Este domingo Juan Carlos Calabró hubiera cumplido 85 años. Ya hace cinco que partió, dejando en el público el recuerdo de sus más entrañables personajes: Aníbal, el Number One, Jhonny Tolengo y Renato, el Contra, entre tantos otros que hicieron reír a más de una generación de argentinos.
Pero detrás del artista que en la década del 80 llenaba teatros y lograba promedios de rating superiores a los 40 puntos con su tradicional Calabromas, estaba el hombre. El Cala. Aquel que estuvo casado más de 50 años con la Coca, con quien tuvo a sus hijas: Iliana y Marina Calabró. Y al que al día hoy, su familia no deja de extrañar.
"Estas son fechas sensibles. Su cumpleaños, la Navidad, que era una de sus fiestas favoritas, el Año Nuevo, el aniversario de su muerte… La verdad que es muy loco porque a veces me siento especialmente sensible. Y cuando pienso por qué y me conecto con lo que me pasa, generalmente tiene que ver con una fecha relacionada con él. Evidentemente, es algo que tengo más presente de lo que creo. Y lo siento más allá del calendario, porque a veces ni me doy cuenta de que se acerca el 3 de febrero, pero me pongo más sensible o nostálgica", cuenta Marina, en diálogo exclusivo con Teleshow.
—¿Cómo fue la infancia con un papá tan famoso? ¿Esas consciente de que se trataba de una primera figura?
—Yo nací con un papá famoso. Lo de mi hermana fue distinto porque, cuando ella era chiquita, mi papá todavía no era conocido y se tuvo que acostumbrar a la idea. Pero para mí, era lo más normal del mundo, sobre todo porque él era bastante antidivo y no tenía ningún rollo con la fama. Ni siguiera se la creía. Siempre repetía ese refrán popular que dice: "La fama es puro cuento". A mí me decía: "Esto es cartón pintado, hija". Así que, en ese sentido, me la hacía fácil porque disfrutaba de la gente: le encantaba que se acercaran a saludarlo, a sacarle fotos o pedirle un autógrafo. Es más, si no se le acercaban, él mismo buscaba el saludo del público. De manera que nunca me pesó porque lo naturalicé y porque él no lo vivía de manera traumática, sino todo lo contrario. Sí era consciente de que era una figura porque veía los teatros llenos y sabía lo que generaba cuando llegaba a un lugar: sabía que mi papá era una persona popular y, sobre todo, querida. Y hasta el día de hoy eso lo siento en la calle, donde todos tienen un buen recuerdo de él.
—¿Cuáles son las anécdotas con él que tenés más presentes?
—Muchas. Pero ahora que estamos en verano, me acuerdo mucho de la playa. Pasamos unos 18 veranos consecutivos en Mar del Plata, yendo todos los días a Playa Grande, haciendo las sobremesas en el Hermitage, cenando en el restaurante Los Amigos… Me acuerdo que nos cruzábamos con Gerardo Sofovich, con el Negro Olmedo, con Jorge Porcel, con Juan Carlos Altavista, con los Bredeston, con Dorys del Valle y Emilio Disi, que en esa época eran pareja, con Linda Peretz y Carlos Rotemberg. Eran afectos entrañables para mi viejo. ¡Y con Mirtha (Legrand), obvio! Porque los sábados iba con Coca a cenar con ella y yo siempre me colaba.
—¿Es verdad que eras la consentida de papá y que Iliana se ponía celosa por eso?
—Y… sí: yo era un poco la consentida. Porque aunque no parezca, hay un poquito de diferencia de edad con mi hermana. Cuando ella tenía 15, yo era una nena de siete años. Y me parece que tenía que ver con eso. O andá a saber con qué: afinidades, caracteres o el hecho de que yo era la más parecida a él. ¡Qué sé yo! A veces uno se identifica con algo de sus hijos y eso genera otra conexión. Pero además, yo era como un perrito faldero con mi viejo. Mi mamá decía: "Marina siempre anda atrás del padre". Él se afeitaba y yo lo miraba, él se iba a tomar un café y yo lo acompañaba… Yo tengo una sola hija (Mía Virasoro), así que no lo sé explicar, pero me imagino que esto les pasará a los padres con sus hijos. Y no es que quieran más a uno que a otro, sino que quizá conectan más fácil con alguno. Y bueno, Iliana lo vivía como podía, yo creo que tomando un poco el rol de madre. Por eso es que a mí me tenía al trote, sobre todo cuando el Cala y la Coca no estaban en casa. Y se descargaba así: retándome todo lo que podía.
—¿Cómo era la relación de Juan Carlos con tu mamá?
—Mágica. Eran el estereotipo del matrimonio perfecto. Pero digo perfecto en el buen sentido: era una pareja súper armoniosa. No recuerdo discusiones de esas en las que vuelan los platos o en las que terminan todos a los gritos. Si tenían alguna diferencia, la resolvían muy civilizadamente porque nosotras no nos enterábamos. Cuidaban mucho esas formas. Además Coca tiene muy buen carácter, es muy alegre y compañera, así que no ha sido una mujer difícil. El sí era un poco más parco o arisco, pero era un hombre de buen corazón y la amaba con locura. Así que eran una combinación ideal, al punto que se volvió una relación simbiótica: eran dos, pero eran uno. Mi viejo siempre decía que se había sacado la lotería con mamá. Pero yo creo que ella también se ganó la grande con él, aunque es tan diva que nunca lo va a reconocer…
—¿Es cierto que Cala oficiaba de consejero tuyo tanto en cuestiones laborales como personales?
—Sí, total. Papá era el que miraba los programas y hacía las críticas constructivas. O a veces destructivas, pero con la mejor intención…Y siempre me aconsejaba en temas laborales, aunque respetaba mucho mis decisiones. A veces no las compartía, pero las respetaba. Y en temas personales también: por ahí se daba cuenta antes que yo de lo que me pasaba. Eso era impactante. Por eso hoy, cuando tengo que tomar una decisión, siempre pienso en qué me diría él. Gracias a Dios tengo el hombro y la escucha de Martín (Albrecht, su pareja), que un poco vino a esta vida a reemplazarlo. ¡Mirá qué responsabilidad! Pero en todo momento lo tengo presente a Cala. El parecía más duro y más exigente de lo que era, pero siempre tuvo una mirada muy amorosa sobre sus hijas.
Teté Coustarot llevó al velatorio de papá un anillo que le había hecho él. Y Susana también llevó uno que le había regalado papá, pero ese lo había comprado
—¿Qué significaba para él su familia?
—Era todo. Yo me acuerdo un reportaje que hizo con Gerardo en A la manera de Sofovich, en el que dijo muy genuinamente: "Cambiaría todos mis logros profesionales si eso sirviera para salvar a mi familia". Porque la gran cocarda de papá era la familia que construyó, mucho más que cualquier medición de rating, suceso teatral, premio o reconocimiento popular. Cala estaba convencido de que su gran capital éramos nosotras. Y eso era hermoso. Su felicidad era la nuestra más que la suya. Y sus grandes dolores de cabeza han sido por cuestiones familiares y no laborales.
—¿O sea que el trabajo no era su prioridad?
—El trabajo ocupaba en su vida el lugar que tenía que ocupar. Era muy disciplinado, metódico y obsesivo en lo laboral, así que no dejaba nada librado al azar. Pero cuando se apagaba la luz, se bajaba del personaje y era un hombre común, en el mejor sentido de la palabra. Me acuerdo que yo me ponía mal porque creía que él se merecía estar en las tapas de revistas de los personajes, pero a él no le importaba: "Hija, las tapas no son diplomas", me decía. No le daba trascendencia ni a eso, ni a los premios. Lo que sí disfrutó fue el Martín Fierro a la Trayectoria (2013), porque fue su despedida del público y de los colegas. Ese Teatro Colón de pie, ovacionándolo, fue su manera de despedirse con honores de todos los que lo habían acompañado durante tantos años.
Acompañado por sus hijas, Juan Carlos Calabró recibe el MF por su carrera
—En los últimos tiempos había desarrollado varios hobbies.
—Sí. Arrancó pintando botellas con una técnica que le había enseñado el mozo de un restaurante. Y después, con esa misma técnica, pintó mates, platos y ceniceros para regalarle a los amigos. Hoy, si recorrés el barrio del Botánico, dónde vivía, vas a ver que todos los bares tienen objetos decorados por él. También se abocó a la fotografía, que había sido su hobby de toda la vida, desde las playas de Mar del Plata hasta las últimas que le tomaba a la pantalla de la tele. ¡Un loco! Y hacía anillos, comprando las piedras y engarzándolas él mismo. Era muy hábil con las manos. A Mirtha, por ejemplo, le preguntaba qué color iba a usar el fin de semana y le preparaba uno especialmente. De hecho, Teté Coustarot llevó al velatorio de papá un anillo que le había hecho él. Y Susana Giménez también llevó uno que le había regalado papá, pero ese lo había comprado. Eso fue muy lindo porque, más allá del gesto de habernos venido a acompañar en su despedida, fue una especie de homenaje.
—¿Cómo lo recordás ahora y qué hacés cuando te falta su palabra?
—Lo recuerdo con amor a cada instante, porque lo tengo muy presente. Y lo sueño mucho. Al principio lo soñaba enfermito, como en los últimos tiempos. Pero ahora, por suerte, ya lo sueño sano. Y eso está bueno porque el recuerdo va mutando. Primero era más pesado, más angustiante, pero ahora es alegre. Y no hay charla en la que no aparezca. Siempre me encuentro diciendo: "Como diría Cala, tal cosa…". Porque el tenía un latiguillo para todo. Así que no me falta su consejo, porque su voz interior ya está mezclada con la mía. Por ahí, me falta la diaria. Pero el resto ya lo llevo puesto. Y cada vez es más patente.
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