Nos cantaban "Fiebre de primavera" en tiempos en que aún vivíamos en blanco y negro. No puedo decir que me acuerdo del programa de TV -no podría reproducir parlamentos y toda esa época de la televisión adquiere la forma de un sueño-, pero sí me acuerdo de Violeta, con su voz clarita, sus ojos redondos y su onda de chica hermosa y buena gente; una Doris Day criollita con estilo italiano, cuando Italia aún marcaba el paso de la música popular en la Argentina y de a poco nos dejábamos caer en los brazos de la música en inglés. Durante unos años, los de mi primera infancia, Violeta lo fue todo: twist y melancolía; entusiasmo y romanticismo. Fue la voz amiga y delicada, de sensualidad escondida y reservada para la intimidad, y tuvo el rostro de la mujer ideal, soñada.
Era una ídola de pantalla y revistas, livings familiares y peluquerías de sábado a la tarde, aunque a la vez se nos presentaba como alguien posible, cercano, una vecina querida, una tía, ¿una mamá? Fue la mayor celebrity local de su tiempo y mantuvo su aura humana, alejada de todo ruido innecesario. Posiblemente hoy, en el mar de nombres e imágenes prefabricadas que duran un suspiro, cuesta entender que hubo una vez una artista popular que pudo sortear los escándalos y vivir como una persona más.
Violeta Rivas fue la elegida de una generación que lentamente salía de los corsets con picardía pero aún sin romper del todo con las formas y las costumbres. Símbolo de la clase media argentina en tiempos en que la clase media era ese campo social del que los más radicalizados buscaban escapar para confundirse con el pueblo de su retórica y sus ideales, mientras otros soñaban con estirar las manos y arañar el cielo de una clase más acomodada.
Mirando de abajo hacia arriba, las clases más populares imaginaban pertenecer al club solo a fuerza de salario y TV. El marketing, la televisión y cierto discurso político homogeneizaban relatos para estimular todo tipo de consumo en esa ancha avenida del medio. Violeta fue una luz adorable en ese contexto aspiracional.
Entre sus talentos y dones albergaba el cóctel perfecto para convertirse en la estrella número uno de las niñas: la voz aguda y alegre, movimientos delicados y los gestos de una mujer alejada de cualquier forma de la agresividad y la grosería. No es casual que, muchos años después, Capusotto haya creado su exitosa parodia hundiendo su humor en aquella estampita de mujer amorosa, exhibiendo el lado B de tanta calidez y ternura: Violencia Rivas, una suerte de Mr. Hyde de la chica de los sueños.
Hay una anécdota familiar clásica, de esas que se repetían en cada reunión. Me divertía ver a mis viejos o a mis abuelos reírse con el relato una y otra vez, seguramente porque de ese modo me colgaba de un recuerdo prestado pero que siempre actuó como una fotografía, un documento de mi historia personal del gusto. Yo tenía dos años y paseaba de la mano de las enfermeras por los pasillos del sanatorio IMO, dándome corte con un romance ficticio. "Soy la novia de Johnny Tedesco", les decía a las chicas de blanco. "La novia de Johnny Tedesco soy yo", les repetía una y otra vez.
Acababa de nacer mi hermana y las enfermeras se mataban de risa cuchicheando conmigo, que insistía con mi romance en un intento absurdo por explicarles a media lengua, como podía, que yo también formaba parte del Club del Clan y sus chicos y chicas perfectos, ideales, modernos. Recién ahora, que ella ya no está, termino de entender qué me llevaba a decir aquello. Y es que aunque yo decía que era la novia de Johnny, lo que en realidad quería, igual que todas, era ser Violeta Rivas.
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