Aunque asumiéndose “fanático” del regodeo por la tensión dramática con la que elige articular las definiciones más vehementes al momento de hablar de sí, esta vez, garantiza su mood más crudo al decir: “He vivido mal durante 30 años”. Franco Torchia (47) resuelve haber tenido “la vida que pude. La vida que me salió. Aún, y tal vez peor, a sabiendas de que había otra. Otra que imaginaba, con la que fantaseaba y a la que pude conocer, recién, a partir del nacimiento de mi hija”. Aquel tránsito de certezas, tantos silencios, demasiadas consecuencias y un saldo de dolor que finalmente exorcizó poniéndolo al servicio de los demás con propia impronta de “energía justiciera”, se hará eje de esta charla cimentada en su “áspera y triste infancia, marcada por las violencias más variadas y en una casa en la que nadie, jamás, pudo ser feliz”.
Alguna madrugada, de esas que helaban las calles de Ensenada en los ‘80, “mamá, que nos detestaba tanto hasta el punto de buscar aniquilarnos o quitarnos de plano, tomó la decisión de sacarnos a la calle. Nos puso en la vereda y pegó el portazo”, inicia Franco. “Todavía recuerdo la sensación de aquel frío en los huesos con el que mi hermana Gabriela y yo, tan desatendidos, debimos resolver cómo llegar a la escuela”. Es “por valor simbólico” que elige restringir “en esa marca definitivamente imborrable”, tantos días de “abandono, disgusto y extrema soledad”. Como aquel de la noche en la que, tocando la puerta a empellones, “un señor irrumpió, de la mano de su hijita, para contarle a mi madre que papá, quien siempre ha tenido muchas amantes, la engañaba con su mujer”, evoca. “Cuento esto sin evitar revivir el terror en mi cuerpo. Porque todavía me veo ahí, temblando, escondido debajo de la escalera. Y me dirás: ‘¿Miedo de qué? Si no era tu culpa’. Sí, pero nada me dejaba exento de una agresión de mamá. Su odio también solía caer sobre nosotros por carácter transitivo”, explica. “Esa percepción de desamparo era desgarradoramente habitual”.
Creció sabiéndose un “hijo abyecto, con lo nocivo que eso significa. Convencido de que sería un niño mejor si hubiese sido diferente”, señala. “Mi madre ejercía violencia física, creyendo en los golpes como método educativo e incluso como un deber de ella misma”, explica Torchia. María Cristina Matelicani (83), huérfana de madre desde muy temprana edad, fue criada por su padre, un severo militar de la Armada, y por un conjunto de tías católicas y muy conservadoras, “como extraídas de los relatos más cortazarianos”, describe. “Por ende, ella tuvo una niñez y una adolescencia sumamente amputadas. Demasiado adversas para sus propias intenciones de vida. Para un proyecto personal al que no sabría identificar pero que definitivamente no era el de la maternidad”. La infancia de Franco llevó no sólo el sello de esa crueldad verbal y corporal, sino también de otra muy empatada: “La de la demanda sistemática, que es una más de sus formas”, apunta.
“Con ella, todo era ‘Me gustaría que hicieras la carrera militar, como tu abuelo’ o ‘Quisiera que te fueras de este país’… ¡Un mandato tras otro! Y entre sus máximas, hay una en particular, que si bien no podría asegurarla como determinante, está íntimamente vinculada a lo que más tarde terminó siendo el desarrollo de mi identidad sexual. Mi madre siempre me decía que todas y cada una de las mujeres que se cruzarían en mi vida estarían decididas a usurparme tal o cual cosa y, por supuesto, a hacerme mal”, comparte. “Entonces, todo aquello que me exigía, me desconcertaba y, a la vez, absorbía, me obligaba a plantearme: ‘¿Qué hago con esto?’, ‘¿Qué tengo que responder en efecto?’, ‘¿Realmente debo funcionar así?’ No supe bien hacia dónde disparar, ni siquiera cómo transitar ese camino. Y fue devastador”, sentencia. “Es más, recuerdo también una sociedad que pocas veces se vio con mi hermana. Porque mi madre ha hecho mucho para que Gabriela (maestra jardinera) y yo seamos dos personas distantes y comparadas tras sus esmeros por establecer, incluso, cierta competencia entre los dos. Lamentablemente, y al día de hoy, sigue costándonos ese encuentro. Así que su trabajo ha sido sumamente efectivo”.
Habían ocupado ya sus asientos en el Estadio UNO Jorge Luis Hirschi y a 3 minutos de iniciado el partido ya no pudo retener el llanto. Fue un acto sacrílego frente a Estudiantes de La Plata jugando de local y el detonante de la ira de su padre, obligado a emprender la retirada masticando la resignación ante viejas sospechas. Es otro de los tantos flashbacks de aquellas pugnas del deber y del sentir de las que hablaba, pero desde otro ángulo del cuadrilátero. “Creo haber sido muy pequeño cuando, a raíz de mi mariconería, papá advirtió que como varón yo sería una suerte de desertor. El derribador serial y automático de todas sus expectativas”, analiza Franco. “Ojo, calculo que yo tampoco era un niño fácil. Hoy sé, en virtud de todo eso que acumulo por experiencia laboral, que en esos contextos históricos, los chicos ‘diferentes’ resultábamos un problema indescifrable”, señala. “Y al descubrir que en mí no habría un futbolista y que nunca me interesaría tocar una pelota, él soltó amarras. Mirá qué simbólico, ¿no? Porque, con los años, esa fascinación por los barcos que lo trajeron hasta aquí desde su Italia natal, convirtió a papá en maquinista naval. Entonces, él que siempre dijo que lo único que le prometía aventura en esta vida eran los barcos, soltó amarras. Conmigo, soltó amarras. Y así, automáticamente, pasé a desinteresarle”. Si bien su todo sobre mi padre, deja una ausencia clara, solapa cierta piedad en el relato. Y tal vez tenga que ver con un tal “acercamiento” que como dirá a futuro en esta charla, “ya en la adultez, se nos dio en tono de amigos”. Aunque, aclaremos, sin lectura ni intención de que eso sea un elogio.
Cuenta que en “un arrebato absolutamente unilateral”, el 22 de julio de 1976, día de su nacimiento, “papá se presentó en el Registro Civil para inscribirme con su propio nombre”. Y deduce que esa prisa no sólo tuvo que ver con “imaginar o pretender una versión mejorada de sí mismo” sino también con cierta refrenda de su propia historia. Porque según el panelista de El Diario de Mariana (América), “en el fondo, se sentía un héroe. Y probablemente la experiencia de la inmigración tenga mucho de heroicidad”. Franco Torchia (padre), un calabrés “jamás nacionalizado”, tenía 12 años cuando, a horas del desembarco, comenzó a trabajar en la cristalería de un tío que había sabido abrirse camino en estos lares, tiempo atrás. “Desde 1951, y hasta el día de hoy, vivió refunfuñando del disgusto por nuestro país. Durante muchos años, varios de sus colegas de inmigración no solo habían podido regresar a sus tierras sino que además le cuestionaban su decisión de quedarse. Y eso fue generándole incomodidad y un profundo resentimiento, lo que me fue transmitido desde muy pequeño”, dice. “Y creo que sus reiterados y permanentes homenajes que se autogestionaba, tenían que ver con cierta compensación en su destino. Por lo que al mandato materno de ‘no te quedes a vivir en este país de mierda’, se sumaba la versión similar de mi padre, aunque con palabras revalidadas desde su propia historia”. Y es aquí cuando la intención de perpetuarse en la figura de Franco asoma como otra piedra en la mochila.
“Ser descendiente directo de alguien que debió inmigrar resultó sobredeterminante para mí”, expresa Torchia. “Papá fue pobre. Y crecer con el relato permanente de la guerra, de su miseria y de aquella Navidad en la que sólo recibió 3 naranjas, iba instalándose en mi cabeza fijando una gran culpa”, cuenta. “Fue así que naturalicé la sensación de que mi destino debía ser austero, cargado de malestar y hasta precario”. Ese contexto nutrió a un fantasma aún ineludible. Porque “lejos de una auténtica elección”, como apunta, “nunca logré extirparme el miedo a morir de hambre”. Había cumplido 16 cuando, incentivado por él hacia un camino ‘fabril’, comenzó a trabajar (como empleado administrativo en el Círculo Italiano de La Plata) creyendo que “cada cosa, actividad o experiencia vinculada con el ocio o el placer, me eran ajenas. Que nada de eso estaba permitido para mí. Desde entonces mi relación con lo laboral siempre fue forzada, insuficiente y obrera. Algo que muchas veces te vuelve incapaz del disfrute o de encontrarle otros sentidos al trabajo. Y de eso también pude ir desembarazándome”, afirma. “Entonces, siendo algo así como una fotocopia desteñida de él mismo, fui alejándome de sus modelos, de sus modos, de sus edictos. Un proceso que no ha sido instantáneo ni mucho menos sencillo”.
A los 19, “sin dinero suficiente para vivir solo”, Franco encontró en la Facultad de Derecho el modo inmediato de “tranquilizar las demandas de mi madre”, según dice. Rindió 3 materias antes de renunciar a esa carrera para trabajar en la librería Rayuela, con un claro objetivo: “Leer, leer y leer mucho más”. Fue en la vereda de ese local de La Plata –”un espacio muy importante en mi vida”–, que sintió “el terror” al comunicarle a su padre que dejaría las leyes por las Letras. “Ese día sí me entendió. Ese día sí me sentí muy amado por él”, sorprende. “Yo quebraba así un historial de exámenes permanentes de cara a su aprobación. Y me dijo: ‘Bueno, después de todo esto se trata de intentar ser feliz’. Y entramos juntos en una especie de nueva dimensión”, recuerda. “Pero, claro, teniendo en cuenta que hasta ahí, y por su súper ausencia durante mi infancia y mi adolescencia, yo me había educado solo… Y, nada es así de fácil”, cuela con ironía. “Apareció ya a una edad ‘cómoda’, o sea, en la que podría haber sido más amigo que padre. Recién hoy, teniendo una hija, puedo entender que le haya costado ese rol o que, tan solo, no sintiera ganas de asir tamaña función”.
Se instruiría respecto del amor llegada la adultez. “Especialmente del propio”, según manifiesta. Y “aunque hoy no podría asegurar si realmente me amo, sé que le doy valor a cuidarme. Aprendí a protegerme. Aprendí a prestarme atención. Aprendí a tenerme en cuenta y a no volver a cometer atentados contra mí mismo”, dice en términos de todo aquello que hacía de manera seriada y que, en efecto, lo dañaban. “Hasta entonces no sabía que tenía el derecho a considerarme”, subraya. “Es extraño, porque la gente que, tal vez, conozca una parte de mi trabajo, podría deducir que, por tratarse de la actividad o el ámbito que uno deseó, la cuenta estaría saldada. Pero no. Los senderos son sinuosos y yuxtapuestos. No siempre hice lo que quise. Ni en el periodismo, ni en relaciones afectivas e inclusive en prácticas sexuales que no tenían que ver conmigo. Y lo señalo porque esto tiene mucho que ver con el desamor, ese que, finalmente, uno nunca termina de acomodar”, infiere respecto del disparador general de esta conversación. Pero de algo está seguro: “Siempre supe que, en el fondo de mí mismo, existe una especie de núcleo de fortaleza personal que me mantuvo a salvo”. Así brota otra de sus más elocuentes memorias.
Cuando la angustia apretaba en sus corridas por la casa, Franco solía alcanzar amparo entre almohadones. “Era muy niño y hundía mi cabeza en uno de los ángulos del sofá”, describe respecto de un ritual muy personal. “Así pasaba un largo rato hablando con mi protector imaginario. Se trataba de un conejo que, quizás, ahí vivía y a quien yo le había dado la entidad de salvador”, describe. Desde este lado de la vida, y del sillón, “eso no era más que empezar a escucharme, a prestarme esa atención”. Claro que, al crecer, aquel personaje ilusorio fue adquiriendo otras varias formas de diálogo consigo mismo. Como por ejemplo, la de la redacción. Y resultaría imperdonable obviar el cuento de cómo se gestó el inicio de eso que sería, para siempre, su métier. Torchia prendió a escribir a máquina gracias a las lecciones de un vecino excombatiente de Malvinas. “Cuando la guerra inició, yo tenía 6 años. Y mientras duró, cada tarde a las 19, mamá me obligaba a ir a rezar por él a la casa de esa familia”, recuerda tan claramente como al angelito de madera que llevaba consigo y al día en que el soldado regresó, “algo más frágil pero finalmente entero”. Y entre tanto del relato, Franco dispara una analogía espontánea con halo de reflexión. “A mí me enseñó a escribir a máquina alguien que venía de tantas batallas... Y entonces pienso en el significativo vínculo entre mis propias guerras y mi escritura”. En especial, esa primera que levantó el telón de sus más íntimas adversidades.
“Acelerada y productivamente”, Torchia ideó larguísimas obras teatrales con cientos de personajes, como esa a la que tituló Mi sangre…¿Mi vida?, “basada en la realidad sociológica argentina”, según apuntó a sus 11 años, y con breve bajada que la describe: “El reflejo de los padres de estos días y sus pretensiones para con sus hijos”. Se trataba de las peripecias de 4 hijos que intentaban la libertad en pugna con las “ambiciones” y el ‘Solo quiero lo mejor para ustedes’, tan típicos de aquel patriarca. Entre paréntesis (y bien lo vale), alguna vez, 40 minutos antes del inicio de Atreverse (Telefe, 1990), Franco sintió necesidad de redactar una carta al mismísimo Alejandro Doria (creador del ciclo). ‘Gente como usted, en este bendito país, se necesitaría tanto…’ y ‘donde usted está, es donde la realidad se ve’, fueron frases de inicio para compartir eso que creía con quien mejor podría entenderlo. ‘Me interesa la sociedad de hoy, sus formas, sus caracteres, pero no se crea que mi futuro es la sociología’, aclaró. ‘A mis 14, sostengo la hipótesis de que viendo la realidad por los medios (…) vamos a transformarnos en lo que tenemos que ser: anti-ignorantes’, escribió. Por eso mismo, manifestó el desánimo que sentía ‘entre rueda de amigos’, cuando al preguntar qué habían visto la noche anterior, le respondían Hola Susana (ATC, 1987) o Seis para triunfar (Canal 9, 1986-1991).
En fin y regresando al hilo, “yo, que ya era un preadolescente, sentía desprecio por ese contexto casero y cotidiano del cual me había convertido en un duro detractor, en alguien sumamente crítico”, indica Franco. “Porque, además, mis padres cumplían ciertos ritos sociales, actuando de ‘familia nuclear’. Para entonces, ya no creía en ninguno de nosotros. Entonces les reprochaba: ‘¿Por qué son tan hipócritas con tal o cual persona?’ o ‘Si ustedes no sienten lo que dicen: ¿Por qué van a sus cumpleaños o eligen pasar Navidad con ellos?’ Sí, me había vuelto un rebelde. Y eso llevó a mi madre a que, además de la violencia habitual que ejercía sobre mí, repitiese: ‘Vos pensás eso porque no querés a nadie. ¡Vos no querés a nadie! ¡Vos no querés a nadie!’ Tantas veces lo ha dicho que terminé preguntándome si realmente yo no quería a nadie”, recuerda.
Y entre las grietas de esa infancia se filtraron dos abusos. “El primero de ellos a mis 7, tal vez, 8 años, perpetrado por un vecino de 17, quien me proponía jugar a los novios”, describe. Pasarían casi 3 décadas para que pudiese encastrar esos recuerdos y entender que, en aquel momento, su silencio se debió “al pavor que me figuraba la mera posibilidad de que esa vinculación establecida durante todo un año, revelara mi secreta orientación sexual”. Torchia debió ver la cara de su abusador mucho tiempo más en sus vueltas por el barrio, hasta que partió. “Él también era hijo de inmigrantes, pero de esos que pudieron regresar a Italia. Una decisión que su padre tomó a finales de los ‘80, cuando vio venir a Carlos Menem presidente”, explica. Y es precisamente en esa tierra donde este relato encuentra el mejor de los contextos para el remate. “Porque yo creo que sin Tomás, tampoco hubiera podido expresar muchas de estas cuestiones”, dice hablando del Doctor en Filosofía, periodista y docente, Tomás “Capitán Intriga” Balmaceda (43), su marido desde el 23 de julio de 2014. “Fue en Milán, mientras viajábamos juntos, que comencé a recordar con mayor nitidez ese episodio de mi vida. Me escuchó y me ayudó a buscar en internet alguna referencia de ese señor en aquella ciudad. Claro que resultó un ejercicio vano, pero valió para saber que Tomás es la persona capaz de edificarme, de sostenerme permanentemente y en quien poder descansar”, cuenta.
El segundo abuso, se dio entre sus 9 y sus 11 años, “y tuvo características más avasallantes”, según define. “El abusador era un pibe de aproximadamente 19, amigo de unos conocidos, muy musculoso, sexualizado y demasiado exhibicionista para los parámetros del Club de Regatas La Plata, en el que me dejaba mamá. Solo, claro. Porque mi padre, por supuesto, nunca estaba conmigo. Jamás participaba, siquiera, de la escasa vida social que podríamos tener”, dice. “Y este tipo también fue ejerciendo, sistemáticamente, cierta dinámica de seducción hasta atraparme en los vestuarios, donde me hostigaba”, cuenta. “Recuerdo verlo desnudo y tocándose los genitales como para que yo me sintiese atraído. Y también que lo único que yo lograba pronunciar ante mi madre era: ‘Por favor mamá, ya no quiero ducharme en el club’. Algo que la enfurecía de sobremanera y todo se hacía aún peor. Ella me obligaba gritando que no estaba dispuesta a limpiar el baño de casa”, refiere. “La tensión planteaba un contexto dificilísimo y yo no sabía cómo ni a quién pedir protección”.
Finalmente, “con más o menos palabras”, Franco consiguió verbalizar lo que pasaba. “Y la primera reacción de mi madre fue someterme a una exhibición siniestra. Me empujó a relatar el hecho frente a su prima psicopedagoga y a sus hijas”, cuenta. “Hasta el día de hoy sigo viéndome angustiado, en aquel living, contando todo una y otra vez bajo esas miradas. Recuerdo que ni bien terminé de hacerlo, corrí a acurrucarme detrás de un sillón. Y ahí quedé por un rato. Solo conmigo mismo y en posición fetal”, detalla. “Por supuesto que esa señora nunca pudo ayudarme. ¡Nadie pudo ayudarme!”. Su sobreexposición llegaría a puertos aún más humillantes. “No conforme con eso, mi madre me llevó frente a una familia vecina que conocía al abusador. Tuve que escuchar que ellos dijeran: ‘Pero qué raro esto que pasó con Franco… Porque nuestro hijo es muy amigo de este chico. Ellos suelen ir juntos de campamento y jamás hemos sabido de algo así’. Y una vez más, me sentí arrojado a la sanción ajena, a la duda, al descrédito, al silencio y, principalmente, al desamparo”, asegura.
Los años corrieron con dos sentires respecto de los abusos, que se le hicieron premisas. “Por un lado, supuse que todo eso me había pasado por ser maricón. Que se trataba del pasaporte lógico para alguien como yo”, señala. “Por otro, y en efecto, bloqueó mi sexualidad. Ya a los 11 años sentía que había tenido todo el sexo que se podía tener. De hecho, alguna vez y pasado el tiempo, me he pensado como persona asexual”. Franco describe, independientemente de su orientación, haber sido incapaz de vincularse “de un modo más libre, más suelto y más tierno con otros cuerpos”. Tal cual se recuerda junto “a una novia divina”, con 20 años, “muchos de esos nudos todavía muy presentes” e imposibilitado de cualquier intimidad. “Mientras todos comenzaban a tener relaciones y hablar de ellas, yo iba por la vida cargando un gran y pesado secreto. Y, por supuesto, anulado por completo”, afirma. “No tuve una adolescencia de descubrimiento sexual, tampoco de rebeldía. La mía fue una adolescencia opacada. Durante la que muchas veces me he preguntado por qué no estaba haciendo de adolescente, si es lo que debía. Pero no me salía, no me interesaba”.
Jamás volvió a ver a su segundo abusador. “Pero muchos años más tarde, mi madre me dijo: ‘¿Te acordás de ese pibe con el que tuviste aquel problema?’ Claro que ‘el problema’ era su eufemismo preferido”, desliza suspicaz. “Escucharla me estremeció, porque intenté deducir hacia dónde pretendía ir con esa pregunta. Entonces soltó: ‘Bueno, se hizo travesti’. Más allá de la salvedad de que nadie ‘se hace travesti’, fue la única referencia que tuve de aquella persona”, cuenta. “Me pasa que nunca me ha movilizado la sed de justicia, ni aún cuando me ha costado tanto reencontrarme. Si tuve la necesidad de exponer o compartir mi historia de abusos fue, en rigor, por el relato de tantas personas que se me acercaban a contarme situaciones parecidas”, indica Franco respecto de su icónico ciclo radial No se puede vivir del amor (La Once Diez). “Me hubiese sentido un forro si no lo hacía. Aunque articularla me tomó mucho más que tiempo, yo debía sumar mi experiencia”.
Hablamos de la viabilidad de ‘perdón’ al revisar el historial de emociones que ha dejado su madre. Y es cuando Franco cuenta que, con ojos de hoy, “cada vez que vuelvo a ese campo bélico que resultaba mi casa, ya puedo pararme entre los tiros, entender (sin justificar) por qué disparaban quienes lo hacían e incluso perdonar las batallas siendo pacíficamente agresivo en esa indulgencia”. Y eso fue posible por cierto decreto personal o, mejor dicho, “inversión en mí mismo” hasta poder verbalizar todo esto que cuento”, señala. “Porque hace tiempo decidí que mi vida ya no estará tomada por infortunios del pasado”. Aunque el desamor siga siendo imposible de acomodar, tanto como la chance de un diálogo con sus padres al respecto. “El duelo ya está hecho y hoy no creo tener algo de qué hablar con ellos”. Nunca recibió atisbos de comentarios respecto de su labor profesional, de hecho “se han mostrado por demás indiferentes”, suma. “Sólo nos comunicamos esporádicamente por cuestiones, te diría, operativas o de logística, pero jamás emocionales”.
Entre tanto de su relato, menciono When I knew (Cuándo lo supe, HBO), el documental dirigido por Fenton Bailey y Randy Barbato, en el que 16 personas dan cuenta del momento exacto del descubrimiento de su homosexualidad. Es así que, en referencia, Franco cita la fotografía que da portada a su libro Te arrancan la cabeza (Mansalva, 2022), la “ficción de base autobiográfica”, como define. “Es una imagen muy elocuente en ese sentido. Porque durante un carnaval de mi barrio, promediando los ‘80, y en un episodio que no puedo desentrañar, mi madre me vistió de indiecita”, cuenta. “Y a mí se me ve llorando desconsoladamente, como quien se siente ultrajado. En efecto, debo decir que creo que mi madre también abusó de mí. No sexualmente… ¿Pero qué importa si no fue de ese modo? ¿Qué sentido tuvo ese dragueo?... Esa especie de acto de transformismo que mi madre hizo conmigo, pintándome la boca, poniéndome aros y un vestido de arpillera. Yo lloro y río. ¡Y lloro! Pienso que ahí, ese día, en ese momento y siendo tan niño, realmente certifiqué que no era heterosexual. Y no solo eso sino que, además, repito: Era maricón. Casi cínicamente, ese recuerdo puntual a modo de souvenir, rubrica mi identidad sexual. Por ende, siempre lo supe”.
Y como si ser maricón en Ensenada no fuese suficiente crédito para el estigma, Franco rozó el infierno en el Don Bosco, la escuela salesiana de la que encontró salida con ayuda de cierto azar (tal vez divino) al obtener su cupo por sorteo en el prestigioso Colegio Nacional de La Plata. Es entonces que aparecen dos recuerdos de indeleble humillación. El primero remite a la tarde en la que, escapando de la insufrible hora del fútbol y escondido en un “caño gigante de cemento” fue encontrado “y castigado” por uno de sus compañeros frente a otros tantos. “Él, sujetándome las manos con fuerza, hacía como si me penetrara. Otra vez la abusibilidad de los cuerpos, ¿no?...”, reflexiona respecto de esa atmósfera hostil tan cotidiana “en la que todos se reían de mí”. El segundo se sitúa el día en que debió compadecerse al admitir: “Nunca sería parte del grupo”. Séptimo grado. Entusiasmado por haber sido finalmente invitado a una matiné, Franco se alistó –”Tal vez ilusionado de estar a poco de ser un popular”– para llegar puntal al sitio acordado. “Pero todos ya se habían ido mucho antes. Algo que planearon sólo por el placer de hacerme mal”, concluye. “Señales claras de cómo la diferencia es experimentada. De lo que significa ser visto, interpretado y desplazado por distinto”.
Aún así, Torchia insiste citando ese “núcleo interno de fortaleza”, del que siempre estuvo seguro y al que “recurría permanentemente para poder seguir adelante, como una especie de resurrección… ¡Hasta el agotamiento!”, dice con el humor con el que remata registrar su “cansancio ancestral”, residuo de aquellos tiempos. Franco sintió cierta protección de los docentes por su calidad de alumno: “Traga, abanderado, y actor y conductor sobre los escenarios patrios”, según señala. Ya en la secundaria, este lector prematuro logró refugio en los talleres literarios, “y me fui a vivir a la escritura, donde sigo tantas décadas después”. Recordemos, es Licenciado en Letras, Periodista, autor de 3 libros –El libro de Cupido (2014), Orgullo y barullo (2019) y Te arrancan la cabeza (2022)– y adaptador teatral, como en el caso de Theodora, de Georg Friedrich Händel, para su última presentación en el Teatro Colón. Otro ámbito “inquietante, de nuevos diálogos posibles”, para ese proceso, fue el Centro de Estudiantes, donde dice haber despuntado “mis ínfulas justicieras” que sostiene hasta el día de hoy y frente a cualquier micrófono, por ejemplo, respecto de la defensa, visibilidad y dignidad de las minorías o diversidades sexuales, étnicas y etarias.
No se puede vivir del amor (La Once Diez AM 1110), el ciclo radial que hace 11 años se propuso casi como desafío personal, ha sido (por mucho tiempo) el único dedicado a diversidad en frecuencia diaria y a nivel mundial. “Este programa me llena de orgullo, no sólo por contar con el más vasto archivo sobre la historia en la materia, sino también por el espacio de diálogo internacional abierto a grandes personalidades y a todo aquel que ha acudido para compartir desde un abuso a un triunfo que lo ha hecho feliz”, expresa Franco en referencia a una trayectoria que ha sabido reclamar agenda. Contando, claro, con lo significante que ha sido para él, hitos profesionales y personales como la cobertura del caso por el crimen homofóbico de Octavio Romero, hoy convertido en documental, “como misión obligada de un Estado que se ha hecho responsable de la falta de investigación”. Y, por supuesto, de entrevistas como la de Marcela, la rompecoches, mítica travesti (“sobreviviente, reticente a las charlas y hoy radicada en Europa”) que en los años 80 (y parte de los 90), destrozaba los autos de quienes después de tener sexo con ella, a veras de la Panamericana, intentaban atropellarla. Y en la enumeración de aciertos en el trayecto, Torchia aún se manifiesta movilizado por 100 años de radio: una historia con futuro (TV Pública, 2021), el documental que recorre el camino de la radiofonía nacional con testimonios de 60 figuras del éter y archivos que reviven su época dorada, que justamente incluye la huella de su labor.
Podría controlar alguna que otra ínfula pero jamás la emoción al escuchar que aquel programa no es más que él mismo y la energía de sus batallas. “Con todo esto que acabo de compartir en esta charla, no podría hacer sino más que un trabajo de reconducción de todas esas experiencias y el intento de ponerlas al servicio de millones de personas que lo pasan mal al día de hoy”, analiza Torchia, hoy también anfitrión del magazine de actualidad Francotirador (Splendid, 990). “Nadie me obligaba a hacerlo ni tenía por qué correr con los estigmas que podrían limitar o circunscribir mi labor periodística en un solo sentido”, dice sobre las banderas o las etiquetas que el medio suele decretar. No se puede vivir del amor, reconocido también a nivel Hispanoamérica, “corrió y ensanchó” el temario de la diversidad (como así también de la producción cultural asociada) y de eso sí quiere hacerse cargo con “sumo orgullo”. En el marco general de “un país con problemas de asignación de valores y espacios desacompañados”, Franco se sabe un “comunicador necesario” como le dijo alguna vez un oyente desde el extranjero. En definitiva, “todo lo que yo aquí he contado sobre mi historia, en mí disparó furia. Y ese ciclo es esa furia y su insistencia en el devenir de múltiples vidas completamente sojuzgadas”.
Teresa –”la persona que más sabe quien soy”– cumplió 15 años. Casi como papá, quien asegura haber vuelto a nacer a la par de ella. Franco sabía que no viviría con la mamá de su hija (ex compañera del secundario) y, principalmente, “que no debíamos haber estado juntos”. Que el vínculo era “absolutamente innecesario”, como define. “Pero cuando me enteré del embarazo, y aún más al ver la primera ecografía, sentí mi inminente paternidad como una oportunidad. Aún sin saber de qué, pero una oportunidad. Luego se hizo cierto y concreto el inicio una relación íntima con mi hija, relacionada con una energía compartida y una conciencia plena de quienes somos”, señala. Mucho tuvo que ver con esos primeros “y aleccionadores” años de la vida a solas con un bebé, por los que hasta supo poner pausa en su carrera. “Finalmente estaba tomando la decisión de vivir más cerca de mi verdad. ¡Con más verdad!”, enfatiza. “De algún modo, mi hija tuvo el picaporte de mi armario. Al menos de uno de tantos de los que he salido”. Y subraya referirse a la sexualidad pero “como posición en el mundo. Como punto de vista desde el cual absorber los fenómenos. Como modo de gestionar la propia vida”, como señala. “Entonces, el advenimiento de Teresa me dio la chance de tomar lugar, de revisar mi pasado y de darle formato a todo lo que he contado hoy. Ella me ubicó de forma permanente. Yo empecé a vivir infinitamente mejor a partir de su llegada”, afirma.
Dirá que Teresa –llamada así por Santa Teresa de Jesús, cuyo poema Nada te turbe era recitado por el instructor de yoga para cerrar cada clase que Franco tomaba junto a la madre de la adolescente en tiempos de embarazo–, “no negocia”. Que es muy hábil para “estimarse”. Que “se tiene muy en cuenta”. Y que a él, todo eso, le ha enseñado a respetarse. “Cada tanto, ella ha visto a sus abuelos… Bueno, digamos ‘a mis padres’. Y desde luego capta, intuye, no necesita que me explaye sobre nada”, cuenta Torchia respecto de cuánto de su historia más cruda comparte con ella. Es así que desnuda otro locuaz y conmovedor recuerdo. “Hace algunos años la acompañé a una clase de natación. Al terminar, y en el momento en que cada uno debía ir a cambiarse, Teresa me dijo: ‘Papá, ojo cuando entres al vestuario de hombres. Que nadie te mire. Que nadie te toque. Que nadie te haga algo indebido’. Quedé perplejo”, pronuncia con la firmeza que la emoción permite. “Hasta ese momento no habíamos hablado de mis abusos. Pero esa es la función de Teresa en mi vida. Es quien más me cuida. Una persona que elijo por sobre el vínculo y para que forme parte activa de mis días. Con el poder de hacerme feliz aún cuando no quiero verla en esos momentos en los que la adolescencia agota”, describe. “Mi hija es una chica íntegra, ética, generosa y, además, extraordinaria voleibolista”, suelta con gracia.
Tomás tampoco escapará de camino a la reflexión final en esta charla, porque también llegó con la misión de abrazar a aquel chiquito. “Y fue una bendición”, rotula Franco. “Desde el primer momento vi a alguien que creció con mucho amor familiar y que, como buen escuchador de sí mismo, huye ante mínimo sometimiento. Él sabe reconocerse muy bien tanto en la comodidad como en la hostilidad. Y eso tan nuevo para mí, muchas veces me dejaba pensando: ‘¿De qué se trata? ¿Cómo es posible?’ Con su solidez, Tomás me permitió cobrar las fuerzas que, tal vez, no tenía. Saberlo cerca me garantiza seguridad, amparo, contención”, describe. Y en términos del “descanso” que Balmaceda le sugiere (como explicó en párrafos anteriores), Torchia elige el recuerdo más oportuno para el remate de eso que quiere contar respecto de “el rol de mi marido en mi vida”, indica. “Hubo una época en la que yo solía perder mis billeteras. Era un hecho habitual y tan reiterado, que también me pasó a horas de visitar la casa de Tomás durante esos primeros días en los que estábamos conociéndonos. Fue entonces que él me miró y dijo: ‘Vas a ver que, de ahora en más, ya no vas a perderlas”, cuenta. “Y así fue. Desde que él apareció, nunca más perdí nada”.
El pánico, “de raíz múltiple”, lo atacó constante entre 2002 y 2006. Y hasta comprenderlo “una angustia ancestral que aprendí a suavizar”, ha sobrevolado sólo eventualmente. Y atrás va quedando el costo de “arrancar cada mañana tratando de encontrarle un motivo al día”, por ese arraigado sentimiento de “pulsión de muerte”, tan compañero en tiempos de pandemia. La Bioenergética, terapia alterativa (y complementaria a su entrenamiento), que apunta a aliviar tensiones físicas y emocionales, ha sabido hacer lo suyo. Hoy Franco cree ser feliz. “Sí, estoy contento con mi edad y con este presente en el que definitivamente estoy de acuerdo conmigo mismo y por el cual podría decir: ‘¡Ha llegado el momento!’. Porque me reconozco entusiasmado por diseñar el modo con el quiero transitar el resto de mi vida. A fin de cuentas, aprendí a ligarme a personas que me hacen bien”, revela. Otra de sus victoria por sobre “las violencias” de su madre. “Porque ella no sólo me decía que las mujeres estarían dispuestas a quitarme todo, sino que, además, los amigos no existen. Que las relaciones esconden siempre un interés. Y todo ese veneno concentrado provocó que, durante mucho tiempo, realmente me costara vincularme amistosamente con los demás”, explica. “Yo logré sanar y aprender a estar cerca de la que gente que amo”. Es por eso que finalmente hoy, y parafraseando al gran Pedro Lemebel (1952-2015, escritor cronista y activista LGBT chileno), concluye: “Yo no tengo amigos, tengo amores”.