Dos señores grandes en disputa por el ego en un territorio -el de la fama- donde jamás habrá lugar para más de uno. Frases desafortunadas y un modo grotesco de comprobar quién puede llegar más lejos, por decir de modo elegante eso que en general se menciona en referencia a longitudes más vulgares.
Antonio Gasalla dice que Flavio Mendoza compró a su hijo. El coreógrafo, dueño de una de las personalidades más narcisistas del medio, sube la apuesta y -con un eufemismo bastante soez- le desea la muerte. Señores grandes, decíamos, pese a la diferencia de edad. Gasalla nunca se rasca porque carece de pulgas, y Mendoza da batalla a quien sea cuando sea; en tono y discurso inspirado en los más auténticos Moria Casán y Marcelo Polino, de quienes el creador de Stravaganza fue tomando estilo para crear el suyo, a nivel mediático.
Un buen día Flavio quiso llevar a su escenario a Gasalla, noble intención artística que no prosperó cuando supo plantarlo en un par de ensayos para mandarlo a hablar con un asistente. Gasalla no sabe, no quiere o no puede dejarse dirigir, lisa y llanamente porque jamás lo hizo. Es el creador de sus personajes, sus espectáculos, sus libretos y sus programas televisivos. Por ende pretender llegar a buen puerto con él, fuera de ese formato, es una tarea titánica para cualquiera y mucho más si se lo desaira con desplantes o algún atisbo de ninguneo. En el manual de primer año de la materia contradicciones, Mendoza lo contrata y en pleno ensayo lo larga solo a su suerte. Inentendible.
Con los egos lastimados, uno por sentirse despreciado y otro por sentirse abandonado (adivine el lector cuál es cuál), ambos se alejan; el proyecto de hacer temporada juntos se cae al precipicio de la sin razón. Y entonces empiezan a decirse cosas horribles en los medios, aunque en este caso parece que también se las dijeron por teléfono, porque convengamos que ante todo estamos frente a dos almas valientes.
En el ida y vuelta de declaraciones altisonantes ambos pierden la elegancia y empiezan a jugar con asuntos sagrados con los que no se juega: la paternidad, los sentimientos y hasta la propia idea de la finitud. El coreógrafo de pelo platinado anuncia que verá a Gasalla en su velorio, para el que -según él- no falta mucho. Derrapa más que al patinar en sus palanganas acuáticas de lujo y juega con un tema del todo horrible, mucho más aún cuando Gasalla viene de estar enfermo. Para justificar su lengua viperina -que siempre termina ganándole a su talento- Flavio se siente habilitado luego de que el capocómico insistiera con malicia sobre el método elegido por el primero para tener a su hijo Dionisio: el de la subrogación de vientre.
Gasalla tiene el peor carácter, único en su especie para bien y para mal. Pertenece a una generación que no entiende el rumbo de los acontecimientos y termina discriminando de la peor manera, cuando en su vida debió haber aprendido lo que eso significa, en carne propia. Lejos de no hacerle al otro lo que no te gustaría que te hagan, redobla la apuesta y ofende con una convicción que asusta.
Como si se tratara de una competencia a ver quién es el más malo de los dos, Mendoza le aguarda pronta muerte a su enemigo; ese al que hasta hace poco le parecía un genio único en la tierra al que contrataba para un espectáculo a su metida. Se olvida que siendo el más joven de los dos podría dar el ejemplo y bajar los decibeles frente a un hombre de la tercera edad que no desvaría, pero que maneja cierta impunidad de la vejez que a otros mayores se les perdona con un poco de silencio.
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