Corre –mejor: se desliza lentamente– 1948. El pequeño Héctor llega a sus diez años en la inmensa pampa y en la monotonía de esos pueblos que Manuel Puig narró como nadie. Diez años ya sin padre "y con una madre en sombras", como recordará más de seis décadas después en la última entrevista: mesa de Rond Point, anochecer sobre el río…
Esos pueblos. El suyo, Bragado, a 210 kilómetros del Obelisco. Esos pueblos que en ese tiempo tenía tres dioses. Uno sagrado y dos paganos. ¿Los paganos? La radio, mínimo templo de madera con una ventanita iluminada y con números, y La Propaladora: el camioncito con micrófono y parlante que tanto anunciaba la bullanga de un circo trashumante y recién llegado como las "tentadoras ofertas en el almacén de ramos generales". La llamaban La Propaladora sin saber que, en Grecia y cinco mil años antes, era el Carro de Tespis, un escenario rodante…
No hay plata en la casa, la madre sigue en sombras de soledad, de viudez temprana, y de pronto la radio despacha aquello de "Y, de vuelta nuevamente / en la alegre redacción". Empieza El relámpago, un casi eterno programa cómico, y el hombre que fue aquel niño me cuenta casi susurrando:
—La miré, y sonreía. Por primera vez desde que vestía luto, Felisa, mi vieja, ¡sonreía! La radio había hecho el milagro…
Felisa, que se le fue tres años antes de esta charla, a los cien, con un Alzheimer del que Héctor duda:
—La ciencia dice que no reconocen a sus seres queridos, pero… ¿quién lo sabe? Tal vez en un rincón misterioso de su cerebro, ella me reconocía…
Partir es morir un poco, dicen, pero también partir es nacer otra vez.
Y él, Héctor Ricardo Larrea, nacido el 30 de octubre del 38, con el trigo ya sembrado, emprende el escape y el segundo nacimiento en el 59.
Tiene 21 años, "apenas la escuela primaria", golpea más puertas de las que recuerda, "y viví en pensiones que de sólo mirarlas te daban ganas de suicidarte".
Bien pudo desesperarse. Bien pudo repetir aquellos fúnebres versos de Discepolín ("Aullando entre relámpagos / Perdido en la tormenta") y balearse en un rincón, pero la bandera blanca no estaba en su provinciana valija de cartón…
Y justo a tiempo, cuando el hambre y la esperanza se toreaban, alguien le toca el hombro:
—Si no vas a la televisión estás muerto. Quepedé.
Manos a la obra, Héctor, Hetítor, como lo llamarían cuando ya era un grande, y ya ganada la batalla que me contó así:
—Me tiré el lance. Adelgacé, porque pesaba más de cien. Me hice hacer unos trajes –quemando las últimas chirolas, claro–, y de pronto tuve la extraña, increíble certeza de que iba a andar bien. Tanto, que le dije a un gerente de Canal 13 que me apostara unos boletos… Y el capo creyó. Y H.L. puso primera en programa top: La campana de cristal, con la batuta de Nelly Raymond. ¡Y me vieron! Porque en la tele basta que te vean… ¡y ya existís!
Pero el amor a primer oído seguía vivo: la radio. Y allá fue. A un templo casi inalcanzable: Radio El Mundo, Maipú cinco cinco cinco. El mandamás de turno, corbata, chaleco y reloj avaro, lo recibió casi de compromiso:
—Tengo poco tiempo, Larrea. Media hora.
—Para todo lo que hago no alcanza, pero si no hay más remedio, ¡lo hacemos rapidísimo.
Fue como Rodrigo de Triana gritando ¡Tierra! desde lo alto de la carabela:
—¡Rapidísimo! ¡Qué titulazo!
Corría 1967. Y entre El Mundo, Continental y Rivadavia… esa media hora duró treinta años…
—¿Y cuántos Martín Fierro, Héctor?
—No sé…, creo que son catorce.
—¿Qué es la radio?
—Todo. Mi Disneylandia. Porque no me engaño. No soy un genio. Soy un muchacho de campo que tuvo mucha suerte.
—Pero la suerte necesita alguien que la enhebre…
—Y lo hice. Aproveché todo a muerte. Cada libro. Cada
disco. Los cursos del ISER, donde notables profesores de filosofía desasnaban a cincuenta pelotudos como nosotros. Las charlas de Borges en la galería Van Riel. Los libros de Abelardo Castillo, un genio. El prime–Time de Cacho
Fontana (¡único!), la cultura de Tony Carrizo, el ingenio de Alejandro Dolina, las rupturas y los silencios del Peruano Parlanchín… ¿Sabés que soy? ¡Una esponja!
Pero los golpes de la vida no faltaron. Dos veces cáncer de colon. Ely (Elizabeth), su mujer, jaqueada por cáncer, anorexia, enfermedad mental: una batalla día a día…
En este punto podría sonar música de desfile. Porque por Rapidísimo pasaron locutoras míticas (Rina Morán, Beba Vignola), Mario Sánchez y sus setenta personajes, Jorge Porcel, Mario Clavell y sus infinitos boleros, Marcelo Tinelli haciendo apenas flashes deportivos, Luis Landriscina…, y etcéteras notables.
Más de treinta mil horas en el aire: ¿queda algo más que decir?
Sí. Hoy llegó a sus ochenta años. Y frente al micrófono, en su programa Una vuelta nacional (AM 870, lunes a viernes de 2 a 5 de la tarde, abrirá "con un cuento, un poema, buena música, porque no creo en esa mentira de que al público hay que darle basura… porque quiere basura. El público, cuando lo elevamos, ¡Pide más!"
(Post scriptum: Cacho Fontana nació y creció en un conventillo: "Cuando llovía salíamos al patio, porque caía menos agua que dentro". Tony Carrizo, culto enciclopédico, nació en General Villegas –que Manuel Puig, en sus novelas, evocó bajo el nombre de Coronel Vallejos– y tuvo su bautismo de micrófono en el asiento de La Propaladora. Fernando Bravo, talento natural, remontó el río desde San Pedro hasta la Babilonia porteña. Además del escape, ¿qué buscaban? Me atengo al catecismo de Larrea: "Cada uno es cada uno, pero creo que por varios factores: el ego, la necesidad de trascender desde una realidad que no te gusta, la necesidad de inventar mundos más apacibles (o menos hostiles), y el hacerte notar. Porque después de todo, el camoncito de La Propaladora era como un escenario. La felicidad…)".
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