La historia que sirve de base para el filme, es apasionante y cinematográfica. Soledad Rosas, una joven de familia acomodada, decide emprender un viaje a Europa en busca de su destino, ya hastiada de todo. En Italia se enamora, y se suma a un grupo de anarquistas que toma viviendas. Pronto será acusada de participar de la planificación de un atentado y su destino se torna fatal.
El traspaso de esta trama al papel en Amor y anarquía, la novela de Martin Caparrós, fue efectivo. El libro lograba reflejar el contexto histórico, las motivaciones de Soledad y de sus colegas en esa guerra utópica entre antisistemas y burgueses acomodados.
Pero Soledad, la película de Agustina Macri, carece de corazón. Es perfecta desde lo estético y denota un gran despliegue de producción que incluye decorados reales en Europa y reconstrucción de los tópicos de la década del 90.
Sin embargo, la heroína Soledad (compuesta con apatía y cierto tono desganado por Vera Spinetta) se transforma en el cliché de la tristeza de los niños ricos. Se indaga poco en su interior y también en las cuestiones políticas, fundamentales para entender el movimiento al que la joven se suma. Así las cosas, el filme termina siendo una historia de amor rosa con poco trasfondo.
Tampoco es sencillo empatizar con el personaje principal, y el inicio del metraje que anticipa el final fatal no ayuda a crear cierto suspenso a aquellos que son neófitos en el tema. Los actores secundarios, con Luis Luque y Silvia Kutica entre los mas correctos, deambulan sin terminar de encajar en una trama que apela en demasía al flashback y al testimonio de una hermana mayor.
Soledad es un largometraje con muy buen envoltorio: la fotografía de tonos fríos trasmite la atmósfera de opresión, la música y puesta en escena funcionan. Pero una vez que se desenvuelve el paquete, el interior deriva en una caja vacía.
Quizás sirva para despertar la curiosidad de aquellos espectadores que tras el visionado de la historia busquen en el texto el alma de la que el filme adolece.
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