Cinco años con Héctor Ricardo García en el viejo y precario templo de Riobamba 280 eran como 50 en aprendizaje y latidos del corazón del periodismo. Así fueron mis cinco años, 1964 hasta 1969, desde el momento en que subí por la tosca escalera que llevaba a la redacción –lo que fue antaño el taller del diario Noticias Gráficas– para pedir trabajo: mi primer diario, Crítica, había cerrado para siempre en 1962…
Pregunté por García en ese ruidoso y gris panal de abejas, imaginando –por lo menos– a un señor formal en un despacho a su medida, pero erré fiero. García, pantalón gris, camisa leñadora oscura, mocasines marrones de larga lengüeta, ambulaba de aquí para allá, de allá para aquí, como impulsado por una corriente eléctrica. Lo saludé.
–¿Qué querés?
–Trabajar en Crónica.
–No hay lugar. Metéte en ese cuadrado –señaló el fondo de la cancha– y hablá con Marcos de la Fuente, el director de la revista Así.
Fui. Hablé. Y 15 minutos después estaba a bordo de un jeep, también gris, con un fotógrafo, rumbo a la conferencia de un abogado que defendía criminales nazis.
Volví.
–Tengo todo.
–Escribí rápido. Acá hay cierre todos los días.
Escribí rápido. Marcos leyó no más de cinco líneas:
—Estás adentro. Buscáte un escritorio.
Y en ese escritorio de latón pasaría un lustro tan inolvidable como intenso. Al poco tiempo, con doble turno y doble sueldo: Crónica a la mañana, desde el alba, y Así a la tarde, noche, y más de un amanecer.
¡Qué escuela! García tenía dos obsesiones que lo acompañaron hasta el final: la noticia y las fotografías. Y del rubro noticias, Policiales, Deportes y Espectáculos. Con esa fórmula, siempre a ritmo sincopado, Crónica logró vencer al diario La Razón, rey de la tarde y de la clase media. Imposible en los papeles, pero cierto…
¿Su secreto? Muy fácil de desentrañar. García hizo Crónica a su imagen y semejanza. Él era su mejor y más apasionado lector. Lo hacía para él…, y no mucho después, para millones.
En los últimos tiempos, cuando todavía estaba al frente de su incesante y crecida criatura (quinta, sexta y matutino), una periodista lo toreó:
–Pero Crónica no hace periodismo de investigación. Se está quedando atrás…
–Oíme, nena. Juega Boca. Gana Boca. Yo titulo: "Ganó Boca". ¿Qué hay que investigar?
Tenía departamento, pero vivía en Crónica. Dueño y editor con cama adentro. Duro con quien perdía una noticia o una foto (ojo: duro, pero no cruel ni perverso, como muchos que conocí en toda una vida de oficio).
Desde luego, le inventaron, en broma pero no tanto, anécdotas falsas. La que más recuerdo: un redactor llega tarde, García lo recrimina, y el escriba le dice: "Lo que pasa es que esta mañana un tren mató a mi mamá". Rápida pregunta: "¿Tenés la foto?".
Agradecido. Como contrapartida del enojo, el que conseguía una primicia recibía una orden de compra: traje, camisa, zapatos.
Me tocaron varias, no demasiado dignas de mención. Pero hubo una perla de la corona. García contrató un globo aerostático, con piloto francés y todo, para recorrer ciudad y provincia sacando fotos (su primer trabajo, en la prehistoria, antes de todo, fue en un taller de fotografía). Por tierra lo seguimos, en un clásico jeep de su propia flota, Ricardo Gangeme y yo. A la altura del Delta, el globo empezó a perder fuerza, aire, no sé qué, y cayó en un riacho. Aceleramos, llegamos, lo sacamos de la barquilla, embarrado pero ileso, ¡y a casa!
Al día siguiente escribió la historia con exageración, como los títulos de primera plana: "Gangeme y Serra me salvaron la vida".
Juro que no fue así. El riacho tenía medio metro de profundidad. Pero la orden de compra y el vale extra me vinieron de perlas…
Una mañana entre las mañanas llegó a la recepción (planta baja; la redacción estaba en el primero) un enfermero. Con guardapolvo y maletín. Inequívoco:
–¿A qué viene?
–A sacarle sangre al señor García para un análisis.
El recepcionista llamó a la secretaria:
–Llegó el sanguinario para ver al señor García.
Enterado, el rey de Crónica, Así y Así es Boca… ¡huyó por los techos!
Noté que la guerra de Vietnam no le interesaba al diario. Apenas un lánguido cable cada tanto. Pero de pronto, en Saigón, mataron a Ignacio Ezcurra, de La Nación. La noticia tocaba orilla nacional. Hablé con el director, Oscar Ruiz, y me ofrecí como voluntario…
–Quiero ir.
–Esperá. Hablo con García y te contesto.
A los diez minutos, los mocasines marrones con lengüeta de largo alcance frenaron ante mi escritorio. Era él.
–¿Sos boludo, vos? ¿Querés que te maten?
–No. Pero es una oportunidad que tal vez no se repita. ¡Voy!
–Dejame pensarlo.
Media hora después recaló a mi lado con una cámara Rolleiflex en la mano:
–¿Sabés poner el foco?
–Le dije que sí. –Una raya más no le hace nada al tigre.
Puso la cámara al lado de mi máquina de escribir:
–Entonces andá. Cuidáte.
Y el 29 de mayo de 1968, día de mi cumpleaños número 29, llegué a Saigón.
Mucho después supe, por chimento de un hombre de la administración, que había sacado un seguro en dólares a nombre de mi madre. Creo que eso define al hombre y al por qué de mi gratitud hoy, cuando ya no está entre nosotros.
A pala entraba el dinero en los mejores años. Crónica, líder. Así es Boca, con la mitad más uno de los lectores, asegurados. ASI, con tirajes alucinantes, en el más audaz de los pasos: ¡tres ediciones por semana! La negra, la sepia, la verde: los monocolores que las diferenciaban. Llegar a las provincias, sobre todo a las del Norte, como enviados de ASI, desplegaba sonar de bombos en la pista. Nos esperaban como a dioses.
La flota de jeeps, cada vez más nutrida. Tierra. Pero faltaba el aire. Y lo tuvo. Primero, un Cessna de seis plazas. Después, un Aerocomander. Todo para llegar primeros a todos lados, y con un piloto excepcional: Miguel Fitzgerald. Un témpano en los momentos difíciles: tormentas, turbulencias, etcétera. Jamás me sentí más seguro.
Un progreso que empezó con un símbolo. Cuando las cuentas empezaron a dar bien, la tosca escalera que llevaba a la redacción fue reemplazada por otra, ancha, de granito pulido como el mármol, y barandas de bronce siempre recién lustradas. Un breve y lujoso camino al Cielo. Porque eso era, es y será siempre una redacción que respire verdadero periodismo.
Hace unos años, la revista GENTE me encomendó hacerle un reportaje. Hacía mucho que no lo veía. Riobamba 280 se había transformado en Crónica TV. Me recibió. Se lo veía triste, pero no vencido.
Miró al fotógrafo que me acompañaba:
–No, Alfredo, fotos no.
Y no hubo forma de convencerlo.
Hablamos largo, la cámara tomó cada uno de los trofeos del enorme despacho. Grandes fotos de Crónica de todas las épocas, espectaculares primeras planas enmarcadas, premios. Todo cuanto habla de él, pero sin él capturado por la lente. Le pregunté por qué:
–Héctor, usted era capaz de matar al que perdía una foto…, y ahora me deja sin fotos a mí. ¿Por qué?
–Porque no quiero.
Fin. No hubo chance.
En ese momento no lo entendí. Pero hoy, al saber que ha muerto, creo que al negarse me estaba regalando una pista. Me estaba diciendo que ya no era el mismo. Ese Rey Sol de aquellos cinco años dorados en los que estuve entre crímenes y criminales, entre catástrofes, entre multitudes, a bordo del Aerocomander que lo llevó, con Fitzgerald, a las Malvinas (su acto privado de soberanía), y conmigo hasta Río Gallegos como enlace de la hazaña, y una pérdida de nafta de un tanque suplementario, que absorbí con mi pulover cuando Miguel dijo:
–No tosan, porque explotamos.
Adiós, Héctor. Está de más decirte gracias. En lo profundo, fuiste más periodista que empresario. Más apasionado por una primicia o una primera plana espectacular que por un resumen de cuenta. Y eso, justamente eso, es lo que nos hizo iguales. A mí, a aquellas caras de la redacción gris que se niegan a desvanecerse en el tiempo, al ruido de las máquinas de escribir de fierro, al incomparable olor del plomo fundido de las linotipos, y al perfume celestial de la tinta. De esa negra sangre que cambió la historia del mundo.
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