No había amanecido aún en los cielos de Caseros cuando, en casa, lo encontraron dormido y sentado en la cama de su cuarto, con la espalda apoyada en la pared y los brazos vencidos por la batalla solitaria contra el asma. Tenía 11 años, el estigma de la sobreprotección y un hábito consecuente que acarreó por otros 46. Esa es la foto que elige en trayecto de encontrarle razón aparente al “perfil de subsuelo” tan definitorio, que no solo le valen (y han valido) pesados prejuicios sino que, además y como señala, “el silencio” que lo enfermó, lo “sanó” y finalmente le “enseñó tanto”. Fabián Nicolás Mazzei (57) propone regresar a ese (su) “primer gran secreto” que da inicio a este párrafo, para entender el contexto en el que formó esa “habilidad zen” indilgada y tan celebrada puertas adentro, también cuando ha sabido relucir su doble filo.
Haber llegado al mundo –”casi por casualidad”– tras dos embarazos fallidos lo instaló en el pedestal de lo sagrado. Y mucho más cuando la afección pulmonar –que cree “nació de aquella atención extrema”– insistía con dejar en jaque constante su endeble salud. Lejos de montarse en el ego y los caprichos que podría suponer una vida entre algodones, Fabián creció pendiente de no ser “una angustia más” en su familia. “Así, callar se volvió un ejercicio para mí”, cuenta. “Ver a mi vieja yendo y viniendo de un médico al otro, preocupada por mi cura, hizo que aprendiese a esconder cualquier malestar que ellos podrían sentir o interpretar como ‘el final’. Por ahí, a las 3 de la mañana, cuando me sentía morir, practicaba una respiración especial que me había inventado para calmarme solito”, relata. “El terror de mamá me pesaba. No quería traerle más inquietud. Me acostumbré a mantenerme al margen, a observar y a pensar soluciones para todos ante el mínimo inconveniente”
Se recuerda “demasiado educado” (casi “un niño adulto”), porque “cuando sos chiquito y la muerte es el 50% de tus posibilidades, la vida cambia por completo. Ya no es ‘normal’ como la de quienes se juntan en la vereda, andan en bicicleta o juegan futbol”, dice sobre una situación que más tarde, siendo ya un adolescente, subsanaría como parte del equipo de vóley del Centro Salamanca. “Yo no salía, no tenía amiguitos y, durante los primeros años, me educaba una maestra particular que venía a casa. La burbuja tuvo su precio. Y en la escuela fue muy alto, porque los chicos solían ser muy crueles. Todos apuntaban contra el nuevo, que además era más que tímido”, señala respecto de esos años de adaptación en los patios y las aulas del Instituto Nuestra Señora de la Merced (Caseros) con alguna ayuda, claro, de sus primos mayores que sabían boxear. Nadie estaba muy al tanto de qué sentía o de qué pensaba, pero él busca “cierta conexión” en la terraza de casa, mirando las estrellas y pidiendo a San José de Cupertino por el bien de su salud. No está seguro de si fue el santo pero puede dar fe de que “la calentura de mi primera separación” colaboró a la cura definitiva y total en la mesa de un bar. Pero ese cuento cabrá en otro tiempo de esta conversación.
El arte fue encontrado filtración en ese mundo introspectivo con ayuda involuntaria de papá. Y es entonces que Fabián revela un viejo anotador en el que apila los diseños abstractos de su mismísimo puño. “Mi viejo dibujaba muy bien, era muy hábil con las manualidades. Y parece que heredé algo de eso. De chico podía tallar un jabón hasta convertirlo en un auto o un caballo. Así empecé mis clases de plástica y, hasta el día de hoy, nunca dejé de esbozar”, dice de una pasión de la que nadie tiene idea y que marida con los ratos de zapeo. Porque hay más: Mazzei también compone. Un hábito de los tiempos en los que lideraba la banda que mantuvo con sus amigos de Ciudadela –”obsesionados con Soda Stereo”– hasta que, “a punto de cerrar trato para cantar en un bar”, Amigovios (Canal 13, 1995) lo ubicó en otro camino. Y muy a su pesar, comparte una estrofa de la canción que mejor recuerda: “Quiero encontrarte en mi cuarto esta noche de frío / Quiero sentirte más cerca. Más cerca de mío / Recordar los momentos pasados, vividos / Y unir tu boca y mi boca estando dormidos / Vuelve, por favor / No me aguanto más esta soledad”. Claro, el fruto jamás cae lejos del árbol.
Héctor Mazzei fue un “groso” cantante de tango, con orquesta, un disco de pasta, sólo 18 años (que fogoneaban la idea de gran promesa) y un amor que la extinguió por completo. Jacinta Juana Chiquita Pennella, celosa de las ausencias, plantó ultimátum ante una gira y tantas fechas de milongas y carnavales. “Mamá le dijo: ‘El canto o yo’. Él, tan enamorado, no lo dudó”, cuenta Fabián. “Sí, resignó su carrera, pero compró un Geloso (grabador) y supo hacer de cada reunión familiar una gran fiesta. Cantaba en casa, en los asados, en los cumpleaños y hasta entre los clientes del puesto de choripán que teníamos en La Boca. Y ahí lo acompañaba. Yo me paseaba por las mesas entonando Mi Buenos Aires querido y me hacía de unas buenas propinas”, recuerda. “Papá tenía una gran voz, muy parecida a la de Gardel, que había sido la disputa de varios productores con serias intenciones de hacerla conocida en el mundo. Aún así jamás se resintió por el duro golpe que significó esa desacertada presión de mamá. Él decía que era feliz, pero estoy convencido de que esa felicidad nunca fue completa”, deduce desde este lado de la vida.
La matricería propia, en La Paternal, fue el ámbito perfecto para sublimar sus talentos. Héctor, ya devenido en metalúrgico, se dedicó a la fabricación de maquinarias alemanas. “Entre otras cosas, papá fue el inventor de las cajas de plástico. Lo trataron de loco, pero dio el puntapié inicial de su fabricación en el país y mantuvo la licencia hasta perderla, 5 o 6 años después. Era un tipo inteligentísimo, pero muy miedoso. Vivía con temor a las enfermedades. Y le tocó una de la que no pudo zafar”, cuenta. Entonces, otra vez, el silencio: “Solo yo supe que moriría”, dice, todavía, con cierto pesar. “Cuando el médico me contó que mi viejo tenía cáncer en los pulmones y que la quimioterapia no garantizaría ninguna mejora en el año de vida que le pronosticaba, no tuve dudas. Me aferré a la fe y hasta hice colas interminables para conseguir la famosa Crotoxina, aún sabiendo que las posibilidades eran nulas”, recuerda. “Estaba seguro que si se lo contaba, todo se terminaría mucho antes. Yo había cumplido 24 y estaba tomando la decisión más difícil de mi historia que me instalaría la culpa en el centro del pecho durante muchos años. Porque además, en aquella primera etapa, mamá tampoco estaba al tanto de nada. Después, creo que todos me la hicieron más fácil”, confiesa.
Empeñado en verlo sonreír, Fabián precipitó el pedido de matrimonio. Decidió que se casaría con su novia, Silvia Novellino, casi como una ofrenda para su padre. Así fue que la del 2 de marzo de 1991, “fue la noche más linda”, según describe. “Cada tanto pongo el video de la fiesta para disfrutar de ver a mis viejos bailar felices y me lo agradezco”. Héctor falleció a sus 59, un año más tarde de lo pronosticado por su médico. La “energía positiva había sido útil”, asegura. Pero, mientras tanto, la culpa tomó forma de la angustia más profunda. “No quedé muy bien del mate en ese sentido. Callar una situación así es hacerla evidente las 24 horas. Se hace imposible pensar en otra cosa”, relata sobre los tiempos en los que la terapia fue necesidad prioritaria. “Dejé teatro. Empezó a caérseme el pelo. Y, con 26, asumí todo eso que era tarea de papá aunque con ciertos costos, claro. Tomé la posta en la matricería atajando complicaciones y junto a un socio que no era mío, conformista y limitado, sin la visión ni el empuje de mi viejo. Todo se convirtió en un tránsito muy heavy. Pero, en definitiva, la excusa que me obligaba a salir de la cama”, define. “Finalmente fui encontrando un mínimo aliciente: Debía tragarme la tristeza desde las 6 de la mañana hasta las 3 de la tarde. Después le dedicaría el resto del día a ir de casting en casting”.
Chiquita, así llamaban a su madre, no escapó al don que atravesó la genealogía de los Pennella. “Ella era vidente”, revela Fabián. “Como lo había sido mi abuela Juana, tan popular en el barrio por sus habilidades que mucha gente se acercaba a su casa para consultarla. Y eso molestaba a mi abuelo, que trataba de evitar el estigma de ‘la bruja’ en las épocas en las que de esos temas se habla muy por lo bajo”. La espiritualidad que Mazzei naturalizó en ese contexto católico y esotérico, lo hizo “más curioso y cuestionador”. Tal es así que desde muy chico se propuso “escuchar de todo para discernir mejor”, señala. “Podía pasar horas aprendiendo de runas, discutiendo con el cura del colegio sobre la metáfora de la serpiente y la manzana, y varias veces me retaban por dejar la puerta de casa abierta mientras interrogaba a los Testigos de Johová”, cuenta. En definitiva, “mamá veía cositas”, explica. Y sí que lo vio. Ella, que ya venía siendo hábil en el contrabando de dinero para las clases con Agustín Alezzo, a escondidas de un marido algo ofuscado por la idea, tomó las riendas. “Una tarde en la fábrica, me apartó para decirme: ‘Vos debes seguir tu camino y no es por acá’. No sé si advirtió mi futuro o, de cara a mi angustia, no quiso repetir eso que había hecho con la vocación de papá. Pero la escuché. Al fin y al cabo, no todos tienen una Chiquita en su vida”, cuenta con gracia de quien ha sido “mi fan número uno”.
Previo a hacerse a un lado del negocio familiar y en pos de solventar su pasión por las tablas, Fabián –ya convertido en ‘el chico Derby’ de la publicidad que, finalmente, inyectaría de orgullo la mirada de papá– vendió sanitarios y costales de harina –cuando “era oro en las épocas alfonsinistas de la escasez”– hasta tener lo que, con ironía, dice haber sido “la más brillantes” de sus ideas. “Le dije a mi mujer: ‘Ya sé. Vamos a comprar un taxi, yo lo manejo’. Y fui tan tarado que me vendieron uno trucho”, cuenta. Claro, de camino a percatarse, se hizo de grandes relatos callejeros. Recuerda “haber clavado el freno de mano para bajar del auto a gente maleducada”, renunciar al itinerario del tipo que lo hacía seguir a su mujer y a su amante, y la vez que salvó una vida con su don de escucha y de solución. “La chica subió en Los Incas y Superí”, inicia. “Tomamos General Paz, con la velocidad que implica, y en el trayecto, ella solo decía: ‘Estoy pasando por un mal momento’. Fueron varias veces hasta comenzar a soltar su historia. ¡Terrible historia! De repente, mientras abría la puerta, escuché: ‘¡Quiero tirarme!’. Con una mano intenté volantear y con la otra sujetarla para que no lo hiciera. Frené el coche como pude, no sé ni dónde, pero podíamos habernos matado los dos”, relata. “Nos bajamos a un costado de la banquina, la contuve hasta lograr calmarla y la dejé en un destino seguro. Se despidió diciendo: ‘Gracias, alguna vez sabrás lo que hiciste esta noche’”.
Volviendo a aquello que nos ocupaba, Mazzei está seguro de que sin la “amorosa y acertada” intervención de su madre nunca hubiese sido actor y, quizás, tampoco el marido de Araceli González (56), pero eso será tema de aquí a poco. Esa es la reflexión que desliza extrañándola –”con el alma rota”– desde hace 42 meses. En septiembre de 2019, y durante las 3 semanas que pasó internada recuperándose de los embates de una hernia hiatal que le impedía alimentarse con normalidad, los médicos le detectaron cáncer de mama. Sus 83 años hicieron casi inviable una cirugía exitosa. Y Chiquita regresó a casa con un cambio de rutina que comenzaría a ser, por lo menos, desmoralizante. Ya el cierre de la matricería había sido preocupante para Fabián en términos de “Qué sería de la vida de la vieja, de ahí en más”, pero por entonces y con 71, ella supo desplegar una saludable hiperactividad. “Se dedicó a cocinar para todo el barrio mientras mantenía inalterables las religiosas tardes de té con sus amigas”, cuenta. “Los fines de semana se instalaba aquí en casa y mimaba mucho a Toto, a quien amaba como a un nieto. Finalmente, mamá había comenzado a descubrir y a disfrutar otra vida”.
Esta vez, el destino se ensañaría fuerte. Claro que los efectos de la pandemia atentaron contra el cuadro lógico de su enfermedad, pero las movidas médicas y emocionales por “el tumor de boca” que, coincidentemente, le habían diagnosticado a su hijo (a principios de 2020), dieron el revés fatal. “Mi operación nos distrajo a todos. Mamá, ya sin sus mesas de té y un poco más de soledad, empezó a caer física y moralmente. Y por supuesto, en tiempos de COVID, el equipo me sugirió que internarla podría significar no volver a verla jamás”, recuerda. “Otra vez, así como con mi viejo, me vi en la encrucijada de decidir sobre la vida de los demás. Preferí tenerla en casa, con dos enfermeras y toda una logística de contención. Pero cerca”, remata. “Nunca, a lo largo de ese trayecto, se quejó o manifestó un mínimo gesto que me hiciera sentir mal”. Como cuando niño, Chiquita se negaba a relajar la incondicional protección de su hijo contra todos los males. “Ya no hablaba demasiado, pero al verme llegar, en cada una de mis visitas, ella me chiflaba La cumparsita”, menciona sin evitar quebrarse. “Ha sido una mujer sumamente luminosa. Casi 3 años después, sigo acostándome con el deseo inútil de lograr acomodar ese ausencia y amaneciendo con la necesidad de su llamado”, revela. “Me inquieta no poder soñarla y no deja de desesperarme la idea de no volver a escuchar su voz”.
Por esas curvas de la conversación, hablamos del amor oriental. Sí, del amor oriental. Bastó con mencionar la premisa de Araceli, “a Mazzei lo agarré ya cansadito”, para recorrer alguna de sus pasiones con inicio en la tierra del sol naciente. No sin antes aclarar con gracia: “Me habrá encontrado bien experimentado, pero cansadito jamás”. Fabián tenía 21 años cuando se instaló en Japón. Su amigo Omar, quien fuera futbolista de River y comprado por el Yokohama FC, se había lesionado. Fue así que aceptó la invitación para acompañarlo durante la rehabilitación y “resultó un viaje al futuro que cambió mi mentalidad”, describe. Entonces, y entre tanto, conoció a la periodista deportiva y conductora televisiva con la que mantuvo un romance que se extendió, luego, hasta Buenos Aires. No revelará su nombre ni por orden judicial. “¡No, no…! De ninguna manera. Es lo que siempre quiso averiguar”, dispara respecto de la lúdica interna con González (entre nosotros, quien me pasó el dato antes de esta entrevista). Desde que iniciaron su relación, él instaló un chiste que ya es un clásico: ‘No te sorprendas si alguna vez un japonesito golpea la puerta, porque voy a tener que hacerme cargo’, es lo que suele decirle a su mujer. Pero continuemos con el cuento. Mazzei disipa la sobriedad que lo caracteriza con el paso fugaz de un viejo recuerdo: “La japonesas son mujeres muy puntillosas (a la hora de amar), y en el ‘pre’, digamos, impecables…”. El tiempo, y el trabajo mediático de la chica en cuestión, la trajeron hasta aquí. “Y estuve con ella recorriendo la ciudad durante 3 meses más, hasta despedirnos definitivamente”. Ese no sería el único amor en sus memorias foráneas.
El nuevo milenio inició con el corazón en crisis. Su matrimonio de licuaba entre las idas y venidas a Madrid, donde (entre 2003 y 2005) se convirtió en Horacio. Un personaje aún recordado por los oficiales de los puestos de Migraciones españoles y hasta por un camarero parisino en su último recorrido por las Europas. Mientras Un paso adelante, la ficción que protagonizaba por Antena3, arrasaba con las audiencias, Fabián se hacía a la idea de su separación. Al pasar contará que si hubo algo positivo en aquel tránsito fue la “insólita” locura del asma. “Había pasado la vida sin consumir cítricos. Se me cerraba el pecho con tan solo olerlos. Pero una tarde de esas en la que todo va definiéndose, entré en un bar a tomarme un café para pensar tranquilo. Y estaba tan caliente que de un sorbo me tomé el shot de jugo de naranjas que te traen con la taza. ¡Mozo, tráigame otro!, pedí. ¡Y otro! ¡Y un cuarto! Fue una locura. Se ve que la catarsis valió la angustia, porque quebré para siempre con la psicosomatización”, evoca al pasar. En definitiva, antes de que esa serie llegase al final, volvió a enamorarse. Esta vez, de una mujer que lo mantendría por más de un año con los pies en la Madre Patria. Hablamos de Mónica Cruz Sánchez (46), su pareja en los libretos, y hermana de la mismísima Penélope Cruz (49).
La discreción con artilugios duró apenas 4 meses. Después, “el infierno”. Éxito del producto y cierto linaje artístico, colocaron a la dupla debajo de los focos de una prensa “despiadada como en pocas partes del mundo”, define Fabián. “Otro en mi lugar, y sabemos con los bueyes aramos de este lado del mundo, hubiese hecho estragos con la situación. Yo lo padecí. Iba de un lugar a otro tirado en el asiento de atrás de los autos. Y cuando los paparazzi confirmaron la relación, todo se desmadró. Una vez, varias motos y una camioneta, nos persiguieron violentamente a lo largo de una carretera. Fue de película. Mónica y yo terminamos refugiados en la cocina de un restaurante que encontramos por ahí”, evoca. “La exposición nunca fue mi modo, no es mi palo. Y todo eso pesaba tanto que cuando volví al país caminaba por la calle con la sensación de que alguien me estaba siguiendo”, relata. Pero, al fin y al cabo, su paso por la casa de los Cruz, dice haber reconfirmado su “mirada” sobre la mujer. Conoció el “matriarcado” liderado por Encarnación Sánchez, madre de las actrices: “Una peluquera que se hizo muy de abajo e inculcó el valor del trabajo duro, de la sencillez y de la familia como forma de llevar la vida. Y las educó aguerridas, seguras, luchadoras. Con el encanto que supone el desafío de tanta independencia. En definitiva, las mujeres más lindas”, asegura. Mazzei dice haber elegido “parecido” a lo largo de sus amores, es por eso que se señala “curtido” y capaz de “haber llegado a donde llegué con la compañera que elegí hace 15 años”.
La historia ya es conocida y el próximo 14 de diciembre celebrará una década de matrimonio. Pero hablamos de la génesis y los precios de ese amor que dio un giro a su vida. Para Mazzei, la trama inició al abrir la puerta de una oficina de producción en la emisora de Constitución. “Yo venía de Socorro 5to. año, de Nosotros y los otros, y empezaba a hacer mis primeros pasos en Canal 13. Araceli llevaba pantalón y camisa: toda vestida de blanco”, cuenta. “Ella dirá que no se acuerda, pero yo estoy seguro de que dijo: ' Hola, Fabián’. Finalmente tenía de frente, y muy cerca, a esa chica de las publicidades que me tildaba tanto. ‘¡Uy, sí que es linda. Linda, linda!’ pensé. Eso fue todo. Ese cruce, tan casual como fugaz, quedaría rebotando por mucho tiempo en algún lado de mi cerebro”, asegura. Hasta el reencuentro, pasarían 8 años, 6 ficciones y, recordemos, otro amor internacional, esta vez, del otro lado de la cordillera. En 2006, Mazzei se convirtió en “el príncipe”. Así lo apodaban en Chile –donde trabajó alternando grabaciones de Alma Pirata (Telefe)– desde la confirmación de su romance con María Eugenia Kenita Larraín Calderón (50). Se trata de la ingeniera civil, actriz, modelo, numeróloga y Reina del Festival de Viña del Mar 2003, popular en el país vecino, entre otras cosas, por su escandaloso matrimonio con el tenista Marcelo Chino Ríos (47) y, más luego, por ser quien osara dejar plantado en el altar al futbolista Iván Bam Bam Zamorano (56).
“España ya era una posibilidad en mi carrera cuando mi representante me llamó para avisarme: ‘Están ofreciéndote ser el hermano de Gustavo Bermúdez (59) en una telenovela que se llamará 1000 millones (2002)’. ‘¿Quién más trabaja?’, pregunté. Y cuando me dijo ‘Araceli González’, fue: ‘¡Vamos!’. Así nació un vínculo entre nosotros. Bueno, ‘vínculo’… Ella hablaba y yo escuchaba”, adelanta con gracia. No hizo más que relucir esa habilitad tan aprendida de chico: “Observar, atender, contener”, define Fabián respecto de “las penas de amor” que Araceli transitaba y compartía en cada break. “Ella no estaba pasándola nada bien”, recuerda. Por entonces, González sobrevolaba una crisis de pareja con Adrián Suar (55), la primera de camino al quiebre final en 2007, 5 años después. “Entonces, en algún momento, mamá me dijo: ‘Esta chica carga mucha envidia ajena. Deberías llevarle una planta de ruda’. ¿Y qué hice?... ¡Al día siguiente caí con una ruda!”, cuenta sin poder terminar la frase por el ataque de risa. “Juro que esto nunca lo conté por temor a quedar como un boludo. ¡Ni flores le regalé…! ¡Una ruda!”. La ficción terminó y España, si bien puso distancia, no disolvió la compañía. El atentado a la central ferroviaria de Atocha (Madrid, 2004), volvió a ponerlos en contacto vía Messenger. “Ara me escribió para asegurarse de que estuviese bien, como lo hacían otros tantos amigos. Claro, yo estaba lidiando con mi historia y ella con la suya”, explica. Pasarían casi 4 años hasta que Gonzalez diseñara el plan perfecto para dar el gran paso.
“Yo me lo levanté”, suele decir Araceli aunque, aclarando, es una frase que para él, es una piña en el orgullo. Finalizaba 2007 cuando Mazzei llegó de México, tras su participación en Se busca un hombre (TV Azteca), cuando la actriz, advirtiendo que su pretendido no se animaría al avance, organizó un asado “supuestamente laboral” en casa de un amigo en común, sólo para verlo. En su relato, “Fabián no cazaba la situación”. Entonces activó el plan B. Evocando aquella ofrenda de la ruda, González encontró pretexto en los dones de Chiquita. “Me dijo que necesitaba consultarle algo a mi mamá”, cuenta Fabián. Pero la estrategia iría más lejos. “Sé que ella vive cerca del santuario de la Virgen de Lourdes (Santos Lugares), de la que soy devota. ¿Podrías acompañarme?”, pidió Ara, quien alguna vez reconoció “fue la primera vez en la vida que me sentí tan fácil”. Finalmente, los dos entenderían todo en una cena a solas, de ese domingo random que el amor tomaría tintes oficiales, al menos, puertas adentro. Pasarían meses hasta que la portada de una revista impactara ese primer beso público en el aeródromo de Esquel (Chubut), cuando ella decidió sorprender con su visita al conductor de la versión nacional del reality El conquistador del fin del mundo (eltrece, 2008).
Recordamos este episodio de camino entender cuánto costó sanarla del profundo desamor que ella tantas veces manifestó. “Mucho”, responde Mazzei. “Fue un largo proceso, porque no contábamos con la paz necesaria para hacerlo debidamente. Yo tenía mi valija lista, siempre a mano, porque cada tanto tenía que irme de la casa”, revela. Al principio fue heavy. Todo era demasiado para ella. Vivíamos situaciones muy difíciles, que no puntualizaré, pero que suelen ocurrir durante las separaciones. Y mi rol fue el de acompañar su angustia, el de tratar de entenderla, de empatizar… Porque si te echan 3 veces, a la tercera te vas”, suelta respecto de la inestabilidad de su mujer a raíz de ciertas presiones externas que la aterrorizaban. “En una oportunidad, no llegué siquiera a venir. Estaba afuera y me pidieron que no entrase. Y el nene (Tomás Toto Kirzner, 25, a quien su presencia lo tranquilizaba) fue quien me llamó. Me dijo: ‘Vení, Fabi. Traeme sushi’. Y entonces volví”, recuerda. “Claramente había alguien que no me quería en esta casa. Pero lo único que yo pretendía era rehacer mi vida con una persona libre como era Ara. Ni más ni menos”. El inicio fue caro. “Sí que costó. Uno no está pleno, no es que ‘uy, salimos’, ‘nos vamos de viaje’, ‘creamos algo de cero’… No. Cada uno traía una historia más o menos pesada”.
Cuando estimaba haberse despedido ya del diván que le insumió el duelo por su padre, Fabián reincidió. “Volví a terapia superado por las circunstancias. Debía aprender a dominar mis impulsos, porque cuando te ganan ya no podés pensar. Y yo necesitaba pensar”, cuenta. “Me refiero a esos raptos de ‘¿Qué hago?’, ‘¿Estoy haciéndoles bien?’, ‘¿Me voy, me quedo?’, ‘¿Cómo puedo ayudar?’ Así empecé a estabilizar mis emociones, bajé a tierra y tomé el control. Paso a paso, Ara y yo fuimos logrando la calma y conseguimos entendernos: Ella a mí y yo a ella. Despacito construimos nuestra propia cápsula en la que ya nadie pudo volver a entrar. Y eso nos sanó”. Seguramente lo define como un “gran aprendizaje”. Y a la distancia, también incluye el dolor que sintió por cierto ensañe mediático. Algo así como el daño colateral de aquellos días. “¡Dijeron tantas cosas de nuestra relación, de mí, principalmente!”, señala. “Primero hicieron correr la bola de que yo era gay y que el noviazgo con Ara se trataba de una tapadera. De hecho, Chiche Gelblung (79), en su programa, analizaba mis besos para deducir si eran verdaderos o falsos. ¡La ridiculez más grande que vi en mi vida!”, cuenta. “Después deslizaron por ahí la idea de que yo era un maltratador, que había escapado de España por eso y hasta contactaron a alguna ex para inducirla a esa versión. No estuvo bien. No estuvo nada bien. Yo, que siempre le escapé a la sobreexposición, estaba comiéndome una galletita que no era mía… ¡Y vaya a saber por qué! O en realidad sí, yo estaba al lado de la Número Uno”, desliza con suspicacia. “Puse el pecho a lo que venía y realmente me chupó un huevo. Pero lo más agraviante no fueron las calumnias, sino la pena de mi vieja al escucharlas. Porque fue ella, una mamá laburante, noble y de barrio, quien peor la ha parido. Mamá no entendía nada. Sufrió mucho y eso sí lo lamento hasta al día de hoy”.
Entre tanto del antes y después de Araceli en su vida, planteo tres puntos que podrían leerse como resignaciones. Por un lado, la posibilidad de una carrera en el exterior. Tras su paso por México, aún en tiempos de conquista, Fabián fue nuevamente convocado por productores españoles de Antena3. “Me llamaron para protagonizar la remake de 90-60-90 modelos (allí rebautizada 90-60-90, diario de una adolescente). Habían comprado los derechos y me proponían el papel del fotógrafo de la agencia (finalmente ocupado por Jesús Olmedo). Mi idea era instalarme en Madrid con Ara y con Toto, pero acertadamente ella no estuvo de acuerdo con separar al nene de su entorno. Y celebré su decisión, me pareció muy definitorio de quién es como mamá: Siempre consecuente con la prioridad de prioridades que significan sus hijos. Ella también pudo haber hecho carrera en Japón cuando Florcita (Florencia Torrente, 35) era muy chica, y frente al contrato más importante de su vida, prefirió los domingos en Ramos Mejía”, señala. “Nunca más convencido”, Mazzei decidió quedarse. Su apuesta aquí era mucho mayor.
El próximo ítem tendrá que ver con cierta “cancelación” laboral que dice haber sufrido por añadidura. Otro golpe colateral parecido al de las injurias. “Llamalo fe. Llamalo sangre. Llamalo cabeza…¡Soy demasiado busca! Para hacerme desaparecer, a mí tenés que matarme”, sentencia. Tras éxitos como fueron Como pan caliente (el trece, 1996), Gasoleros (eltrece, 1998), Campeones de la vida (eltrece, 1999), y El sodero de mi vida (eltrece, 2001), entre otros, las puertas se cerraban antes de golpearlas y muchos amigos quedaron atrás. No obstante, sin lamentos ni conformismos, hizo su valija “y salí a hacer obras por el interior”, dice con orgullo este fanático de la lectura y cultor del teatro inglés . Y entonces llegaron los italianos. Mazzei participó de Terra ribelle (2010-2012), la miniserie de la RAI 1 que se transmitió en 10 naciones. Su Lucio, destinado a morir durante la primera temporada, convenció tanto, que la directora Cinzia Torrini decidió revivirlo para contar con él en la segunda. Dicho sea de paso, entrando al Museo del Padro (Madrid), en sus últimas vacaciones, un grupo de jóvenes los interceptó pidiendo una foto. “Se nos vinieron al humo y yo me corrí, entonces le dijeron a Araceli: ‘¿Podrías sacarnos una foto con él?’. Así de exitosa fue esa ficción”, cuenta con modestia de su popularidad. De ahí en más, encontró un gran abrazo en Telefe, donde formó parte de Somos familia (2014), La celebración (2014), Fronteras (2015), Golpe al corazón (2017) y Rizhoma Hotel (2018), sin contar, claro sus intervenciones en Ultimátum (2016) y Cuéntame como pasó (2017, TV Pública). “Nuevamente, y con el tiempo, las cosas fueron acomodándose. A mí me había tocado ese baile y bailé bien. Sí, bailé muy bien”, asegura victorioso.
El tercer punto es la paternidad. Hasta los 43 años, tiempo de inicio de su vínculo con González, Mazzei había estado “sólo una vez” frente a la posibilidad de ser papá. “Lo busqué durante el primer periodo de mi vida en España (2003), cuando apuntaba a recomponer la relación con quien fue mi mujer. Pero me di cuenta de que, al menos para nosotros, un hijo no salvaría nada”, relata. “Después, entre Europa, México y Chile, mi carrera se acomodó como lo más importante. Toda mi energía estaba puesta ahí. Y sabía que un bebé podría frenarla. Sería un gran condicionante. Y no lo digo en términos de egoísmo sino de la responsabilidad que significa. Jamás me hubiese permitido el ‘que lo críe la madre’ mientras trabajo 3 meses aquí y otros 6 allá. Y eso fue lo que me mantuvo haciéndome el boludo durante tanto tiempo”, señala. Claro, hasta que a mediados de 2009, acompañó a Araceli al turno de un chequeo médico de rutina. “Yo estaba esperándola en el bar de la clínica y de repente veo que se me acerca un médico. ‘Fabián, ¿podrías acompañarme?’, me dijo. ‘¿Ara está bien?’, pregunté. ‘Sí, seguime, por favor’, me pidió. Entonces me condujo hasta la sala en donde estaba ella y cuando la doctora me mostró el monitor… ¡Fue un shock!”.
“Ahí estaba. Se veía perfecto eso que ellos llaman ‘saquito’”, recuerda Fabián respecto del saco embrional, primer indicador del embarazo que, por ese entonces cursaba la quinta semana. “A mí se me movió la estantería. No podía creer lo que me estaban contando… ‘¡¿Qué estoy viviendo?!’, me preguntaba a mí mismo. Se ve que la médica leyó mi cara, porque fue muy dulce para explicarme lo que veíamos en la pantalla. íbamos a ser padres…”, relata. “La sensación fue de felicidad. Ara estaba bien, pero muy nerviosa. No sé con exactitud qué transitaba internamente, pero yo sé que me sentí feliz. Era la primera vez que no dudaba en plantar bandera en este país”, asegura. “Me acostaba y me levantaba con esa idea preciosa de tener un hijo”. Claro, “pero todo era una locura”. Según los párrafos anteriores, el contexto en casa no fue el más propicio. Llevaban 6 meses juntos y aún esa “cápsula protectora de los dos” que mencionaba Fabián, aún no se cerraba. “Fue así que en medio de ese torbellino de estrés emocional, de tanta angustia, recibimos la noticia y una gran desilusión. Dios quiso que el desarrollo del embrión no prosperase. Pero ese embarazo que nos unió más que nunca, también fue parte de las batallas que elegimos para llegar a donde estamos hoy: el camino correcto. Nunca mejor parados en nuestro propio suelo”, describe. “Inconscientemente acomodé lo que tocó, sabiendo que llegó sin buscarlo y que así debió ser. Sin darle demasiada vuelta ni pelea al destino. Pero ese mes que vivimos juntos fue muy sanador. Al menos hoy puedo decir que esa sensación maravillosa descripta por tantos hombres al momento de saber que serán padres, yo la tuve. Yo la viví. Yo fui papá de un saquito”.
Es reticente siquiera a la insinuación de que ‘un poco padre de Toto’, es. Y aunque admita que “lo quiero como a un hijo”, prefiere definir el vínculo de este modo: “Digamos que tuve la fortuna de conocerlo”. Hasta Tomás, y casi por política personal, “yo no había querido tener contacto ni relación con ningún hijo de ninguna pareja”, revela Mazzei. “Pero este pibe se me metió en el alma”. Y registra el momento clave en que supone, se adoptaron para siempre. “Estábamos en Disney, él tenía 8 años. Y al momento de cruzar la calle, me preguntó: ‘¿Puedo agarrarte la mano?’ ¡No nos soltamos más!”, afirma. “Me dio la posibilidad de reencontrarme con el chiquito que fui, introvertido y responsable por demás, para abrazarlo fuerte desde un lugar más lúdico. Sin darse cuenta, Totito es el gran maestro que me hace pensar”. Así, las madrugas de batallas con muñecos de Star Wars, se convirtieron en largas charlas sobre historia de cara a algún examen, lecciones de cómo manejar el tono de voz en escena y más luego, en horas de comunión melómana que hizo de Toto un gran bajista. “Sé que no soy su papá. Pero vivo feliz conformándome con ser su confidente. Con que me llame ante la mínima necesidad. Con que jamás se vaya sin una respuesta. Y con que nunca duda de que aquí voy a estar siempre”.
Finalmente es el turno de la habilidad de autogestión que potenció junto a Araceli. Empujado por ciertas circunstancias, sí, pero también “por naturaleza de quien alguna vez no tuvo plata ni para pagar el alquiler. Me gusta el riesgo e ir siempre hasta el fondo. Esa es la única forma que conozco de pelear la vida”, define. “A principio de los 2000, tuve un salón de belleza. Me la jugué. Conseguí una casa en Belgrano, la di vuelta, me asocié con unos peluqueros y funcionó muy bien durante 4 años. Después de todo, la actuación te da una gran herramienta para la relación con la gente. Y a mí me interesa saber quién es el otro. Es algo que pongo sobre la mesa de cualquier negociación, porque me ubica la mirada desde otro lugar”, cuenta. Y tras la primera sociedad con su mujer, para la producción del film Sola (2021, junto a Gabriel Machado y el director José Cicala), se embarcaron –”y con todo”– en G.aracosmetics by Araceli González, proyecto que idearon, financiaron y desarrollaron a la par. “Yo estoy abocado al proceso de producción en laboratorios, la distribución y la administración, y Ara al diseño, la creatividad y la comunicación”, dice respecto de la línea de cosmética y skincare, sin parabenos, ni sulfatos, ni detergentes, ni petrolatos, hipoalergénicos y apto para veganos, en competencia directa con firmas de primer nivel a lo largo del país y en DutyFree.
Es entonces que viaja a 2009, “cuando llegué a esta casa, abrí un cajón y al ver unos planos, pregunté: ‘¿Qué es esto Ara?’. Ella me respondió: ‘Nada… En algún momento quise hacer un perfume’. Y, sin mucha vuelta, puse mano. Me senté, analicé, investigué sobre frascos, tapas… Volví a mis tiempos de matricería. Averigüé sobre chapas, para apuntar a un producto más cercano a lo importado. Y, con todo el talento de mi mujer, se logró un perfume de la hostia. Así nació Sucrerie”, cuenta. “Hacemos una gran dupla, por ahora… ¡Por ahora!”, suelta con gracia enfatizando esa aclaración. “Porque es difícil trabajar con tu pareja si no se fija el límite del ‘hasta acá’, cuando se llega a casa. Y para evitar el desgaste, porque Ara no tiene corte, decidimos volar la oficina y concentrar las tareas solo en el showroom que abrimos en Belgrano”, relata. “Claro que todo eso también es el precio de la pasión, porque esto me tiene por demás apasionado. Aquí vamos, con el valor agregado de apostar a y en este país, e ilusionados por un crecimiento que no esperábamos en tan corto plazo”, señala sin dejar de defender su vocación y abierto a nuevos y atractivos desafíos que nutran a su ser actor.
Redondeando este encuentro, a la distancia “y tal vez algo más sabio”, Mazzei repasa dos “duros y atinados golpes” que vivió en menos de año y medio. Comenzaremos por el segundo, o “mi vuelta a nacer”, como titula. Ese que inicia con un parte meteorológico que anticipaba una fuerte tormenta. “Entré al cuarto y le dije a Ara: ‘Voy a subir al techo para limpiar las canaletas’. Me respondió: ‘No lo hagas porque vas a caerte!’ Y así fue. Llevaba 15 años haciéndolo, pero tenía mil cosas en la cabeza. Y no calculé ni el peso de las bolsas de hojas que cargaba ni el primer escalón de la escalerita con la que trepé. Mientras caía vi el cielo y llegué a pensar: ‘Voy a morir’. No sé si fue Dios o la mano de mamá, pero mi cuerpo logró girar en el aire y enderezarse durante ese trayecto de 4 metros. Pero aún así se me reventó el calcáneo (hueso del talón), lo que valió la colocación de 4 clavos”, relata. “No podía dejar de llorar, el dolor era insoportable”. De ahí en más, se desplegaron decenas de exámenes médicos –”tan exhaustivos que hasta me descubrieron un riñón encadenado”– y 6 meses de rehabilitación, de los cuales, 3 y medio en silla de ruedas. El saldo: una gran lección archivada para siempre. “Estas advertencias de la vida te obligan a meterte en vos mismo y pensar en el ‘para qué’. Yo sé que el Universo me puso un freno, me bajó de la moto y me dijo: ‘Pará un poco, flaco’. Y me vino muy bien, porque aprendí a vivir sin correr”, remata.
Uniendo puntas en el relato, Fabián encuentra sentido al “duro y tan incierto” tránsito entre la detección de un tumor en su boca hasta el resultado de la biopsia en 2021. “De vacaciones en Tulum (México), desperté con una mejilla inflamada. Tenía un bultito interno que, en ese primer momento, traté con un antiinflamatorio. Al llegar, mi odontólogo me derivó a un cirujano que me dijo: ‘Esto no es normal ni bueno’. El tumor estaba aferrado al maxilar inferior, que debieron limar”, recuerda. Días antes de declararse la pandemia fue intervenido y esperó 12 días hasta confirmar que fuera benigno. “Para entonces, la angustia me había quitado la voz. Ya no podía hablar. Estaba totalmente afónico”, relata. Y eso no sólo estaba ligado a su circunstancia sino que también, y de eso está seguro, a la lejanía física con su madre, por entonces recordemos, aislada en su casa al cuidado de dos enfermeras. “Hacía un mes que no la veía y me pesaba como si hubiese sido un año”. A priori, y tan avezado en el psicoanálisis, estima que el tumor en la boca ha sido consecuencia de todo “aquello no dicho”. Es entonces que resultan inevitables los flashbacks de lo que ha contado: Sus batallas solitarias contra el asma; El peso del secreto tras la muerte de su padre; La impotencia del “león enjaulado” en el bélico (y ajeno) contexto en el que inició su relación con Araceli y, claro, las esquirlas que representaron la supuesta “cancelación laboral” y la difamación mediática. Mazzei concluye seguro: “Años de silencios para que otros estén bien. Las angustias no dichas, las injusticias que se dejan pasar y esas broncas no gritadas, en algún momento explotan. Y así fue. Todo eso tiene un peaje y yo lo pagué caro. Hasta aquí solapé ese rasgo como ‘parte de mi personalidad’. Pero ya no. Crecí, viví y aprendí. ¡Ya no me callo más!”.