Cada vez que nos hacen una entrevista a los chimenteros de la tele -sub categoría que tiene connotación peyorativa de manual, pero que no afecta ni denigra nuestro trabajo-, lo primero que nos preguntan es: "¿Cuál es el límite para este tipo de programas? ¿De qué no se habla? ¿Con qué no se meten?".
La respuesta en general no conforma nunca porque la idea -el prejuicio en sí- es que "somos capaces de matar a nuestra madre por un punto de rating". Con asidero o no, esta máxima debería aplicarse a toda la tele argenta, porque resulta que los chimenteros somos capaces de todo, pero al final las mayores barbaridades las cometen otros. Es más fácil pegarnos y subestimarnos a nosotros, pero a veces nos quedamos cortos.
Entonces habría que preguntarse cuál es el límite para todos, y no para un sector del periodismo. Ver ayer a la tarde a Mónica Gutiérrez tratando de hilvanar una pregunta que tuviera relación con la respuesta y las agresiones que Rodrigo Eguillor -el "personaje del momento" que se reía en su cara- le propinaba, hacía replantearse la pregunta.
"Lo tuvieron ellos. Si lo hubieses tenido vos, ¿no lo hubieses entrevistado?", me preguntaban ayer cuando critiqué en Twitter cómo este nefasto se paseaba por la tele. En general, la hipocresía reinante intenta explicar que al que le toca, le toca, y nadie se perdería semejante papa mediática. Por eso cuando me preguntan por el límite, ahí está el ejemplo para la respuesta que nunca alcanza.
Hace poco tiempo me tocó vivir una situación complicada en televisión: sacar del aire a un periodista que respeto y admiro, Rolando Hanglin, cuando atisbó maltratar una compañera. ¿Esto me hace mejor que alguien? No. ¿Me sirve para ponerme de ejemplo? No. Mañana puedo tropezar con un Eguillor, y tendré que estar en mis zapatos a ver qué hago. No pienso jactarme de nada, no soy fiscal de la tele -y hay muchos-. Aprendo al aire el oficio. Y es una tarea a diario.
Claro que Eguillor no es Hanglin, sino alguien mucho peor. Causas pendientes y una condena social masiva, reprochable discurso, un episodio confuso y el "atributo" cobarde de ser hijo de una fiscal, pintan la imagen más lamentable. Aquí reaparece la pregunta sobre qué debe hacer la tele con este tipo de gente. ¿Mostrarla? ¿Potenciar su discurso? ¿Escracharlo públicamente? Salvando las distancias, ha pasado lo mismo en los últimos tiempos con mediáticos como Ivo Cutzarida o Gisella Barreto. Pero aquí hay graves denuncias judiciales en el medio y -aunque le cabe la presunción de inocencia- estamos frente a un potencial delincuente.
No vale escupir para arriba nunca -a los de la tele nos encanta y en general no alcanzan los paraguas cuando la saliva nos cae encima-, pero en un límite tan delgado se puede sentar posición, inclusive a riesgo de equivocarse y que el archivo nos condene en el futuro: yo no lo haría.
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