Dice que “los recuerdos se gastan”, excepto en Mar del Plata. Donde, y quién sabe por qué “rara cuestión dimensional”, vuelve a ser un niño (de “viejas pero vívidas emociones”) que en cada esquina encuentra a papá: “Bronceadísimo, del brazo de mi vieja y con el sweater prolijamente anudado en la garganta”. Tan poco casual como la palabra Freedom que lleva tatuada, resulta el hecho de que ese vínculo particular (y por lo menos “polémico” desde este lado de la vida) haga nido en esta conversación. Porque en el cuento de Jorge Martín Bossi (49), su padre ha sido la contrafigura perfecta para lograr arrancarse de un tirón las mil y una máscaras con las que ha transitado su historia y los escenarios. De hecho, la Bossi Live Comedy, que hoy presenta en esa ciudad, es otra “linda consecuencia” de un proceso personal de cuatro décadas que finalmente lo “curó de las mentiras”, devolviéndolo “inéditamente honesto y para siempre crudo”. Echemos un vistazo a través de esa cerradura.
Jorge Bosi (con una “s” según da cuenta el apellido real), hijo del gran Primo Bosi –”un intuteable partigiano de Piacenza, orgulloso de las esquirlas de la Segunda Guerra que adornaban su metro noventa” y de María Antonieta Bergonzi, “una modista francesa que arreglaba los uniformes alemanes en el sótano donde vivían”– era “la norma”. Su sola presencia lograba “aterrar” a Martín, crecido entre dos muletillas letales: “Lo que diga tu padre” y el “Cuando se entere”. La casa de Colombres y Frías, “a 5 cuadras del Estadio Eduardo Gallardón”, en Lomas, estaba regida por “el sonido del motor de su Toyota en cada regreso” y un decálogo más pesado que el de las tablas de Moisés. “Para él la vida era: ‘Debes ser arquitecto o tenista’. Hay que tener bien sabido el Himno Nacional, venerar al presidente de turno, al Papa de Roma y a la Santa Patria. Sólo se admite una religión (en suerte la católica), un tipo de amor y una sexualidad”, enumera Bossi. “Y yo rompí cualquier esquema. Ya desde muy chico empecé a sospechar de todo y a poner todo ese todo en permanente cuestión. Entonces me dije: ‘La cosa parece estar armada para que no seamos felices y yo quiero buscar la felicidad’”, recuerda. Así, como el hábil simulador que aprendió a ser, inició su silente reyerta. “Porque para que te vaya bien en la vida hay que desobedecer”, reflexiona a la distancia. Pero durante años, esa actitud tan solapada, lo tildaría de “desgracia social”.
“Yo solo quería la libertad”, cuenta Martín revisando el trayecto de su infancia y de su adolescencia, “tiempos en los que no te digo que llegué a odiarlo, pero… ¡Uff!”, suelta admitiendo, también, que hasta “no hace mucho” pudo entender de qué iban las lecciones de este “director técnico de mi vida”, como lo llamaba. “Papá, enseñándome el arte del trabajo, siempre me decía ‘Repetición es reputación’. ¡Revés, revés, revés contra el frontón! Drives y saques durante dos horas. ‘Cuanto más perseveres, más prestigio vas a ganar’, me indicaba él, que supo ser un gran y muy reconocido tenista”, relata. “Un día me vio durmiendo la siesta. Yo tenía 13 años y me levantó a los gritos: ‘¡A tu edad yo no dormía ni de noche!’. Eso momento me quedó tan marcado que tal vez sea la razón por la que me obsesiono con los ensayos hasta entrada la madrugada”, señala. “He perdido mucho, y más aún grandes amores, por ensayar y ensayar como un loco”. En balance, Martín asegura haber aprendido “infinitamente más” que lo que Jorge confió en él. “Papá no creía en mí. Pero en aquel entonces ni yo lo hacía. Nadie apostaba por esto (se señala), ni siquiera mi propia sombra”, reflexiona. “A los 5 años ya me decía: ‘¡Vos sos un fracaso!’”, revive Bossi. “¿Entendés lo que eso significa? Por ahí iba a un acto en el jardín de infantes y tiraba un: ‘¡Ponete firme! Mirá cómo está parado… Sos un desastre. ¡Vos ya fracasaste!’. ¿Te das cuenta? Yo fui el ‘fracasador’ más joven de la historia”, ironiza.
Y el tenis ayudó a fomentar aquellas emociones. Porque al darle su raqueta en aquel viejo garage, Jorge entregó a su hijo otro de sus mandatos: un peso que embestiría su autoestima y el inicio del hobbie de la mentira que no lograría sacudirse por años. “Yo había cumplido 10 y ya competía”, cuenta Martín volando a esos tiempos sobre las canchas de polvo de ladrillos del Club Atlético Los Andes (Lomas de Zamora). “Es un deporte muy cruel que, permanentemente, te invita a fracasar. Y yo hacía cagadas. Me rateaba, me escapaba a ver fútbol… ‘¡Nos engañó otra vez! ¡Le pago el entrenamiento para qué!’, protestaba mi viejo. Y cuando perdía cada fin de semana en el primer set, lo veía ahí, en su guardapolvo azul de la casa de repuestos, con la birome bien ajustada a su bolsillo delantero, desprendiéndose del alambrado y alejándose de a poco con la decepción en su mirada”. Entonces ya no hacía falta revisar las jugadas, “yo crecí convencido de que no cubría las expectativas”.
Entre tanto, “y porque la vida es sabia”, en esta trama existió otro personaje. El abuelo Eduardo Alvarez, “que hazañosamente había nacido en un vagón”, sabía abrazar a Martín, “como nadie más”. Y se dedicó, tal vez con intuición, a fomentar “algo de color” a los días de preceptos. Nadie sospecharía de que esa influencia, “a veces tan mal vista”, encendería una vocación. “Él, con esa pinta y sus ojos verdes, y lo digo sin ánimo alguno de dañar la memoria de mi abuela Nelly, seguramente jamás cultivó la monogamia”, suelta con gracia. “Tenía dos grandes talentos: El fútbol (de hecho jugó de 5 y en Primera, en Lanús, en el America de Cali, en Colombia, y en el Strossner de Bolivia) y la mentira. Porque era un mentiroso a niveles extremos”, relata Bossi. “El abuelo Eduardo me enseñó a pensar”, recuerda sobre la aparente amenaza que muchas veces disparaba el reclamo de Jorge: ‘¡Kela! (así apodan a la madre de Martín) ¡Todo es culpa de tu padre!’. “Entre otras cosas, me incitaba a cuestionar a los maestros, especialmente a los de catequesis. Entonces, en clase, llegué hasta poner en duda el embarazo de la Virgen María o a desestimar el Pecado Original, por ejemplo”, cuenta respecto de la génesis de sus primeras reprendas escolares.
Eduardo guardaba dos semillas más para un futuro distinto del que intentaban trazar para Martincito. Racinguista de cepa, enfervorizó el sentimiento futbolero de este tenista que, a escondidas por las imaginables consecuencias que eso detonaría en casa, “soñaba con hacer los goles de Maradona llevando la camiseta de Boca”. Y, además, lo metió en un circo. “El Gran Hungría, el más misérrimo pero inigualable”, describe Bossi. “Ahí conocí al payaso como figura significante. Y cuando lo vi por primera vez, pensé: ‘Esto era lo que yo hacía’. Como si hubiese recordado ese arte de la risa”, relata. Entones entendió que “el humor no era más que un arma para la supervivencia en el contexto de una casa en la que se discutía demasiado”, revela. Cuando “la cosa se pudría”, aparecía él entre tantos tanos. “Improvisaba un disfraz, imitaba a algún pariente y confirmaba que las risas disolvían los conflictos”, concluye. Y puertas afuera también, porque la táctica resultaba igual de efectiva en las aulas del Instituto Saenz. “Yo era el mariconcito fifí que practicaba el deporte blanco, como le decían al tenis. Me bullyneaban bastante, pero cuando había que hacer reír, pelaba mi gracia y todos se morían”, dice. En definitiva, los Bossi eran maestros en el arte del altercado. “La falta de guita y la política llevaban la punta en los índices de violencia. De hecho una vez mamá debió rescatarme de un botellazo”, recuerda. “Pero nada le ganaba a los celos de mamá.
Sí, Kela (Nélida Raquel Alvarez de Bosi, como le gusta presentarse) fue la primera Stalker. Varias veces al día, y minuciosamente, revisaba la carterita de papá en busca de algún número de teléfono que alguien pudiese haberle dado”, explica. “Sin contar, claro, que se ponía como loca cuando aparecía Adelina Dalesio de Viola (73) en la televisión… La odiaba. Estaba convencida de que a mi viejo le gustaba. ‘¡Es terrible como la mirás, Jorge! ¡Te vi!’, le gritaba”. Hoy entiende que “ellos fueron víctimas de una estructura de amor en la que muchos caen… ¡Matrimonio!”, dispara. “Me acuerdo del día que mi viejo y yo nos íbamos a jugar tenis. Ella dejó la pascualina que estaba haciendo, salió sacudiendo el repasador y vociferando: ‘¡Acá hay que estar! ¡Hay que estar! ¡Esto es una familia! Y yo pensaba: ‘¿Por qué la gente se presta a esto?’”, desliza. Pero ya llegaremos a ese tópico.
“Había entendido ya el folclore de la vida en un circo y en la cancha. Y estaba seguro de que eso me salvaría la vida de lo que vendría después”, reflexiona. Entre tanto, cierto atisbo de vocación –”palabra por entonces impronunciable en ese sentido”– se abría camino más allá de los límites del living. “Alguna vez, a mis 9 años, una de mis maestras citó a mis viejos en Dirección. Así, muy seria, les preguntó: ‘¿Ustedes están al tanto de lo que hace su hijo?’. Ellos se miraron con indignación. ‘El otro día faltó un profesor y Martín, subido a un pupitre, entretuvo a cientos de alumnos’, les contó. ‘Y en el último acto interpretó a San Martín bailando como Michael Jackson… ¡Tenían que haber visto la coreografía de los granaderos!’, detalló. ‘¡Cómo que Michael Jackson!’, gritó papá ya con la sangre hirviendo. ‘Claro, eso sin contar cuando encarnó a Sarmiento cantando Mi gran noche con la voz y los moditos de Rapahel’, detalló esta docente. ‘Deberían considerar mandarlo a teatro’. Y ahí se descompusieron. Yo juré que esa noche moriría, pero me llevé una sorpresa”, adelanta. “Papá se me vino encima, y así muy solemne, me dijo: ‘¿A vos no te transpiran las manos cuando tenés que hablar en público?’ Y entonces compartió conmigo su gran secreto”, cuenta.
“Mi viejo tenía un severo problema de timidez y se le humedecían las manos al sentir vergüenza, algo que realmente lo tramaba y lo atormentaba mucho. Tanto, que en las fotos de su casamiento, se lo ve firmando con la mano envuelta por un pañuelo. Para que te imagines, mamá imitó su caligrafía en todos los boletines de mi vida debido a esa anulación”, relata. E investigando respecto de aquella imposibilidad, Martín dice haber descubierto situaciones aisladas pero plausibles de ser sujetas un hilo lógico. “Papá había llegado de Italia a sus 6 años, después de un mes en el barco en el que se enfermó muy gravemente, con picos de fiebre que pudieron haberlo afectado. Pero además, y por la ignorancia de aquel entonces, siendo zurdo, lo habían obligado a aprender a escribir con la mano derecha. Y eso pudo haberle generado cierto tema en la cabeza que luego derivó en el Parkinson que se le despertó a sus 38″, expone. “Por eso decidí tatuarme en mi brazo derecho, la que fuera, tal vez, su única firma real. Esa que esbozó en los registros al pisar este país”, afirma orgulloso. “Y muy cerca llevo Bettola, la ciudad de Piacenza, en Emilia Romagna, donde él nació”, exhibe dando cuenta del homenaje. “De este modo simbólico, nada más ni nada menos que a través de su firma, siento que lo acompaño a dar ese paso que él no hubiese podido dar jamás: pararse en todos y cada uno de los escenarios a los que me subo. Su nombre, sobre mi piel, finalmente logró burlar el pánico de cara a todo ese público”.
Jorge había digerido la idea de que su hijo era un creativo. Pero eso no representaba la luz verde que Martín necesitaba. De ahí en más, su camino sería un campo minado de mentiras. Recuerda el “trágico” último coletazo de los 80. Bossi cursaba el tercer año cuando dice haber atravesado una experiencia tan “emocionalmente caótica” que durante mucho tiempo padeció “el sueño recurrente de ser un vagabundo, hambriento e indigente”, que tanto lo desesperaba. Había quebrado ya otra gran premisa: “Mi viejo me había dicho que si me llevaba más de 3 materias, me quitaba la raqueta”, dice respecto del escape que resultaba el aire de una cancha (mucho) más allá del deporte. Con el límite sobrepasado, Martín encontró la solución en una estafa. “Con ayuda de una Commodore 64, empecé a falsificar mis boletines. Pero claro, sin demasiada consciencia, estaba iniciando una cadena imparable de simulaciones. Y tuve que pegarle el años entero”, recuerda. Y como entrar a las clases había perdido ya todo sentido, “cada mañana, mi viejo me dejaba en la puerta del colegio, y ni bien se iba, me metía en el club del barrio hasta que se hiciera la hora de volver”, dice. Ante la presión por las sospechas de la dueña del buffet de ese sitio y los interrogantes del Cura Rector, el Regente y la Super Regente del colegio, Bossi se quebró.
“Nunca fui más sincero que aquella mañana en la que les supliqué piedad”, rememora. “Les dije: ‘¡Papá tiene Parkinson, no puedo enfrentar esta situación solo!’ Pero lejos de la empatía y la misericordia que pregonaban, me sentenciaron: ‘¡Usted es un especulador!’, dijeron clavando el odio irremediable de Bossi hace ese Instituto y la disidencia de la religión. “Fue así que una tarde, caminando de regreso hacia mi casa, vi a un tumulto de gente en la puerta. Así como en escena de alguna típica película de Luis Sandrini, mamá se adelantó desesperada y a los gritos: ‘¡Ya sabemos todo! Vamos a estar bien’, pronunciaba entre llantos. Claro, toda la familia creyó que había utilizado el dinero de las cuotas para comprar drogas y que, prácticamente, ya era todo un adicto”, narra Martín. “Entonces fui hasta mi placar y saqué cada rollito de plata que escondía por ahí. Devolví todo. Aquel tribunal al que enfrentamos con mis viejos en esa oficina, no solo se negó a reincorporarme, sino que además nos echó del establecimiento como si fuésemos ratas. Ese día empezó otra etapa para mí. Entendí que yo era capaz de construir miles de realidades ficticias y que la felicidad estaba esperándome en un colegio público”, cuenta refiriéndose la E.E.S. Número 15, Profesor Vicente Sierra, de Temperley. “Un lugar sin puertas, ventanas ni piso. Pero donde Nancy Garretti, la profesora de literatura, puso sobre mi mesa Cien años de soledad (Gabriel García Márquez). En el que me abrí a un taller de teatro, tuve mi despertar sexual con Cinthya (su compañera de banco) y en el que aprendí todo lo que hay que saber sobre la libertad y el verdadero amor a Dios”, define con gratitud.
Claro que jamás dejó de mentir, pero la bocha cada vez quedaba más cerca de quien quería ser. “Y llegó Feliz domingo para la juventud (Canal 9, 1970-2006). Papá estaba algo nervioso: ‘¿Qué vas a hacer ahí?’, me preguntó. ‘Un ping pong de preguntas y respuestas sobre capitales del mundo’, respondí. Desde entonces le decía a todo el mundo: ‘Che, viste que cambiado está Martín… Por ahí se le fueron esas ideas de la actuación’. Ese domingo citó a toda la tanada. Patio, mesa eterna, asado y televisor bien grande para ver al hijo del Giorgio”, recuerda Bossi. “Entonces, Silvio Soldán me anunció. Y aparecí, tan metrosexual como fui toda la vida”, suelta. Entre paréntesis: Bossi no salía de casa sin un Angel Face bien camuflado, la billetera en el bolsillo trasero de su pantalón para “tener la cola que las chicas buscaban”, y recordando que debía “encarar del lado derecho, porque era el brazo desarrollado por el tenis”. En fin. Martín entró a escena en la prenda Yo sé, esmeradamente caracterizado para emular a Ricky Martin. “Lo primero que dije fue: ‘Fuego contra fuego es amar. ¿No será que siempre ocurre a mi edad?’ Y di un golpe de pelo para el costado, dejando ver uno de mis aros”, cuenta de las argollas a presión porque “papá me prohibía las perforaciones”. En Lomas no voló una mosca.
“Mientras muchos se alejaban y otros lo palmeaban a modo de pésame, una de mis tías se acercó a papá diciendo: ‘Giorgio querido, hay algo que se llama terapia. Martincito necesita curarse la croqueta. Ya va a cambiar…’”, actúa Bossi con el tono de algún dialecto italiano. “Cuando llegué, mamá lavaba los platos. Y sin dejar de dar la espalda, deslizó: ‘Tu padre está en su pieza, sufriendo depresión. Porque ya en el barrio se comenta que acá vive el que sin querer se enamora… ¡Y con un aro!’. Muy seriamente me pidieron que jamás volviese hacerles una cosa semejante. Por supuesto, él no me habló durante más de 3 meses”, descubre. No olvidemos que en esa casa se prohibía escuchar, por ejemplo, a Bon Jovi y a los Guns’ n Roses. “Mi viejo se sacaba fácil con ciertas figuras. Me gritaba: ‘¡Sacá a ese tipo!’, cuando veía a Marcelo Tinelli (63). Lo enervaba a niveles escandalosos. Y a Diego Torres (52) lo tenía montado en un huevo. ¡No podía ni verlo! Y tiempo antes, se la había agarrado con Gabriela Sabatini (53) a quien tildaba de ‘cagona’ en las canchas”, enumera. “Mirá que loco… Hoy los tres son grandes amigos. ¡Hasta donde llegó mi rebeldía! ¿No?”, reflexiona. La pregunta siguiente apunta al momento preciso en que recuerda la caída de ficha que lo hizo entender que había vivido muchos años cargando el objetivo de contentar a su viejo. Bossi responde sin pensar: “Nunca dejé de hacerlo”. Y entonces recurre a una de sus metáforas favoritas. “Imaginate esos crímenes pasionales de los que titulan con un ‘Murió de 113 puñaladas’. Bueno, a mis viejos, a mis abuelos, a mis tías, yo les quise decir que servía para algo. ¿No les bastó un Martín Fierro? Voy por un Oscar. ¿No les alcanzó con 30 Calles Corrientes? Voy por 20 millones de espectadores”, dice enfático. “No hay día que no les demuestre que estoy siendo exitoso aún con 113 puñaladas”.
Y un día Jorge se enfermó. Nunca había podido ganarle a su viejo. “Hasta que un día, a mis casi 17 y de la bronca por aquel 6-2, revoleé mi Prince Woody (raqueta) contra un cartel de Belmo. Y se pico feo”, relata. “Mi viejo me cazó de un manotazo y dijo: ‘¡A las duchas!’ Y ahí, bañándonos, lo noté amarillento. Algo andaba mal. Pero no me enteré que la cosa sería tan brava hasta volver de mi viaje de egresados”. Mucho tiempo después, Kela pudo exteriorizar la trama más íntima. “Después de lo primeros análisis, el médico le pidió a mamá que subiera sola a buscar los resultados. Entonces le dijo: ‘¿Qué edad tenés?’ ‘41′, dijo ella. ‘Vas a tener que ser muy fuerte’, retrucó. “Y entonces, ya de adulto, logré entender lo que ella había atravesado”. El cáncer de páncreas “fue su jaque mate”, rotula. “Resultó durísimo ver como esa máquina perfecta e indestructible, como era papá, se caía de poquito”. Los profesionales habían pronosticado no más de un año de vida, “y lo arreglaron un poquito para que tirase un rato extra. Así pudimos hacer nuestro último viaje familiar… ¿A dónde? A Mar del Plata, por supuesto”, señala. “Daría lo que no tengo por regresarlo a mi viejo, pero su muerte, sin duda alguna, fue el principio de mi libertad”, sentencia Bossi. “Él me dejó sin él, con todo lo bueno y todo lo malo que eso significa”, asegura.
Cara a cara con la muerte, Martín comenzaría a redefinir su dinámica con la vida. “Cuando me enteré de que indefectiblemente mi viejo se moriría me subí a mi 147 rojo y puse Wadu Wadu (Virus) al palo. Y me fui. Anduve y anduve, pensando: ‘Si a este tipo, que pasó su vida preocupado por todo, se le termina a los 47, no puedo permitirme dilapidar un segundo de la mía’”, dice. “Y cuando finalmente partió, fui hasta la puerta del boliche. El patovica me dijo: ‘Pase señor’. Me acomodé el pelo, me subí al parlante… ¡Y a bailar! Arranqué la fiesta”. De cara a la finitud, Martín se juró ser un “consumidor empedernido de vida y con los ojos bien abiertos”, como describe. Así, iniciaría una “era distinta” de su historia.
Jorge Bosi falleció en 1994, a sus 47. “No pudo con su genio. Desde el lecho mismo, miró a su alrededor, así por lo alto como buen patriarca y mejor tano, y repartió sus últimas órdenes: ‘Vos, Kela, esto. La Andrea (Bosi, 43, hermana del showman) tal cosa…', decía. Y así con todos los presentes. Entonces, al ver que a mí no me tocaba nunca, mamá preguntó: ‘¿Y Martín, Jorge?’ A lo que respondió desanimado: ‘Y Martín, Kela… Martín ya está. Que no se drogue. Que no sea alcohólico. Bah… ¡Que sea lo que Dios quiera!’”. Dice no haber tenido tiempo “para esa gran charla con él, porque el viejo se fue en pleno confrontamiento”. Pero recuerda ese último mandato disfrazado de diálogo al paso. “Fue patético”, recuerda. “Me pidió: ‘Sentate un momento’. Dibujó un cuerpo humano y dijo: ‘Tengo una obstrucción, no puedo comer. ¿Y qué pasa si no me alimento?’ Yo, con el pelo largo y fuera de contexto, respondí: ‘No sé… ¿Te ponés más magro?’. ‘¡No, pelotudo!’, me retó. ‘¡Me muero!’ Entonces me dio una palmada en la espalda: ‘Bueno, negrito, ponete los largos. Ahora te toca a vos’, dijo. Y heredé una familia que, como siempre digo, no sé si elegí”, concluye.
“Desde ese momento, mi madre empezó a ser una especie de… Esposa”, pronuncia con cierto reparo, casi como si lo dijese por primera vez. “¡Y yo no sabía cómo cambiar una lamparita!”, piensa en voz alta. “Ese fue su regalito final”, señala. “Por eso cuando muchos dicen: ‘Ey, este Bossi es un irresponsable que no sienta cabeza’ o ‘Jamás blanquea una mina’… Ahí aparece mi alegato. Hace 30 años que mantengo a una familia”, asegura. “Cuando muchos pibes de mi edad iban a bailar yo salía a buscar el mango para mis mujeres”. Jorge dejó funciones precisas y prolijamente detalladas. “Papá ya me había organizado una serie de clases de tenis que me permitirían generar una entrada para mantener a mamá y a un hermanita que todavía se peinaba con dos colitas”, recuerda. Pero, claro, no era suficiente. Y para redondear contexto, “fuimos estafados por parte de nuestra propia familia, socios de mi viejo en la casa de repuestos. Por muy poco no nos quedamos en la calle”, revela. Hasta que un día, Martín reunió a todos en el living. Y con “todos” se refiere al team liderado por “el gran consejo” como le llama al tribunal conformado por Kela, la tía Alejandra y la tía Herminia. ‘¡Tengo la solución! Si no se oponen a que yo estudie teatro, los dejo bien parados para siempre’, prometió. “El único que me dio crédito fue Rodolfo, el marido de mamá. Porque ella volvió a casarse tres años más tarde”, explica sin omitir el terror que siente por que ella se entere de que acaba de contarlo. “Fue él quien un día, fumando muy relajado, vaticinó: ‘Paren, paren… ¿Saben quién va a salvar a esta familia? El flaco’. Enseguida saltó mi vieja: ‘¡Por favor! ¿Estás drogado, Rodolfo? Si este chico no puede ni cumplir un horario…. Después de todo yo les había animado la fiesta de su boda, él algo ya había visto en mí”, bromea.
El solo hecho de pronunciar “teatro”, irritaba a una madre que paradójicamente guardaba con recelo el viejo deseo de ser actriz. Un dato que tardó años en vomitar con convicción, pero que dejó escapar por la rendija de aquel acto de padres y profesores en el que aceptó protagonizar La bella durmiente. “¿Viste que hay gente de buen comer o de buen beber? Bueno, mamá es una persona de buen dormir. Y en plena performance, mi viejo, que era un tipo que presentía las catástrofes, me dijo: ‘Vamos’. ‘Pero no, pá. Recién empieza’, le respondí. ‘Es una vergüenza… ¡No ves que se quedó dormida!’. Y sí, ahí estaba Nélida, planchadísima en su féretro de cristal”, recuerda. “Después hubo que bancarlos en casa: ‘¡Qué querés, Jorge, me compenetré!’, trataba de explicar ella”. Más absurdo resulta pensar que negados de ese “ambiente”, Jorge y Kela eran “muy cholulos”. Pero cholulos “nivel: ‘perseguir famosos’”, describe. Tal es así que “una vez creí que Jairo (74) les había robado algo, porque vi que lo corrían por una peatonal”. Hoy, “mi vieja, además de ser ‘anti madre’ (negada a ser abuela), es depresiva, hipocondríaca, reidora televisiva y arengadora de llantos en velatorios”, define para rematar. Pero en tiempos en los que “la cosa parecía ir en serio”, Martín fue “echado de casa”.
Lo que había comenzado con la promesa de una temporada de 15 shows en bares de Villa Gesell terminó como todo lo que intentó florecer en 2001. “Ya me habían rajado de todos los clubes de tenis. No quedaba un trato en pie. Allá y sin un mango, me sumé al elenco al espectáculo de un grupo de transformistas. Y entonces el tío Pipo me vio volanteando vestido de Shakira y ya no hubo futuro”, dice con gracia. Lo tildaron de “puto”, de “raro”, de “drogadicto”, y él sólo intentaba actuar. Juntó sus cosas y dejó la casa de Lomas escuchando: “Para ser lo que querés vas a tener que acostarte con un productor”. Y antes de su primer contrato en Telefe (en Vale la pena, 2002/2005), pudo reunir cierta suma que supo limar ciertas asperezas. “Yo había escuchado que Ringo Bonavena (1942-1976), al ganar su primer millón, esparció todos los billetes sobre la cama de su madre. Entonces, un día caí al cuarto de Kela y le tiré 100 pesos en cambio, la recaudación de una noche de imitaciones en un cantobar”, rememora. “Y ella, juntándolos de a 10, iba diciendo: ‘Bueno, con esto ya podríamos comprar tal y cual cosa…’. Tiempo después, sentadas en primera fila de una de mis presentaciones, mi hermana, una abogada que trabaja en un juzgado y que todavía me niega ante sus colegas (cuela con humor), llorando de emoción miró a mamá y dijo: ‘Es bueno… ¿No?’”, remata.
No le cae en gracia, ni jugando, la idea de suponer que no ha logrado formar una familia porque el cupo matrimonial ya está ocupado por sus dos mujeres. “¿Quién dijo que no hice mi familia?”, desafía refiriéndose a los afectos que ha sabido atesorar como núcleo afectivo muy selecto en 49 años. “Tal vez no tenga esa que había que constituir. Porque si estamos hablando de la típica, clásica y normativa, no estaré ni cerca de tenerla jamás”, asegura. “Un día reaccioné respecto de que todo esto es un gran The Truman Show, diseñado para que no seamos felices. Y así como fundé mi propia religión (con Dios y con Jesús, pero sin ‘por mi culpa’ ni 10 mandamientos), y me replanteé de qué viviría (que es la del gitano que soy), también estoy reconstruyendo el modo con el que quiero amar y ser familia, que tal vez no sea el llamado ‘exitoso’ según las convenciones”, relata. “En ese caso fracasaría, porque tengo un problema: soy profundamente feliz y no es fácil encontrar a alguien que realmente sume a ésta, mi gran fiesta”. Dice que nunca deja de buscar ‘ese’ amor. Pero ya no muere por ninguno. Ni compra el “relato hollywoodense del romance”, porque tiene claro que “Romeo y Julieta nos han hecho concha”. El amor, “el real, es menos marketinero. Más silencioso y sin tantos hits de Roxette”, define desde ‘el Bossi de la verdad’ que detenta como un gran logro.
Si creían que su gran jodidéz en el amor era “el test de las migas en la cama” que determina para él (con mini aspiradora en mano), la continuidad de una relación, están lejos. “He tenido grandes conflictos por no ser celoso. Es más… ¡Me han dejado por no celar!”, cuenta. Después de los 40, cuando entendió que el mejor camino hacia un todo es la honestidad, aprendió también que “el amor es un acto de profunda libertad”. Un concepto que no siempre es bien recibido, “porque así es imposible la manipulación. Al desactivarse el conflicto ya no hay lugar para la amenaza”, señala. “Pareciera que uno no puede amar sin presentir. Y vivimos presintiendo: ‘¿Seguís amándome? ¿Cogiste con otro? ¿Quién te llamó? Y yo, desde hace tiempo, ya no presiento”, argumenta. Cuando Bossi conoce a alguien, elige ser claro. “Le digo: ‘Yo puedo darte todo. ¿Preferís la monogamia? Intentémoslo. Pero con la verdusqui. Como el gran respetuoso del deseo ajeno que soy, una situación que también deserotiza porque elimina el dramatismo, siempre pregunto: ‘¿Qué querés? ¿Elegís que te monte un personaje se acuerdo a lo que necesitás, tal vez un príncipe azul, o la verdad? ¿Optás por hacer paracaidismo vestido de Barney? Te plancho el traje. ¿Sentís ganas de tener sexo con alguien y yo no estoy en tu plan? Te acompaño”, dice respecto de esta redefinición que no es más que parte de aquel proceso que comenzó a sus 40, “cuando entendí que era el camino más sano”, apunta. “¿Cómo podría subestimar tanto a una mujer como para hacerle creer que desde mis 49 hasta la muerte, cada vez que quiera tener sexo voy a hacerlo con ella?” Desde entonces, asegura haber tenido a su lado “personas muy inteligentes que han estado de acuerdo con este modo. Y se me valora mucho este planteo del amor, eh…”, advierte.
Coincide en que su faceta amorosa siempre ha sido “un misterio muy bien digitado”. E insiste: “Nada me hubiese gustado más que ser osado en la vida. Pero todo lo que se ha dicho de mi fue puro marketing, pergeñado por un equipo personal muy interesante”, referenciando a jefe de prensa, asistentes, un socio y varios amigos productores. “Yo supe ser un gran manipulador mediático. Hábil para jugar con cierto donjuanismo, con la ambigüedad sexual que siempre garpa y clavando los textuales que debía en los momentos más oportunos”, enumera hoy, “cuando ya no me importa ser políticamente incorrecto”. Le hace gracia la diferencia entre el imaginario social y la vida en casa. Y abre una salvedad sobre el carácter sacro que le da al teatro. “Ahí jamás pude, eh... Durante 15 años no fui capaz de mentir sobre un escenario”, asegura. Tampoco dice haberlo hecho en esta conversación, porque “con casi 50″, dio la vuelta. “Ya me compré una casa. Estoy bien comido en el sentido espiritual y hasta en mi trabajo. He hecho mucho el amor. Velorios me sobraron. Y goles también. Aún me queda, sí… Pero ya no vivo con miedo de que me echen del mundo”, reflexiona.
Así se asoma la paternidad como uno de esos ítems de su Debe. “Amaría ser papá”, afirma. Y es aquí que, según dice, “me vuelvo algo más clásico, porque sería un proyecto que encararía junto a una mujer”. Por supuesto que enseguida aparece la vertiente alternativa: “No sé con qué formato de familia, pero conviviendo seguro que no. Bajo ninguna circunstancia”. Bossi está dispuesto a ser “papá de casas separadas”, señala. “Me gustaría transitar esa divina experiencia que es la transmisión de emociones y conocimientos. Sobre todo porque soy un hombre libre y disfrutaría mucho de decirle, a ese nene o a esa nena, lo que mi viejo jamás me dijo”, cuenta. “A ver, hijo: ‘¿Qué querés ser? ¿Cómo querés ser?’, le preguntaría. No dibujaría límites sino que explicaría consecuencias. No lo salvaría de nada y lo cuidaría como a nadie. Pero siempre desde la palabra y la elección más genuina”.
Ni le teme ni la espera, tiene con la muerte un vínculo “de espanto y fascinación”. Y en gran parte, haberla sacado a bailar por ahí desenrolló la alfombra roja sobre la que caminó hasta su transformación personal y profesional. “Yo fui de esos chicos a los que sacaban llorando de los cumpleaños y me angustiaba al escuchar el silbato del árbitro marcando el la finalización de un partido. Siempre me costó el fin de fiesta y encaré la vida tan egocéntricamente, que llegué a creer que jamás me moriría”, relata. Dice que la fama es un “bullicio momentáneo” y que transcurrió sus primeros años de profesión creyendo que la seguridad económica y el reconocimiento de la gente por la calle “cubriría ese vacío que sentimos los humanos frente el envejecimiento o a la idea de partir”. Pero “cuando finalmente llené un teatro seguí sintiéndome tan vacío como al principio”, describe. “Así, con una fuerte crisis existencial, inició este trabajo tan íntimo y personal que tuvo que ver con el hecho de aceptar la muerte de mi viejo. Con definir, entonces, cómo quiero vivir, cómo quiero amar y cómo quiero hacer arte. Y con entender, ya algo más liberado de ese miedo, que si hoy me muero, no pasa nada”.
Reconocerse prescindible, asegura, “me convirtió en artista, porque empecé a ponerme al servicio de los demás”. La finitud lo hizo reaccionar respecto de que “si todo se terminase ya, hasta aquí no habría hecho nada por nadie… Todo lo que hago es para mí: ¡Véanme! ¡Enfóquenme! ¡Maquíllenme! Desde entonces pelé la esencia de esta vocación y me dediqué a dar espectáculos para la gente”. Ya sin el resguardo de las máscaras, en sentido estricto y figurado, “le propuse al público que hablemos de la vida”, en un ida y vuelta “disparador de consciencias” que se hizo sello de sus shows con la intención de ser “un rescate ante tanta locura social”. Y en segundo término, “vi con claridad que el mundo en el cual vivo no está resultando, para mí, una fiesta muy copada. ‘¿Por qué debería querer quedarme?’, pienso. Después de todo ya no me siento tan miserable como para aferrarme a la existencia humana, ni a los amores, ni a la fama, ni al dinero, ni a nada que me convierta en un esclavo”, asegura. “Y tanto me seduce la posibilidad de ‘no ser’ que hasta fantaseo con mi despedida”.
Echando a un lado cualquier dejo de omnipotencia que pudiese “molestar a Dios”, aclara, Martín revela de qué manera elegiría decir adiós. “Si la muerte me diese la chance se estar consciente de su llegada y un poco de tiempo, como le dio a papá, voy a devolver todo”, cuenta. “Caer un día al kiosco de Beto con plata y decirle: ‘Tomá, disfrutala’. Ir a buscar a El Polaco, otro amigo: ‘Acá tenés la llave de mi auto, es tuyo’. Mi casa, la divido en cuatro: ‘Para vos, para vos, para vos y para vos’. ¡No quiero irme con nada! Si me quedó algo en esta vida es porque le erré a las cuentas”. Acto seguido llamaría al Luna Park: “Emilio, armemos mi última rutina”. Luego “embarcaría a las 20 personas más importantes de mi historia rumbo a Cancún. Fiesta en playa… ¡De 10 días!”, imagina. “Prohibiría a los canales de televisión poner mi foto con la cinta negra y dejo la orden, en Instagram, de que nadie se suba al carro de mi muerte para obtener seguidores”, resuelve respecto de “esos figuretis que cuelgan una selfie vieja diciendo: ‘Te nos fuiste, hermanito’. ¡De ninguna manera!”. Por último, este “curioso con buenas intenciones”, como quiere ser inmortalizado, anticipa: “Entonces me subiría a un avión y no me verían más”. Se niega “al rito absurdo de los velorios, al llanto y a la manipulación médica para alargar todo unos días más”. Sí, Bossi está dispuesto a morir “lejos y en soledad. En algún rincón de Bettola, la tierra de papá, donde arrancó todo”, define. “Porque el mundo que me prometieron, mi querido Sebas, no llega. Y, por lo que veo, tampoco llegara”.
Esa verdad que dice haber alcanzado también moldeó su concepción del éxito. “Una idea tan distorsionada más que la del amor”, analiza. “Por ejemplo, pensemos en la música. Antes, el Dios Padre, la gran musa era la libertad, o la paternidad, o cualquier otro valor. Hoy, es el dinero. La cadena de oro que más brille en un video clip en el que decenas de mujeres perrean como accesorios de un mercho (Mercedes Benz)”, analiza. “En mis tiempos, la rebeldía era el motor del artista que decía haberse pelado ‘por el asco que da tu sociedad’. Los ídolos despotricaban a las marcas. Ahora, Gucci y Prada forman parte de las letras. Y ellos están cada vez más panicosos porque, claro, la masividad que le da una canción en TikTok, les cae encima de improviso. Referentes instantáneos, de una era desprovista de vocación, que exhiben la idiotez con orgullo. Una idiotez que hasta llena estadios esponsorizada por las grandes firmas mundiales. Ya no hay artistas sino celebrities, lo que te exime del talento. Y, por ende, la vara cada vez está más baja y el público menos calificado”, sentencia. “¿Sabés? Por ejemplo, me encantaría tomar un café con el Duki (Mauro Ezequiel Lombardo Quiroga, 27), a quien recontra respeto”, revela. “Lo escuché decir ‘Soy millonario pero estoy deprimido, y cuando eso pasa hay que contarlo’. Está bien y es un mensaje positivo. ‘No sé qué hacer y llené dos River’, contó… Y, tal vez, en una charla yo podría aportarle algunas cosas que tienen que ver con la vocación. Porque el chico ruso de talla pequeña (Hasbulla, 21) también llena estadios… Porque convengamos que hoy las redes lo hacen posible. El tema es identificar y analizar por qué, con qué y para qué los llenamos. El éxito es otra cosa, por eso es peligroso que los jóvenes lo confundan”.
“En este momento de mi vida, y en tiempos de una realidad acribillada, el éxito para mí es saber qué es verdad y qué es mentira. La tendencia que nos impone el celular: ¿es lo que necesitamos? La música que nos viralizan: ¿es la que necesitamos? El modo de vincularnos que dicta la tecnología: ¿es el que necesitamos? Poder descular esa cuestión, escuchar, escucharme, poder ayudar y aconsejar. Eso es éxito para mí”, explica. “Ahora… ¿Querés hablar de números? Dos millones de personas me vieron en teatro: ¿Sabés cuántos Movistar Arena son? Y la cifra solo me importa porque tengo algo que decir. Y si no me deprimo es porque quiero seguir haciendo ‘el bien’. Si hay vocación, llenar un River no es la cima, sino llenar 100″, continúa. “Por eso digo que a mis 25, pensé que sería exitoso si Tinelli sabría quién soy o Adrián Suar (55) se acordaba mi nombre. Con casi 50 ya di dos vueltas. Ni filmar con Penélope Cruz (49), ni hacer un feat con Karol G (32), ni recibir un premio vestido de smoking y mirando al cielo emocionado porque 10 señores decidieron si lo que hiciste es bueno o es malo. ¡Me cago en todo eso! Hoy quiero ser un tipo honesto. Ese es mayor de los poderes”.
Hoy, subirse al escenario de Bossi Live Comedy (Teatro Mar del Plata), la experiencia teatral-musical dirigida por él mismo, que acaba de girar por Madrid, Barcelona, Valencia, Palma de Mallorca, Bilbao, Miami, Dublín y Londres (donde lo apodaron ‘The magnificent showman from Argentina’), es para Martín, refrendar la raíz de todo. “Transito el momento más real de mi vida”, cuenta. “Pasé 40 años disfrazándome para decir mi verdad. Ahora, en este ‘circo’ en el que trabajo y al que ya le conozco los hilos, me entrego sin máscaras. Como en aquel patio de casa y para mis mujeres (su madre, su hermana y sus tías) o en un living atestado de tanos, o sobre los pupitres… Después de todo, yo me inventé una carrera para que mi infancia jamás termine”, apunta sin perder de vista esa vieja, eterna e ineludible necesidad. “Y, por sobre todo, para que me den cariño”, reconoce. “Por eso mismo no leo los comentarios en mis redes, por ejemplo. Porque ante la mínima crítica o el más básico insulto, tengo el impulso de correr hacia los haters para convencerlos con un abrazo”, dice sin exagerar. “De hecho tengo un amigo, en Lomas, que me hice por emitir un incómodo comentario sobre Bad Bunny (29). Se puso picante, pero muy picante… ¡Me dijo de todo! Y no pude soportarlo. Tanto le insistí que aceptó hablar conmigo y para su cumpleaños lo invité al teatro junto a su mamá”, remata. “Tal vez siga dándome vergüenza admitirlo: Yo necesito que me quieran”.