Nadie duda de la calidad artística de Anthony Hopkins, pero si brillar en cada papel que encarna o encarnó le sale con asombrosa facilidad, sus vínculos afectivos muestran a un ser más complejo. Su primera esposa fue la actriz Petronella Barker, se conocieron en una obra de teatro y se casaron en 1966. En 1969, nació su hija Abigail, pero el matrimonio se divorció en muy malos términos cuando la nena no había cumplido dos años. Dicen que un noche la beba lloraba y Hopkins harto de escucharla se fue de la casa para nunca más volver. Pero no solo mostraba serios problemas con la fidelidad matrimonial y la paternidad también vivía una situación mucho más compleja con el alcohol. Para esa época comenzaba su camino al éxito, ya actuaba en diversas obras de teatro y su nombre empezaba a ser no solo conocido, también muy valorado, pero al terminar la función mientras sus compañeros regresaban a sus casas, él comenzaba una ronda por los bares donde bebía cerveza y tequila hasta perder el control.
Anestesiado por el alcohol o no, recién se reencontró con su hija cuando cumplió siete, pero como su agenda laboral estaba completa de compromisos solo la veía una vez al año. La niña creció sintiendo que su padre prefería a su carrera antes que a ella y el actor no pudo o no quiso demostrarle lo contrario.
En los 90 intentaron un acercamiento. Hopkins le pagó un curso de teatro en Nueva York, la llevó a vivir con él y su segunda esposa y le consiguió papeles menores en Tierra de penumbra y Lo que queda del día. Pero la armonía duró poco y el vínculo fraterno filial pasó de la categoría frágil a la de inexistente. Hoy padre e hija no mantienen relación y ella decidió cambiar su apellido por el de Harrison. El actor galés reconoció que no sabe nada de su hija desde hace más de veinte años ni siquiera dónde vive o si lo hizo abuelo o no. “La gente rompe. Las familias rompen y, ya sabes, tienes que seguir con tu vida. La gente hace elecciones. No me importa que sea en una u otra dirección. Tenemos una relación fría. La vida es fría”, declaró el actor en una entrevista en radio Times y agregó: “A los hijos no les gustan sus padres, no tienen que quererse entre ellos”.
A su segunda esposa, Jennifer Lynton, no la conoció en una cena a la luz de las velas ni en una función de teatro ni en una cita a ciegas. Nada de eso. El primer encuentro estuvo lejos de ser por un motivo romántico. Jenni era una de las secretarias más eficientes y discretas de Pinewood Studios, y sus jefes le pidieron que recogiera al actor en aeropuerto de Heathrow. Es que la noche anterior se había emborrachado y perdido el vuelo. Era 1970 y pese a que en esa época, según él mismo reconoció, era una persona “de mal genio, irascible y profundamente desequilibrado”. Jenni se enamoró y en 1973 se casaron.
El matrimonio duró 29 años. Durante todo ese tiempo Jenni demostró que sentía un gran amor por su marido y mantenía la discreción que la distinguía como secretaria. Es que Hopkins continuaba sin incorporar la palabra fidelidad a su vida en pareja. A lo largo de su segundo matrimonio vivió distintos romances, varios trascendieron como el que mantuvo con la actriz Joyce Ingalls y con la guionista Francine Kay. Si Jenni gritaba de furia o sufría en silencio nunca trascendió, según su marido, ella sabía de sus “deslices” ya que comprendía que estaba casada con “un vagabundo descuidado”.
Lo que evidentemente también ayudó a la perdurabilidad de la pareja es que desde el comienzo de la relación, pactaron que cada uno se quedaría donde mejor se encontrara y haciendo lo que más le gustara. Por eso, Hopkins se dedicaba a su arte y ella a obras benéficas. Él pasaba la mayor parte del tiempo en su casa de Los Ángeles, en Estados Unidos y ella, en su residencia en Londres, en el Reino Unido. En su caso no era el tiempo el que curaba las heridas sino tener el océano de por medio.
Pero en 2002 el matrimonio anunció su divorcio. La noticia no sorprendió a nadie porque se sabía que estaban separados desde el 2000. El motivo de la ruptura definitiva no se debió a una infidelidad sino que el actor anunció su decisión de hacerse ciudadano estadounidense pese a haber sido nombrado caballero por la reina Isabel, en 1993. La discreta Jenni que había perdonado o ignorado sus relaciones paralelas no pudo aceptar semejante “traición” y pidió el divorcio. El trámite fue muy rápido y no hubo disputas por los 70 millones de dólares de patrimonio. Es que Hopkins ya había dicho que sería muy generoso con esa mujer que durante tantos años lo apoyó con amor, paciencia, silencio y una adecuada distancia.
El 1 de marzo de 2003, apenas diez meses después de obtener la sentencia de divorcio, Hopkins sorprendió con una tercera e increíble boda esta vez en su residencia de Malibú. A la ceremonia asistieron apenas 30 invitados entre los que estaban Mickey Rooney, January Chamberlain, John Cleese y Goldie Hawn, actores como él pero también sus mejores amigos. La otra invitada estrella fue Muriel Hopkins, la madre del novio con lúcidos 88 años.
Anthony Hopkins y Stella Arroyave, su flamante y tercera esposa, se habían conocido 18 meses en la tienda de antigüedades que ella regentaba en Los Ángeles. Ella era colombiana y cuando el actor entró a su negocio lo saludó con un descontracturado y natural: “Yo a usted lo conozco ¿puedo darle un abrazo?”. Hopkins muy reacio a ese tipo de demostraciones, la miró asombrado cuando efectivamente esa mujer lindísima lo abrazó. Después se fijó en un mueble y la mujer le dijo que se lo regalaba pero él insistió en pagarlo. Al poco tiempo, ella lo llamó para avisarle que en el negocio había otra pieza que seguro le gustaría mucho. Así que se volvieron a ver y al tiempo comenzaron a salir.
Sin embargo, el galés no se mostraba muy conforme de comenzar un noviazgo. “No quería implicame. Ya había estado casado, dos veces. El cuerpo me pedía aire. Independencia. Yo deseaba ser una especie de Clint Eastwood, un lobo solitario. Por supuesto las cosas no pasaron así. Y fue para mejor. Mi mujer le ha dado vuelta a mi vida. Ya lo creo que sí, de arriba abajo".
Es que como reconoce el actor el temperamento latino de Stella puso su mundo “patas para arriba”. Admite que a veces no puede seguirle el ritmo y que se hizo muy amigo de sus amigas. “Casi no veo a nadie más. Son todas mujeres latinas, se ponen a hablar y no entiendo media palabra. ‘¿Qué dicen?‘, pregunto. ‘Eso a vos no te interesa‘. me responden”, reveló Hopkins entre risas y agregó “estas mujeres me fascinan, son volubles, están llenas de vida. Son como un mar. Yo en comparación soy una vasija de barro varada en la playa y me encanta".
Hopkins asegura que con su alegría latina y su sentido positivo de la vida, Stella lo salvó de una gran depresión. “Hice cosas reprobables en mi vida. Maltraté personas. Pero ella se lo toma con humor: ‘Dejá de obsesionarte por eso. Hiciste cosas que estaban mal. Y qué, todos hicimos cosas horribles‘. Me enseñó a no ser tan duro conmigo”.
Stella, además, lo incentivó a retomar su amor por el arte y mostrar su talento como pintor. Así fue como se animó a exponer y vender sus producciones. Sus obras se caracterizan por el uso de enormes cantidades de color y los ojos expresivos porque, según el artista, “la cara no es importante, son los ojos la parte más hechizante del alma”. Su precio de venta promedia los cinco mil dólares.
Pero en los últimos tiempos y pese a estar a varias décadas de la definición “nativo digital”, Hopkins asombró con su incursión en las redes sociales. Abrió una cuenta de Twitter y consiguió cinco millones de reproducciones cuando subió un video de 30 segundos, grabado por él y haciendo muecas tan extrañas como graciosas a las que acompañó con el mensaje: “Esto es lo que pasa cuando solo tienes trabajo y nada de diversión…”.
Hoy Hopkins se muestra conforme con su vida. Varias veces pensó en dejar la actuación pero “entonces, llegan, me ofrecen un trabajo y acepto porque soy un actor”. Así fue como se animó a encarnar a Benedicto XVI en Los dos papas. Es cierto que cuando le llegó la propuesta pensó en rechazarla porque debía hablar en latín y en italiano. “Le dije a mi mujer que no podía hacerlo. Pero fuimos a Italia, Stella vino conmigo y nos alojaron en un bonito hotel. Me dieron ropa diseñada por gente del Vaticano. Me puse la peluca y me encontró un parecido al personaje real. Y entonces comenzamos a rodar. Resultó fácil porque, como decía James Cagney: ‘te presentas por la mañana, saludas al equipo y haces lo que tienes que hacer, sin mucha intensidad‘. A mi edad actuar es un lujo que puedo permitirme”, contó en The Telegraph.
En el último día del año, el actor festejará otro año. Seguramente esta semana memorizará un nuevo poema, rutina que empezó hace décadas para mantener bien su memoria. En algún momento se emocionará y sentirá un nudo en la garganta pero aunque se permitirá la emoción no le dejará lugar a la tristeza. Es que el actor hace largo rato que descubrió que no quiere perder su tiempo siendo miserable y disfruta de todo porque “si se toma las cosas demasiado en serio, estás muerto”. Asegura libre que hoy es “más feliz que nunca" y por eso se permite un consejo: "Sé que la muerte nos espera a todos y saberlo es brillante. Me encanta lo que dijo Carl Jung con respecto al amor, amo estar vivo y no tengo tiempo que perder con la gente ceñuda y miserable. A la gente joven que es miserable les digo que despierten”. Será cuestión de hacerle caso, porque no está repitiendo un guión sino compartiendo vida.
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