Al margen de ser el hijo mayor del genial Luis Alberto Spinetta, es uno de los cerebros de Illya Kuryaki and The Valderramas, el dúo que armó en su adolescencia junto a su amigo de la infancia Emmanuel Horvilleur. Y sin embargo, pese a lo heredado y lo construido, Dante Spinetta está muy lejos de esa imagen estereotipada de rockstar: es más bien un chico algo tímido, y sumamente reflexivo.
A los 40 años y con dos hijos (Brando de Dios, de 14, y Vida Unícua, 12), está de novio con la actriz Cala Zavaleta (25). Eso, en lo personal. En lo profesional, Dante se encuentra presentando su cuarto disco solista, Puñal (editado en diciembre de 2017), una forma artística de luchar contra algunos demonios internos y tratar de dominarlos, al menos desde las canciones y la música.
—Puñal es un disco que tiene mucha profundidad, sobre todo en las letras.
—Le puse Puñal justamente porque te atraviesa, como me atravesó también. Lo arranqué a componer en un momento medio dark, donde estaba muy triste por un desamor y un montón de cosas que estaban girando en mi vida. Y en vez de renegar de esa oscuridad o negarla, la acepté como parte también de la vida. Aprovechar las crisis como un momento para crecer, ¿no?
—¿Cómo lograste salir de una crisis y ver el lado creativo?
—Hacer música es una necesidad, también como un exorcismo. Y gracias a Dios tengo como una salida: puedo bajar las cosas que me pasan y ponerlas ahí. A veces hago música a través de la estética o de flashear películas. Y otras veces son composiciones más del alma y del corazón. Puñal es todo eso: la misma "Puñal", y "Soltar", "Mi vida", "Pesadilla", "Eclipse", "Así será", son todas canciones que tienen mucha sangre. Y quise ir para ahí, y esa maduración que uno va teniendo en la vida también ponerla en lo que hago, que no quiere decir que no haga urbano, cosas también para bailar. Pero todas esas cosas así súper fuertes las tenía que decir. "Soltar" fue la primera que canté en el estudio y fue una necesidad, realmente: decírmelo a mí, escuchar esas palabras, soltar…
—¿Soltar la tristeza?
—Soltar. Soltar en control. Porque uno está todo el tiempo tratando de controlar todo lo que va a pasar, y el destino, y en realidad hay un momento que tenés que pasar lo que tenga que pasar y creer en eso. Es como confiar también que las cosas van a estar bien, no tratar de forzarlas. Algunas veces eso que parece que es algo malo es parte de una revolución interna que te lleva hacia algo mejor.
—¿Te hubiese gustado que te pasara antes?
—Todo tiene que pasar cuando tiene que pasar. Y todo lo que pasó antes está buenísimo también. Siempre fui intenso, pero en este disco también pude mostrarme más vulnerable, y no mostrar nada más el alter ego rapero o estético. En otros discos había más preponderancia del sexo, de la sexualidad en la música. Y ahora me fui convirtiendo más en un escritor de amor porque considero que el amor es lo más importante del mundo, es lo que hace girar todo.
—¿Qué tuvo que pasar en tu vida para que hoy estés en esta situación?
—Pasaron muchas cosas: crecí de una manera muy rápida. A los 14 años ya tenía un disco en la calle, laburaba, giraba por todos lados. Y vengo de un ambiente bravo también: el rock es bravo. Pero siempre acompañado de mis amigos, de mi familia. Y después muchas cosas que me han pasado, pérdida de muchos amigos, que por una cosa o la otra fallecieron, o familia. Y un desamor muy fuerte, una relación muy fuerte con una chica. Se me mezcló todo. Pero hay una gota que rebalsa ese vaso, hay un momento que estás en esa especie de galpón donde escondías todo lo que no tenías querías ver en la vida, de las cosas que habían pasado. Porque uno a veces sigue, sigue y sigue.
—En esa vorágine de tanto trabajo quizás te perdés un montón de sensaciones.
—Exacto. Y acumulás. Entonces hay un momento que está bueno parar y decir: "A ver, ¿qué me pasa? Huy, todo esto". Y usarlo a favor. Porque es real la frase "lo que no te mata te hace más fuerte". Hay frases que son re Facebook, pero son reales. Hay algo en los que hacemos (música) de una sensibilidad muy grande. Y por otro lado, la vida te va endureciendo. Entonces tenés esas dos facetas: sentís un montón de cosas y te duele ver gente pasando hambre en la calle, y por otro lado estás "Dale, andá a trabajar, vos tenés que hacer la tuya y tenés que ganar guita y tenés que mantener…". Y uno a veces se deshumaniza. Eso está pasando mucho en la música, el arte que escuchamos cada vez está más lejos del alma, de hacer algo que haga bien, que salga de otro lado que no sea el de "Che, juntémonos, vamos a hacer guita porque esto pegó". Es todo un negociado, una movida terrible. Entonces yo voy por otro lado porque fui educado así: seguir el amor por las cosas, jugármela por esa. Cuando salgo como solista mucha gente me dice: "Che, cómo paran Kuryaki ahora si vienen de una gira por Europa, ganaron Grammy, los Gardel". Porque no es una empresa: es un grupo, es arte.
—Y le diste lugar a lo que sentías, me imagino.
—Exactamente. Y yo sigo eso como artista, tengo que seguir la flama, tengo que seguir lo que me calienta. Porque si no me apago y ya está, se terminó.
—Recién contabas que desde los 14 años no paraste, que fuiste como apretando el acelerador y nunca frenaste. ¿Qué te perdiste por haber ido tan rápido?
—En tercer año elegí no terminar la secundaria porque ya tenía dos discos en la calle, y ponerme a tocar y no tener un viaje de egresados en quinto. No sé, esas cosas. Pero no me arrepiento de nada porque era mi destino. Yo laburaba, iba de Cemento o de Die Schule al colegio, llegaba sin dormir, ya no podía combinar las dos vidas. Entonces eso fue una elección basada en un trabajo, en una aspiración. Y también con mi viejo diciéndome: "Si no te veo tocar la guitarra todo el día te meto una patada en el orto y volvés al colegio". Entonces yo tocaba la guitarra todo el día porque me gustaba. Decía: "Listo, perfecto, ya está, atr". Y me quedé en esa, me perdí cosas, pero tampoco podés tener todo en la vida. Al mismo tiempo, a los 16, 17, 18, estaba con mi mejor amigo Emmanuel viajando por el mundo, tocando en escenarios gigantescos, con bandas que me gustaban, y otro montón de amigos de la banda. Y pasaron mil cosas.
—Hoy, ¿cómo te definís?
—En este momento pude escapar a mostrarme vulnerable o mostrarme sangrando. Por una cuestión de ego, de no mostrar eso, de pararte haciéndote el guapo frente a cualquier situación. Y me pareció más valiente enfrentarme: "Che, me pasa esto, tuc, ponerlo". Que me pasó en este momento de la vida, no en otro. Siempre fui consecuente con lo que viví, y ahora me tocó vivir esta. No sé qué viene después. La gente me pregunta: "Che, ¿IKV sigue? ". Por ahora está dormido, no sabemos cuándo va a despertar, y si va a despertar.
—Está bueno disfrutar este momento porque si no siempre estás pensando en el próximo proyecto, sin vivir el ahora.
—Exactamente: hay que disfrutar. Ahora quiero estar como solista, y Ema también. Y si algún día se despierta IKV, será porque tiene que ser; por ahora no es.
—¿Como fue tu infancia?
—Lo que sigo manteniendo de mi infancia a la hora de entrar a un estudio es lo lúdico. O a no tener miedo. Porque cuando somos más grandes nos va dando vergüenza: "Che, ¿si nos equivocamos y nos ven?". No, ¿qué pasa? Estoy en el estudio y juego, toco instrumentos que capaz no son mis instrumentos primales, los teclados o los beats, y termino tocando esto o lo otro. Termina sonando bien y me gusta, y ya fue. El arte no tiene que tener miedo, la música. No tenés que tener miedo a jugar a ser vos, a flashear y que pase la que pase.
—¿Tuviste que luchar con ciertos prejuicios cuando empezaste?
—Vivimos dentro de una estructura que muchas veces no nos deja sentir lo que tenemos que sentir. Mismo el machismo con los hombres, por ejemplo. "Vos tenés que proveer a la familia, tenés que trabajar, y no llores, y el hombre no tiene que llorar, no tiene que…". Ese machismo, esa forma de pensar, algunas veces nos separa realmente de esa posibilidad de seguir, de jugar. Y creo que al niño interno no hay que matarlo nunca. Depende para qué: obviamente, no podés aplicar el niño en una relación matrimonial. Yo tuve la suerte de tener padres que vieron por dónde venía yo: de chiquitito tocaba la batería, todo el tiempo había un instrumento, se levantaba un músico del ensayo de mi papá y yo iba "pam, pam, pam", me ponía a tocar todo un poquito. Iba a todos los shows de Fito (Páez), o a los de cualquier banda, y me quedaba en todos: quería estar ahí para ver cómo se hacía.
—¿Que te molesta que te pregunten en las entrevistas?
—"Che, ¿y cuándo decidiste ser músico, o cómo te diste cuenta?". Es que nunca decidí ser músico, nunca dije "Che, quiero ser músico". Me acuerdo que cuando era chico quería ser lo que querían ser todos los chicos: en un momento quería ser policía, en otro ladrón, quería ser bombero, médico, astrónomo. Y después nada, a los 10 o 12 años automáticamente me empezó a pasar eso de conectarme con el arte. Y mis viejos me incentivaron y me llevaron para ese lado.
—¿En algún momento fue una presión venir de una familia de músicos con un apellido tan importante?
—No, no. En mi casa, con la música, crecimos a lo gitano, en el sentido de que está ahí, que no se separan las cosas, los grandes, los chicos. Los instrumentos estaban ahí en el living, en los cuartos: "Agarrá, tocá lo que quieras, vení, sentate, ¿vos viste cómo es esto?". Escuchar música, hablar de la música, aprenderla a escuchar. Cosa que yo también hago: mi hijo Brando es jugador de fútbol y es el primer deportista que hay (en la familia) dedicándose al deporte. Y es increíble: yo estoy aprendiendo un montón a través de él. Mi hija Vida sí es música. Y ahí le puedo enseñar cosas yo. A mi hijo le puedo enseñar otro montón de cosas pero de fútbol sabe mucho más él que yo, que soy de madera. Se trata de eso, de hablar con los hijos, comunicarse y escucharlos a ver por qué vibran, qué los calienta. Y si no lo saben, acompañarlos. En este momento me doy cuenta que a pesar de todos los años que uno tiene, uno sigue siendo un alumno del sonido y un alumno de la vida constantemente. El día que dejas de sentirte un aprendiz, el viaje se acabó un poco.