Roberto Sánchez, el hombre, falleció el 4 de enero de 2010. Pero Sandro, el ídolo, aún sigue vivo en el recuerdo de sus seguidores. A lo largo de su extensa carrera y gracias al gran hermetismo que guardaba en torno a su vida privada, el artista supo convertirse en un mito. Sin embargo, cada tanto, hablaba con la prensa y dejaba entrever cuáles eran sus pensamientos, sus temores, sus alegrías, sus tristezas y sus amores.
“Tuve la suerte de no tener que elegir. Sabía exactamente lo que quería hacer, ya desde el vamos”, decía, seguro de que lo suyo era ser cantante. Aunque también reconocía: “Me hubiera gustado ser un actor de cine en colores. Pero un día encontré la canción como medio de expresión. Y, con los años, descubrí que todos los actores quieren cantar”.
“Al principio me llevaba muy mal con Sandro, después lo comprendí. Yo quería ser yo y Sandro no me dejaba. Una metamorfosis en un ser humano es algo muy difícil. Y yo sentía que Sandro me estaba condicionando en un montón de cosas, sin darme cuenta de que también me favorecía en otras tantas, quizá mayores”, había asegurado en sus años de juventud.
En sus comienzos, Sandro se había destacado por su provocativa manera de bailar. “Cuando hago los movimientos sensuales en el escenario siento que abajo, en la platea, deben de haber 450.000 ratones corriendo carreras. ¿Qué miran esas chicas? ¿Qué necesidades tienen? ¿Qué vacíos? Me intrigan”, se preguntaba él con picardía.
“¿Si guardo los corpiños que me tiran? No, si usara sí... Pero no. Nos divertimos un rato y después los dejo por ahí. Lo que guardo sí son los osos. Tengo una habitación en mi casa donde pongo todos los muñequitos que me regalan las nenas. Es una maravilla, porque la gente te demuestra con lo que tiene y con lo que puede su cariño”, había contado Sandro, que se había convertido en el sex symbol número uno de la Argentina.
Sus recitales lograban juntar a señoras y señoritas de todas las edades. ¿Por qué? “Porque lo que se vive en el espectáculo es un ambiente de cancha de fútbol femenina. Van las mujeres y gritan de todo, se enternecen, se ponen románticas, levantan los brazos, revolean todo...”, decía él.
“Yo vivo enamorado... Si no, ¿de qué escribo? Si no tenés un amor, por lo menos tenés que tener la fantasía de un amor. Con los años, la cosa se va modificando. Y lo importante es tener las cosas claras en el amor a cada edad y a cada tiempo. Creo que en eso consiste la filosofía de la vida”, había dicho en una época en la que la dueña de su corazón todavía era un misterio.
Después, cuando ya se había conocido la noticia de su casamiento con Olga Garaventa, dijo sobre ella: “Es indescriptible mi alegría cuando me despierto y la veo, con esa sonrisa. Que se apague la luna, pero que la sonrisa de ella no se apague nunca. Es lo único que espero. La primera frase de amor que le dije a mi esposa fue: ‘Tengo un beso encadenado entre los labios, y la llave de ese beso está en tu boca’”
“Cuando uno es joven piensa que la vejez es una cosa digna, maravillosa. Pero no es así, la vejez es dolorosa. Viene con un achaque todos los días: ‘Ahora me duele esto', 'Ahora me duele lo otro’. Porque se va desgastando el cuerpo. ¿Quién no se levanta todos los días con algo a determinada edad?”, había dicho divertido cuando todavía se lo veía espléndido.
Después de que comenzaran sus problemas de salud, en tanto, Sandro reconoció: “Yo tuve la maravillosa inconsciencia de creer que a mí no me iba a pasar, como todos los que tenemos una adicción. Yo era tabaco adicto. Fumaba un día normal dos paquetes y un día de éxito, cuatro, todos los días de mi vida. Y así, lenta y trabajosamente, fui elaborando un enfisema espectacular. Llegó un momento, en marzo del ’97, que para subir una escalera que me llevaba de la planta baja al dormitorio, que tiene 24 escalones, tuve que hacer siete y parar dos minutos para reponer el aire. Y cuando llegué arriba y me vi en el espejo del baño dije: ‘Ya está’. Ahí decidí dejar el cigarrillo y entregarme a las manos de Dios”.
En alguna oportunidad, siendo muy joven aún, Sandro había dicho como al pasar: “Yo sigo vivo y no me voy a morir nunca”. No se equivocó.
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