"No pasó nada" es una frase que se escucha y, sobre todo, lee mucho por estos tiempos al hablar de televisión, más en medio de la temporada final de la serie más importante de la última década, como lo es Game of Thrones. ¿Qué significa? ¿Cómo se cuantifican esas cosas que pasan? ¿Quién tiene la culpa de que la audiencia sienta que la trama sólo avanza cuando muere alguien o hay una revelación escandalosa? ¿Qué vino primero, ese deseo por el show en el público o la compulsión de la industria por sorprender a sus consumidores? Un poco y un poco, probablemente. Por eso, a no confundirse, el nuevo episodio de Game of Thrones es uno de los mejores en la historia de la serie.
Con el primer libro de su saga Canción de Hielo y Fuego, Juego de Tronos, George R. R. Martin hizo lo que en su momento Alfred Hitchcock en el cine (adaptando una novela de Robert Bloch), un truquito que borda su nombre en el tapiz de la cultura pop pero también se convierte en una gran carga. Ambos "engañaron" al lector/espectador y mataron al supuesto protagonista recién comenzada la historia, Marion Crane en el caso de Psicosis (Psycho, 1960) y Ned Stark en la novela de Martin. Ambos relatos buscan asombrar, pero están construidos sesudamente para eso, el shock no viene por encima de la narración, sino que es funcional, potencia el gran arco de lo que se quiere contar, no lo opaca ni oprime.
Una vez pasado este concepto a la TV de hoy, con su voracidad y frenetismo, la cosa se vuelve más peligrosa y en muchos casos el cómo y por qué quedan detrás del qué. Series como Lost y The Walking Dead nos acostumbraron al cacheteo constante y terminamos pensando que si no hay una gran batalla, muerte, romance o secreto revelado es tiempo perdido, cuando en el mejor de los casos la genialidad de una ficción es eso que sucede entre spoiler y spoiler. Breaking Bad y Mad Men hicieron escuela con eso, mientras que Game of Thrones todavía trata de honrar a las novelas en las que se basa y maneja un delicado balance entre ambos estilos. La diferencia es que la suya siempre fue una historia épica y, como todo camino del héroe, por más aggiornado que se presente, tiene un principio y un fin marcados desde la primera palabra. Planta en nuestros personajes y sus acciones ideas que después reaparecerán, "garparán" o cobrarán un nuevo sentido. Siembra para luego cosechar: construye.
Eso vimos en "A Knight of the Seven Kingdoms", el segundo episodio de la octava temporada, el verdadero principio del fin. Sí, antes tuvimos "Winterfell", pero funcionó casi a modo de prefacio. Este fue el capítulo de los encuentros que van más allá, las charlas que se debían, las heridas que no cerraron y las promesas por las que continuar. La semana que viene veremos la gran batalla del Norte, ese enfrentamiento entre vivos y muertos en el que los protagonistas prometen caer como moscas. Eso también es Game of Thrones, eso la convirtió en fenómeno, en meme y trending topic (como ayer en Argentina, que tenía a Arya y Brienne en los primeros puestos y cuatro más entre los siguientes diez), pero lo que la hace distinta, lo que sostiene las tormentas de espadas, los choques de reyes y las danzas de dragones son esas "pequeñas" escenas con un puñado de personajes charlando y cantando frente al fuego. Ellos, sus vicios, sus pasiones y vínculos son la fuerza vital de la serie.
Game of Thrones atravesó algo así como una crisis de identidad una vez que terminó de perder el eje de las novelas en la temporada siete (para la seis todavía quedaban algunos elementos ya publicados por GRRM): las cosas parecían apresuradas, los personajes caían en actitudes demasiado sonsas y por momentos nos olvidábamos de por qué merecían nuestra atención. Algo de esto se repitió en el primer capítulo de este año, una hora de televisión un tanto distraída con el show, más que en preparar el terreno para lo que se venía. Esta semana el guionista Bryan Cogman (además es productor y uno de los cerebros del programa) nos reconectó con el verdadero corazón de GoT, sólo para destrozarlo en siete días, cuando esos personajes que amamos, los que nos hicieron estar acá durante casi diez años, enfrenten finalmente al Night King y su ejército de resucitados.
Podremos confundirnos por un rato, pero lo que diferencia al universo televisivo que construyeron los showrunners David Benioff y D. B. Weiss de un despliegue audiovisual cualquiera siempre fueron esos diálogos, esas ramificaciones políticas y personales, la previa de todas esas guerras y enfrentamientos que iban generando momentum hasta los clásicos episodios nueve. Ninguna muerte shockeante hubiera importado si ellos no hubieran apostado tiempo y líneas en cada uno de los que marcharon. A través de los años nosotros invertimos ocio y empatía -ganada- en Jon, Dany, Jaime, Sansa, Tyrion, Davos, Theon, Jorah… Llegamos a GoT por la promesa de dragones, sexo, sangre y zombies de hielo; nos quedamos por los héroes quebrados, los sobrevivientes y los redimidos. La semana que viene vamos a llorar, gritar y ¿celebrar? con la batalla más larga filmada en la historia, un espectáculo que sólo va a ser posible gracias a episodios como este, en los que "no pasó nada".
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