltar nada”. Y fue así.
—Los domingos a la noche, ¿Pelusa mira el programa de Susana?
—¡Ahora sí! Se ríe. La quiere.
—¿Cómo está tu mamá?
—Muy bien, aunque está muy limitada porque tiene artrosis. A ella le gusta hacer mucha tarea solidaria con las mujeres golpeadas, con los alcohólicos. Una vez, hace muchos años, llegué a mi casa y había una chica con una beba de ocho meses. “No metas a cualquiera, mamá...”, le dije. “Estaba en la plaza, no tenía adónde dormir”, me respondió. Otro día la llamo, y estaba en el hospital porque una chica, cerrando una puerta porque el marido la venía corriendo, se había raspado todo el brazo. Mi mamá tiene esa carga: pasó toda esa situación y lo puede entender. Y para ella, es como cerrar un círculo. Mi mamá va adonde está la necesidad, porque si vos no estás adonde está la necesidad, ¿de qué te sirvió lo que te pasó? Yo tuve una relación áspera con mi mamá porque cuando terminé la secundaria me vine a vivir con mi papá a Buenos Aires. Ella siente que siempre tiré más para mi papá...
—¿Y tiene razón?
—En cierta forma... Por ahí mi mamá, en chiste, dice algo de mi papá. Y yo le digo: “Bueno, bueno...”. Ahora ya por lo menos lo podemos hablar: pudimos perdonarnos. No estuvimos distanciadas, pero tuvimos roces. Y entendimos que cada uno hizo lo que pudo.
Prisión en suspenso
—Este 8 de enero se cumplen 25 años de la muerte de tu papá. ¿Qué sentís?
—Ahora ya es nostalgia. Veo pasar el tiempo... Murió a los 53 años, y yo tengo 56. ¡Guau...! Lo acompañé siempre. Postergué diez años de mi vida para estar al lado de mi papá.
Aquel 14 de febrero de 1988 Silvia se encontraba en Santa Fe. “Era todo muy embrollado: uno me llamaba y me decía una cosa, el otro me decía otra. Empezaron a decir que mi papá se había muerto; que no, que se había muerto Alicia. Pepón (José Gómez, su marido) se va con mi hermano a Mar del Plata para ver qué había pasado. Me llama y me dice: ‘Voy, te busco, y nos venimos para acá con Julieta’. Y sí, fue una tragedia para todos...”.
Desde ese día Silvia colocó su vida en pausa. Relegó todo por ponerse a disposición de su padre preso. Dos veces por semana cubría el trayecto Buenos Aires - Mar del Plata, ida y vuelta, con asistencia perfecta. “Los jueves dejaba a mi hija en la escuela con mi esposo y viajaba con un grupo que iba a Batán -recuerda-. Volvía a la noche. El viernes preparaba todo para volver a viajar el fin de semana, y visitarlo los sábados y los domingos a la mañana. Tener los primeros números para entrar y así pasar más tiempo juntos implicaba levantarte a las 5 de la mañana, viajar de noche, pasar frío, lluvia, calor, lo que sea. Y estaban las requisas y todas esas situaciones que son muy humillantes, como que te revisen a tu hija”.
Y además, estaban las exigencias. “Mi papá no era fácil —dice Silvia, bajando la mirada—. Quería que yo esté primera en las visitas, quería que yo le lleve la ropa planchada por mí (enfatiza), que le trajera todo lo mejor. No solo me iba a Mar del Plata, sino que tenía que hacer todo el recorrido de sus amigos, que se portaron muy bien: ‘En tal esquina te van a mandar los buzos, en la otra las masas finas’, me decía. Y yo lo hacía sin pensar”.
—¿Cuántos años así?
—Los cinco en los que estuvo en Batán. Y después, los que estuvo en Junín. Ahí era más cerca, pero Julieta ya iba al jardín. Mi hija, rebuena; yo la bañaba, la acostaba, la levantábamos a las cinco de la mañana, le hacíamos una camita atrás (del coche) y la llevábamos. Un día dijo: “¡Ay, qué lástima!, tengo un cumpleaños pero sé que no vamos a poder ir porque vamos a estar con el abuelo”. “Y... sí”, le contesté, porque a mí ni se me cruzaba. Pero mi esposo le dijo: “Vamos a venir al cumpleaños”. Así que fuimos a Junín, salimos de la visita, vinimos para el cumpleaños, y volvimos para verlo el domingo. Pepón ahí me hizo ver que tenía que parar un poco, que él me bancaba, pero que yo no veía... A veces, estaba muy cansada. Yo no dormía.
Cuando Monzón fue trasladado al penal de Las Flores, en Santa Fe, Silvia ya lo visitaba menos. “Allá había más familiares, estaban mis hermanos", confía. “Después de que mi papá falleció tenía la carga de ir a la cárcel de mujeres para ayudar, para contener. Porque siempre es: ‘Pobre, el preso...’, pero ¿y el que está afuera? (Los presos) exigen, exigen, exigen..”.
—Terminaste haciendo lo mismo que hizo tu mamá: cerrar un círculo.
—Sí... Es que yo podía testificar lo que se vive del lado de afuera. Y les decía a las presas que bajaran un cambio porque por ahí le exigían a la mamá, que era revieja, que no tenía (plata), que fuera con lluvia, con sol... Y vos no sabés lo que pasa el otro porque vos te quedás ahí. Exigir la mejor zapatillas, exigir que querían comer tal cosa...
Silvia asegura no estar arrepentida, pero suelta algún mea culpa. "Una vez, una revista sacó una foto en dos páginas de Julieta llorando mientras el abuelo se iba en el camión de la policía. Y en verdad mi hija lloraba porque habíamos salido a la mañana, ya era la tarde, y yo atrás de todo, de mi papá, mi papá, mi papá. Y la nena, nada. Porque yo era así: me iba a La Plata, quería hablar con un juez, iba a otro lado; quería estar. Estaba, estaba, estaba... Y dejé mi vida, realmente. Descuidé a mi esposo y a mi hija. Postergué diez años de mi vida para estar al lado de mi papá, por ese amor que le tengo. Por querer complacer, por querer hacer...
Con la muerte de Monzón “empezamos de nuevo nuestra vida”, dice Silvia. Con Pepón, a quien conoció cuando tenía 14 años y él, con 16 años, la llevaba al colegio en su bicicleta, se establecieron en una casa en las afueras de Santa Fe con sus hijas, Julieta y Milagros. Luego nacieron Benjamín y Agustín, y sus chicos pudieron crecer entre “mucho verde”, criándose “en triciclos y bicicletas”.
“Era la felicidad -sonríe, quizás con nostalgia-. Y yo creo que ahí, cuando me dediqué a disfrutar de mi familia, a ver todo lo que había logrado yo, porque siempre fue ‘hacer para...’: para que mi papá esté contento, para que no sufra, para que mi papá esto... yo creo que ahí me enfermé”.
Cuando el médico le habló de la existencia de dos tumores malignos, le dijo algo más: “No te vas a morir de esto”. Ella no le creyó. “Cuando tenés cáncer pensás que te vas a morir mañana…”, se justifica.
Afrontó una cirugía. Y la quimioterapia. Al perder el pelo, una mujer se ofreció a prestarle varias de sus pelucas. Las usó. En octubre de 2014, cuando el cáncer ya era parte del pasado luego de una lucha sin tregua, coincidieron en un evento público. Se tomaron de la mano, se abrazaron; sonrieron juntas. Silvia -con el cabello corto, en pleno crecimiento- le dijo: “Gracias...”. La repuesta llegó en forma de palabras sentidas, emotivas, cariñosas. Allí, en el relanzamiento en los cines de La Mary, Silvia y Susana Giménez curaron sus propias heridas.
Alicia, Maxi y Monzón
—¿Le preguntaste a Monzón qué pasó?
—Sí. Y yo, particularmente, le creo a mi papá. Él me dijo: “Quiero que me pongan una psicóloga, algo, hacerme ayudar a que yo me acuerde”. Conseguimos una psicóloga, que le hacía ejercicios y cosas. “Me quedo nublado, no me acuerdo”. Y es verdad: no se podía acordar. Yo nunca desconfié, nunca jamás. Sí sabía que no contaban la verdad por el tema de la droga y de todo lo que había en la casa. Lo sabía.
—¿Cómo es eso?
—En la casa estaba el Facha Martel, que tenía drogas. Hay una parte (de la serie) en la que dicen que había sangre, que le rompe el vidrio al casero: “¡Ayudame, ayudame! ¡Y escondé las cosas!”. Eso es cierto, lo dijo. Se lo contó a Pepón, no me lo contó a mí. Y mi papá quería hacer como él quería. Los abogados le pedían que no declararla y él decía: “Yo voy a declarar porque yo no la maté”. Esa es mi convicción, y la de él.
—¿Y Maxi, el hijo de Alicia y Monzón?
—Ese año iba a empezar primer grado: estábamos todos contentos, le habíamos comprado la ropa. Y desde que pasó (el femicidio), yo no lo había visto nunca más. Cuando Agustín tenía pañales, un día me llaman: “Hola Silvia, soy Maxi, tu hermano”. Creí que era una broma, y le corté. Me volvió a llamar, y le hice preguntas: “Maxi, si sos vos, decime esto, esto, esto...”. Era él. Me contó que en Plaza Serrano lo vio al hijo de Alberto Olmedo, que le dio mi teléfono. Maxi ya tenía 20 años. Vino a Santa Fe: en la terminal de micros parecíamos gente que busca gente (risas).
—¿Cómo fue ese encuentro?
—Nos abrazamos, y yo lloraba: “Mi chiquito...”. Quería que él me contara qué pensaba (de sus padres). Él no sabía nada; le tuve que decir yo. Maxi lloraba, y yo le contaba. Estuvimos toda la noche hablando. Las pocas cosas que yo tenía de mi papá se las di a él, porque no tenía nada: camperas de cuero, fotos. Y Maxi tenía una ensalada: quería saber si era famoso y las peleas. “¿Y cómo? ¿Y después? Y esto y lo otro". Me contó que estaba en Uruguay viviendo con sus abuelos cuando muere mi papá. El abuelo lo llama: "Tengo que decirte algo, tu papá tuvo un accidente y acaba de morir”. Maxi le dio un empujón a su abuelo, ganó la calle y se vino a Buenos Aires. Y como pudo, siguió. Siempre bajo la tutela de una jueza, la misma que está siempre; lo cuida mucho.
Mi papá me levantó la voz, lo que nunca había hecho. Y se paró, prepotente. ‘Yo no te tengo miedo’, le dije. Le corrió una lágrima. ‘Tenés razón’, me dijo. ‘Pero yo elegí vivir así, yo soy así’
—¿Cómo es tu relación con Maxi?
—Tenemos una relación de hermanos, aunque no tan fluida. Estamos comunicados: yo lo escribo, él me escribe, me llama. Ahora fue a casa y comimos asado. Hizo amigos en Santa Fe. Tiene 37 años. Más de una vez lo cuidó mi mamá, porque yo no podía. Mi mamá lo llevaba a Maxi a la casa y lo retaba porque dormía hasta tarde: "¡Ah, no! Vos te pasás toda la noche mirando televisión y ahora no te querés levantar. ¡Levantate!”. Mi mamá lo reta (risas). En la historia de la familia Monzón tenés para reír, y para llorar.
—Se dicen mil cosas sobre la vida de Maxi...
—Yo respeto su voluntad, y si él no quiere hablar a la prensa, no puedo contar lo que es su vida. La otra vez me llama y me dice: “¿Viste lo que dijeron? Que yo me trasvestía...”. No tendría nada de malo, pero no es así (risas). Él anda en colectivo, anda en subte, y no quiere que lo reconozcan.
—¿Usa el apellido Monzón?
—Sí, sí. No reniega.
—¿Alguna vez lo juzgaste a tu papá?
—No. Yo siempre fui complacer, complacer, complacer; cuidarlo, que no sufra. Fui su filtro: “Silvia, escribí vos”; “Silvia, hablá vos”. Yo le podría haber dicho: “Bueno, papá, tengo una vida. ¿Por qué tengo que ir allá a hacer lo que me pidas?". Ahora lo pienso así.
—Pero en ese momento no se lo dijiste.
—No. Pero lo que le reproché fue una charla bien fuerte que tuvimos unos meses antes de que muriera, en la que yo cerré todo con él. Su vida pasaba por verlo a Maxi, y yo hice lo imposible. Mi papá no lo entendía y ese era un gran conflicto; se bajoneaba. Un día me llaman del juzgado: había una pequeña posibilidad de que lo fuera a ver a Maxi. Para mí, te imaginás: después de tantos años era tocar el cielo con las manos. Le dejé una nota a mi esposo y me fui a Santa Fe para contarle. Llegué (a la cárcel) en la mañana temprano, en micro, de sorpresa. “¿Qué querés?”, me dice. Y yo iba... “¡¡¿Cómo qué quiero?!!”. Ahí largué todo.
—¿Qué le dijiste?
—Todo lo que tenía... Porque por ahí yo confundía el respeto con la intimidación que él me metía como padre, su carácter. Pero le dije: “Mirá, yo sufrí mucho de chica y nunca te lo dije, y no porque yo te ame y vos seas todo para mí..." (llora). Y él me empezó a agredir, me levantó la voz, que nunca lo había hecho. Se paró, prepotente. “Mirá, yo no te tengo miedo —le dije—, si vos pensás que haciéndome sentir mal a mí... Yo tengo mi conciencia bien tranquila con todo el amor que te di y que te doy, pero yo no quiero que mi hija sufra. Si vos acá estás muy tranquilo, tenés todas las comodidades que te brindan y empezás a rodearte de gente que a mí no me parece correcta, entonces vos quedate con esa gente. Pero a mí y a mi hija...".
—¿Y qué te respondió?
—No quería aflojar. Pero eso le tocó el orgullo. Y de repente le empezó a correr una lágrima. Se sentó, me agarró la mano y me dijo: “Yo esta noche me acuesto y todo lo que vos me estás diciendo, me pasa una película. Y sé que tenés razón, pero vení -me hizo upa-. Yo no voy a dar el brazo a torcer, yo elegí vivir así, yo soy así...".
Su relato queda estancado a fines de 1994. Este bar de Palermo de cuidada decoración se traslada al salón de visitas del penal de Santa Fe. Y cuesta comprender qué Silvia habla: la de hoy, de 58 años, o la de entonces, de 30 y pocos. Da igual, llora como aquella vez. Y ya sin mirar al periodista, se dirige a su padre. “No, vos no sos así. Vos tenés la oportunidad de ser feliz, de cambiar, de rodearte de otra gente. Hay gente que te está esperando, hay proyectos que te están esperando...”.
Silvia levanta la mirada. Ahoga las lágrimas, hace una mueca. “Me duele. Porque me gustaría que mis hijos lo vean a mi papá”.
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