Por Susana Ceballos
Escribir acerca de Débora Pérez Volpin en pasado es casi tan extraño como doloroso. Extraño, porque según las leyes del sentido común las personas jóvenes y sanas no mueren en estudios de rutina. Doloroso, porque según las leyes del cariño la gente buena no se tendría que despedir de la vida a mitad del camino. Dicen que las buenas personas se van antes, pero… ¡maldición! ¿Es necesario que ese dicho se aplique a la gente que camina junto a nosotros?
Conocí a Débora en la redacción de TN, en 1995, cuando el siglo se iba y el canal de noticias nacía. Débora estaba un escalón adelantada porque ya era efectiva y yo apenas una pasante. El primer día que la vi fue en un pasillo del canal -los que trajinamos redacciones sabemos la importancia de esos no lugares que se convierten en sitio de encuentro, de charlas, catarsis y ¡chimentos!-. Me impactó su porte: llevaba un enterito estampado que solo le podía quedar bien a ella. Pero lo que mas me llamó la atención fue su sonrisa. Porque Debi -como la llamaban todos- era objetivamente hermosa pero sobre todo era una linda persona y lo transmitía con esa sonrisa sincera y no impostada, esas que lucen los que andan contentos con la vida.
Poseía una gran cantidad de dones pero también de pergaminos. No era solo una cara bonita… también era un contenido. Egresada del Nacional de Buenos Aires poseía ese plus tan interesante que cuentan los que pasaron por sus aulas de conocimiento de casi todos los temas. Ademas fue una de las primeras licenciadas de la carrera de Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires. El combo hacia que conversar con ella fuera un placer porque no solo hablabas de noticia y noticiabilidad, también de medicina -su padre médico era director de uno de los hospitales municipales mas importante de la Ciudad-, y hasta discutías sobre el último partido de Boca -era fana de los xeneizes-. En un almuerzo podía pasar de explicar un conflicto internacional a tirarse bolitas de miga de pan con los periodistas de la mesa de al lado. Esa mezcla de realeza y barrio, fascinaba.
Con semejante cantidad de dones uno puede pensar que la envidia la rondaría siempre. Pero no, no la rodeaba porque ese era otro de sus talentos: Debi no alardeaba de lo que era. Simplemente, era. Era linda, era talentosa, era buena gente. No provocaba envidia sino admiración. La misma admiración que nos genera a algunos ver una Ferrari cuando manejamos un Fitito. Estamos felices con nuestro auto, pero sabemos que el otro es de otra categoría.
Debi amaba el periodismo. Era de ese minoritario grupo que valora la información más que el comentario, que prefiere y elige ser periodista antes que ser famoso. Por eso la vi disfrutar de una nota escalando el Aconcagua, de un tiroteo en Fuerte Apache, de la entrevista a un presidente o del recambio turístico en la Costa. Pero ya lo dice la Biblia: "No se enciende una lampara para esconderla". Y ella brillaba con luz propia. Por eso, de cronista pasó a ser conductora de TN en horarios marginales y luego centrales; después a conducir En Síntesis y, finalmente, Arriba argentinos. Todo, todo lo logró en base a su carisma y talento. Porque ella ascendía, pero no trepaba.
El periodismo era su pasión pero no el centro de su vida. Su eje, su razón de vivir la vida, eran Luna y Agustín. Lo comprendí el día que me dio una lección. En una cobertura de elecciones nacionales le asignaron un móvil intrascendente. Recuerdo que le expresé mi indignación por semejante ninguneada. "Noooo… ¡Mucho mejor! Así me voy rápido a casa a disfrutar de mis hijos", me dijo, y partió feliz, sabiendo que la esperaban abrazos y besos. Ese día comprendí que las coberturas pasan, y de nada sirve acumular premios y rating si en tu casa no encontrás un hogar. Eso me enseñó Débora.
En esos años de canal conocí al amor de mi vida y me casé con él. En los preparativos del casamiento, como andaba con los mangos justos, Debi se ofreció a maquillarme. Agradecí su gesto tan solidario, tan de buena mina. Cuando terminó la fiesta se fue directo a conducir el noticiero. Recuerdo que le dije si no se quería ir antes para no llegar rota. "No, nena, quiero compartir la felicidad de ustedes, ni loca me voy…", respondió.
Después de 10 años dejé canal, y con Debi no nos seguimos viendo. Es que por una cuestión de horarios, de intereses, nunca fuimos amigas pero sí grandes compañeras de trabajo. Cuando me fui sabía que siempre podría contar con ella paro lo que considerara importante. Por eso la llamé y mantuvimos una charla larguísima en la que me contó su experiencia con la escuela primaria a la que había mandado a sus hijos, y a la que yo quería mandar a los míos. Por eso, todos todos los años cuando mis alumnos del terciario tenían como tarea entrevistar a un periodista valioso y prestigioso -que no es lo mismo que famoso- Debora era una opción. Cada vez que la entrevistaban volvían fascinados con su persona, pero sobre todo con este maravilloso oficio de informar. También, luego de un tiempo largo sin vernos, una vez que nos encontramos de casualidad nos fundimos en un abrazo enorme y sincero y en cinco minutos nos contamos cinco años de vida.
Cuando me enteré que Debi dejaba su lugar en la tele para meterse en política, admiré su decisión. No solo porque salió de su zona de confort sino porque, como asegura una diva argentina, "cuando te metés en política la gente te quiere menos". Y algo de eso comprobé en su Facebook, que pasó de recibir mensajes amables a otros mas agresivos.
Un año atrás, cuando supe de su muerte, la bronca, la impotencia y la pena me invadieron. Bronca porque con tanta maldito dando vuelta la muerte tenía otras opciones para llevar, impotencia ante lo irremediable, y pena por ella, pero sobre todo por todos los que nos quedamos sin ella.
El periodista y maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski aseguraba que "para ser buen periodista hay que ser buena persona" y ahí se encuentra la razón de por qué la despedida de Debora conmovió tanto y a tantos.
Hace un año la muerte la esperó agazapada en un lugar impensado. Quiero creer que desde algún lugar Debi sigue protegiendo a sus hijos y a los que la amaron. Quiero y necesito creerlo. Por su recuerdo. Pero sobre todo, para que no duela tanto.
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