En la casa de Remedios de Escalada se penaba una ausencia. Se resignaba cordura. Se escuchaba a Spinetta. Se añoraba “un familión”. Así creció, con la soledad suficiente para descubrirse mucho antes que cualquiera. Gloria Andrea Currá (todavía Currá), quería cantar. Por designios de un gen “sin rastro ni explicación” en su estirpe y, además, por el tino de la perspicaz abuela Ángela, llegó al primero de sus castings. Pero el destino, “tal vez sabio de los tiempos”, la arrojó hacia la actuación. A los 52 años, y después de 45 atravesando escenas y escenarios, clava una primera reflexión: “No sé si yo hice el trayecto que quería, pero a todo he puesto el corazón y eso me hace contenta del lugar que hoy habito”. Lo dice celebrando una década de (“finalmente”) haberse animado a mostrarnos su voz. Y un tanto más que su voz. Tal cual lo hará a lo largo de este rándom de relatos que llevarán el mood con el que suele componer en esos raptos en los que dice “descubrir un mundo”: apoyada en sus sentires, salvo que “en pijamas, a la lumbre y con buen vino”.
Gloria y la música han tenido un affaire oculto y “rezagado” hasta 2010, cuando dirigida por Javier Daulte (69) debió contar una historia de amor a través de una serie de canciones junto a Antonio Birabent (54) en Qué será de ti (Teatro Maipo). “Durante días me pregunté si realmente podría hacerlo en público. Y fue entonces que avisé: ‘Si no... ¡finjo desmayo!’”, dice con gracia.
Ese paso desbloqueó “el viejo temor a ser escuchada”. La disfonía crónica que sufrió de chica, cuando el exigente fenómeno que resultó ser Señorita maestra (ATC, 1983-1985) le quitaba también sus fines de semana en gira por los estadios del país, logró cohibirla por años. Y los nódulos en su garganta, que descubriría tiempo después, reafirmó su resistencia o, como describe, “la tara del miedo, del prejuicio, del qué dirán”.
Pero esa vez, “ganó el deseo”. A la sazón, Jano Seitún, su guía en un “taller de canciones”, entró a cuadro con la misión del incentivo. De cita en casa –su “sitio más sagrado”–, el músico revisó esos “fragmentos, pedacitos y esbozos de temas” que ella apilaba en sus cuadernos desde el primero, en 1998. “Todos, y cada uno, escritos a mano: la mejor forma de volcar los sentimientos”, subraya. Algo parecido ya había hecho el Colo Belmonte, baterista de aquel show al subirla en su escenario rosarino. Así nació Coronados de Gloria, con una lección para siempre: “Hay que estar atentos, porque detrás de un gran miedo siempre hay felicidad”, sugiere.
La charla sobrevuela esos patios del sur donde una coreo a lo Raffaella alternaba sin más con un Dyango, un Moris, un Beatles, un Aznavour y todo lo de Fito. Para los 8, la chica de Gándara, de Magic-clic, de la mayonesa Ri-k o del dentífrico Pibes y Coqueterías, ya había “huido” con gran tedio de las clases de guitarra (después de todo, no tendría una hasta pasados los 30) e iba acordándose menos de su padre.
Gloria tenía cinco años cuando Luis El Negro Carrá, uno de los dueños de una de las primeras fábricas de acrílico de la zona, murió vencido por un cáncer de pulmón. “Casi no lo conocí”, cuenta. “Y tengo dos claros recuerdos al modo de fotos fijas: un juego de corridas por la casa y otro muy feo del día de su muerte”, advierte. “Mamá me llevó al velorio y me pidió: ‘Dale un beso´. Entonces la abracé fuerte y le dije: ´¡No!´. Fue muy duro para mí. Yo nunca supe que pasaba con papá. No fui consciente de ese tránsito. Nadie me participó de nada... ¡Y estuvo enfermo durante ocho meses!”, pronuncia, respecto de “esas épocas tan típicas del ‘de eso no se habla’”.
Entretanto, cuela aquí una anécdota que narra con gracia para avisar que cree “en todo”. Se recuerda de la mano de su madre frente a la puerta de la casa de una tía y ver cómo, al momento de anunciarse, “mi prima Rosita y sus amigas salieron corriendo y a los gritos”. Con la inocencia de sus casi seis años no fue más allá de la respuesta de los grandes: “Tranquila, estaban jugando a algo muy feo”, respondieron para evitar explicarle de qué iba el juego de la copa. Pero una década después, la curiosidad de adolescente la incitó a la práctica de la güija casera. “Y la copa señaló las letras hasta formar la frase: ´Quiero hablar con mi amada hija´. Yo era la única que se había quedado sin papá...”, relata.
El pavor que sintió no sería nada hasta que su primo Darío le trajo a la memoria aquella tarde en la que vio a todas esas chicas aterradas. “Me contó que a ellas, papá les habría dado el mismo mensaje justo antes de que tocáramos el timbre. Entonces até cabos”, indica. Cree en las señales, “porque siempre pasan cosas”. Y dicho sea de paso, convivió con un “fantasma” mientras vivía en su casa de Bandfield, donde “la tele se prendía a mitad de la noche y descubrí inexplicables pisadas de zapatos masculinos sobre el cubrepileta de la Pelopincho, puesto y bien extendido”.
Desde ahí, el concepto de esa famiglia unita cultivada por la rama paterna, y hasta la dinámica de núcleo, cambiaría por completo. La independencia de sus hermanos fue crucial. Silvia, 16 años mayor que ella, emigró a Mar del Plata. Y no tan lejos se fue Luis Alberto (13 años mayor), colectivero, taxista y “mentor musical” de Gloria, quien moriría a sus 49 durante una cirugía cardíaca. “Me quedé sola con mamá. Era como una hija única y me acostumbré a no cuestionar demasiado”, cuenta.
Tras el fallecimiento de Luis, Carmen Coca Doña, de oficio peluquera, encontró empleo de camarera en el Club Casa y como jefa de mesa en las fiestas que la colectividad judía organizaba ahí mismo y en los salones del Bauen Hotel durante los fines de semana. “Ella trabajó hasta que empecé yo, a los 10 años. Después se ocupó de llevarme a grabar”, desliza con ironía. Porque Carmen no fue administradora de sus sueldos, “directamente los usaba”, como apuntó tiempo atrás. No obstante, lejos está del reproche. “A fin de cuentas, yo hice de ese camino un gran juego. Y de ese juego, una carrera”, asegura. Una carrera redentora, podríamos deducir cuando comience a dar cuenta del porqué de su confesión: “El laburo fue tan exorcizante para mí que me salvó la vida”.
Decidió formarse académicamente recién a los 28, cuando había acopiado ya 21 ciclos televisivos, tres obras teatrales y dos filmes en su haber profesional. A Gloria le daba “vergüenza no saber”. La hipotética posibilidad de que “me hicieran pasar y hacer agua”, la aterraba. De eso, Carlos Gandolfo, Julio Chávez y Javier Daulte, entre otros, supieron encargarse. Tal vez haya sido reminiscencia de un viejo pendiente. Carrá nunca inició la secundaria. “Yo quería, pero mamá no. Y me hubiese gustado mucho estudiar...”, contó alguna vez.
Hace tiempo que ese hecho dejó de ser un ítem en la nómina de reprensiones a su madre, pero ha quedado el mal sabor por otra etapa no vivida. Dice haber sido “la mejor alumna de toda la escuela”, suerte que le valió una beca en segundo grado de la Nº12 y que cambiaría “estrepitosamente” con el impacto de la popularidad (ya entre las aulas de la Nº31 Tambor de Tacuarí), que no sólo se llevaría puesto cualquier intento de infancia convencional sino también su propio nombre. Los fanáticos de Meche rastreaban su número en las viejas guías de Entel y el teléfono de casa no dejaba de sonar. Fue así que Darío Vittori (1921-2001), por entonces compañero de elenco en Las chancletas de papá (Canal 13, 1984), le sugirió dejar atrás el apellido calabrés Currá y reemplazarlo por Carrá, como la estrella italiana del momento.
El primer beso de su historia llegó en un guion de Estrellita mía (1987). Uno de los cientos que estudiaba durante las dos horas de trayecto en el 37, cargando hasta su propia ropa para grabar. Vio a una directora “echar chicos de un elenco sin piedad”, y dirá que fue lo peor en un contexto laboral televisivo “todavía muy sano, más austero y mucho menos expuesto” que el de hoy en día. Pero perder calle y hasta inocencia antes de tiempo, era parte de esa elección.
Aún se aferra al souvenir de su más tierna y, tal vez, más pura infancia: la mona Judy. “Un peluche del que mamá, embarazada de mí, se enamoró en un local pero no podía pagar. Entonces, a escondidas, le cambió la etiqueta del precio y se lo llevó más barato”, recuerda. A los 12 ya era “fierrera”, y no sólo “sabía todas las marcas de autos”, sino que además imploraba que le enseñasen a manejar. Claro, su primer coche llegó a los 18: “Un Dodge 1500 al que no le entraba la tercera”, pero con una “musicalidad” que hasta hoy la conmueve.
En fin, íbamos a todo eso que se escapó entre cámaras y libretos. “Todavía recuerdo la angustia que solía sentir al mirar, a través de la ventanilla, a mis amigos jugando en la esquina mientras me llevaban a grabar. Trabajé tanto, pero tanto, que nunca supe qué es ir a un club”, comenta. “Aunque, de todos modos, mamá no me hubiese anotado en ninguno. Porque nada era normal para mí. Mi vida no era normal. Tampoco mi madre era normal”.
Coca, que falleció hace 13 años (a sus 77), había arrastrado una infancia “no muy feliz” y cierto “trastorno que nadie jamás diagnosticó formal y seriamente. Porque eran épocas de mucho prejuicio respecto de la terapia y tan sólo consultar a un psicólogo resultaba un: ´¡Uy, está loca!´ Y sí, fue tremendo. Mamá no estaba bien de la cabeza”, revela Gloria. “Según mi analista, por cosas que le fui contando, cree que ella pudo haber sufrido un trastorno de la personalidad narcisista muy fuerte y algo más, como bipolaridad”, explica.
Los síntomas del primero comprenden la indiferencia hacia los sentimientos ajenos, actitud permanente de que los demás le deben cosas, la excesiva necesidad de ser admirados y la intolerancia hacia cualquier tipo de crítica. Por lo que Carrá no encontró jamás lugar pertinente para el reproche, el reclamo o a la riña. “No había receptividad del otro lado ni registro de ningún tipo. Como si las cosas, para ella, no sucedieran”, indica. Para entonces, Silvia estaba lejos de casa. “Ella también había vivido cosas terribles con mamá. La diferencia es que cuando pasaban, papá y Luis estaban ahí”, explica. “Y creo que mi hermana, a quien amo inmensamente por ser mi refugio, compañía y referente, se sintió culpable de haberse ido dejándome tan sola en esa casa”.
No existieron regañes, pero sí ciertos reparos. “El tabú social (que encierra el tema) hacía que yo no compartiese con nadie lo que sentía, lo que pasaba, lo que vivía. No es que podía charlar con una amiga y decirle: ´Che, mi mamá está re loca´. Transitaba todo eso en silencio. Me callaba toda esa parte de mi vida. Entonces crecía con esa especie de doble personalidad”, describe.
Gloria prefiere no entrar en la intimidad “poco normal” de esa diaria con su madre. Pero un tiempo atrás se animó a contar que Carmen solía “golpearse a sí misma” delante de ella y que “a veces tomaba pastillas que la mataran”, por lo que eran recurrentes las internaciones de emergencia para lavar su estómago. Carrá sumó que esos episodios, por lo general, ocurrían cada vez que ella celebrara un logro personal o profesional. “Cuando pude comprar mi primer departamento, mamá intentó matarse y tuve que ir a buscarla al hospital. Y si me alejaba un poco, también lo hacía”, dijo.
La insanidad mental, para la actriz y cantautora, ha sido un fantasma que la ha rondado por años. “No me gustan los rasgos de locura. Me hacen mal a nivel corporal. Pero mi psicóloga me dijo que no tengo estructura para volverme loca. Y desde entonces ya no tuve miedo”, relata. Revisando el camino con los ojos de hoy, Carrá cuenta haber logrado “entender y abrazar las falencias de mi madre. Y por sobre todo, saber que con algún tratamiento psicológico, la historia podría haber sido otra”. Como otro es el modo de maternar que Gloria siempre ha tenido con Ángela Torres (25) y Amelia Cáceres (13), a quienes admira tanto que hasta “me hacen entender que fui una chica ingenua, inocente y sin demasiada idea de la vida”.
Hablamos de maternidad. De “lo Susanita” que es Ángela y de cuánto “le gustaría tener seis bebes”. Y viene a colación porque Gloria cumplía casi su edad cuando fue mamá. “Mi hija nació mientras yo hacía La nocturna (Canal 13, 1998) y al mes ya le daba la teta en un camarín”, recuerda. De ahí en más, vendrían tiempos difíciles para las dos. Carrá y Marcelo Torres –hijo de Lolita Torres (1930-2002) y hermano de Diego Torres (52)–, se separaron poco antes de que la bebé cumpliera el año. “No estaba bien esa relación. Digamos que estaba destinada al fracaso”, desliza imponiéndose mesura.
Desde entonces, “económicamente la crié sola. Siempre muy sola”, revela. “Y eso también era un tema. Yo no podía decir mucho para cuidar a mi hija. Una situación más en la que la mujer, al menos por aquel entonces, cuando la problemática no se exponía demasiado o éramos menos piola para exigir los derechos, quedaba en gran desventaja. Aunque Ángela ya me excedía y se daba cuenta de que algo estaba mal, de que había líos”, relata. “Fue muy fuerte no ser capaz de contar: ´Está pasándome esto y no está nada bueno’. Porque, además, había mucho del otro lado. A veces llegaban comentarios del estilo: ´Ah, pero vos estuviste con esa familia por la plata´. ¡¿Por la plata de quién?!”, remata con ironía y algún resabio de indignación. “Mirando a la distancia, pienso: ´¡Wow...! Nos mantuve sola´. Y lo peor fue que todo lo hacía por inercia. ¡Resolvía! Resolvía sin cuestionamientos. Había que seguir”, cuenta Gloria.
El aprieto fue mayor durante el año siguiente (que se hizo casi dos), “cuando me quedé sin trabajo y tuve que pedirle plata a un amigo para poder sobrevivir”, recuerda. “Hoy digo: ´Claro, con un bebito tan chiquito, me hubiese gustado parar un rato. Pero no me quedó más que trabajar sin chances de cuestionamientos. Y eso también significó quitarle tiempo a Ángela”. Respecto de si su hija reprochó esa ausencia, Carrá cuenta: “Sí, en algún momento sí lo hizo. Y no podría culparla, a mí también me hubiese gustado”.
Aquel tránsito las hizo “muy compañeras”, aunque la adolescencia de Angela pasó causando “fuertes y bravas turbulencias” por esa relación. Ya ha contado que, harta de las contestaciones seguidas de portazos, llegó a quitar la puerta del cuarto de su hija. “Ella tiene un carácter tan fuerte como el mío. Y esa fue una etapa de encontronazos e inmensas dificultades para entendernos”. Tal es así que revela haber comprado el libro titulado ¡Socorro! Tengo un hijo adolescente (de Jean y Robert T. Bayard, 1991) para aprender, entre otras cosas, que “a esa edad todavía no está formateada una parte del cerebro que corresponde al discernimiento, por lo que no es adrede el ruido en la comunicación con ellos”.
De todos modos, Gloria apunta que “todo lo vivido, de la forma en que lo hemos vivimos, fue necesario para nuestro crecimiento. Para ser las mujeres que somos hoy. Y, a través del tiempo, logramos sanar”. Entonces trae a la conversación “una de las noches más felices de mi vida”, como define. “Ella me invitó a ver a Luis Miguel (en su última presentación porteña). Como a mí siempre me gustó tanto, y pasé mi infancia enamorada de él, cuando Ange (así la llama) era chiquita le regalé el disco Directo al corazón. Y, claro, la hice fan”, cuenta. “Fue hermoso compartir esa noche saltando y cantando juntas a los gritos”.
Ángela se fue de casa a los 17, más o menos la edad en la que lo hizo su madre. “Por mi propia historia siempre fui independiente, solitaria y desapegada. Y creo que las tres somos así. Por eso, esa transición fue tan natural para nosotras”, cuenta Gloria. La relación con Amelia “es distinta a la que tuve con Ange, porque ella es más parecida a la que fui. Yo no tuve demasiado lugar para la reacción o la rebeldía”, describe la actriz. Y si bien su segunda hija (que a punto de cumplir 14 ya habla de vivir con una amiga) lleva la impronta familiar de la autonomía, Carrá destaca otro “modo” entre las dos. “Tenemos ratos preciosos sin pegoteo y con respeto a los espacios. Por ahí llega y se encierra a dormir mientras yo hago mis cosas y nos encontramos más tarde para cocinar juntas. Anteanoche se apareció en mi cama... ¡Lo que nunca! Me pidió quedarse porque tenía insomnio. Y se durmió de mi mano”, relata. “Hoy hablo con dos mujeres, muy a la par. Y resulta sumamente conmovedor”.
Mamá dice que Amelia tiene “una cabeza alucinante”. Que “le encanta la política y es súper feminista”, tanto que marchó de su mano en apoyo a la Ley del aborto seguro legal y gratuito junto al colectivo Actrices Argentinas (antes de que decidiera alejarse “porque éramos muchísimas y ya notaba cierto verticalismo”, pero sin dejar su apoyo a cada causa). Que “pronto será presidente del centro de estudiantes”. Que después de una educación con pedagogía Waldorf (al igual que su hermana), “quiso estudiar en el Colegio Secundario Polivalente de Arte”. Y no escogió la rama musical por la que Gloria, dice: “¡Me hubiese vuelto loca!”. Ni siquiera la actoral. Amelia eligió Danzas y “vive bailando. Baila, baila y baila. Además cursa comedia musical en otro instituto, empezó a hacer castings y ya quedó para su primer rol en la segunda parte de El fin del amor (Amazon)”, anticipa. Amelia Cáceres interpretará a Juana Herrero (papel de Vera Spinetta), en tiempos de su adolescencia. Recordemos que se trata de una serie televisiva protagonizada y producida por Lali Espósito (31), basada en el libro El fin del amor, querer y coger, de Tamara Tenembaum, y dirigida por Leticia Dolera, Daniel Barone y Constanza Novick.
Gloria no es aficionada a los consejos en el terreno que las tres habitan. Pero admite que ha intentado “frenar lo más que pude” la incipiente carrera de Ángela para evitar que dejase de vivir lo que debía. Quizás, por resabios del propio camino y a diferencia de su madre. En definitiva todo es “experiencia personal”. Pero sí está atenta. “Soy temerosa de muchas cosas”, dispara antes de señalar con gracia un rasgo que, de a poco, va dejando atrás. “Durante muchos años tuve el trauma de las tormentas. Caían dos gotas y llamaba desesperada: ‘¡Ange, por favor, va a llover!’. O el cielo se oscurecía, y ella hacía lo mismo conmigo: ‘¡¿Má, ya estás en casa?!’. No sé, tal vez sea una tara que arrastré de alguna otra vida”. Pero en términos generales, Carrá sabe empoderar. “Siempre les digo que no deben quedarse en un lugar por miedo. Ante una alerta hay que irse y no esconderse jamás”. Y esto lleva la charla a otro mal recuerdo.
Tenía casi 18 años cuando fue víctima de un abusador sexual que solía emboscarla en una oficina de producción mientras protagonizaba Los otros y nosotros (Canal 13, 1989-1990). “Fue horrible”, recuerda Gloria. “Este tipo, a quien no vale la pena nombrar porque murió el año pasado, me mandaba a llamar y me encerraba. Era como una trampa. Trababa la puerta y bueno...”, desliza. La aberración se repitió varias veces más, y una de las últimas fue en un camarín. Ella sólo recuerda que atinaba a reprocharle que la conocía de chiquita, como también a su madre. Pero se le hacía imposible cualquier tipo de reacción. Luego, el borrón. “Realmente no tengo claro qué pasaba después: si yo me iba o seguía grabando. Es como si tuviese ese lapso disociado. Y quedó ahí, encriptado hasta el día de hoy”, relata. “Todo eso que viví seguramente influyó en algo a lo largo de mi vida, pero no logró bloquear mi sexualidad o cualquier otro aspecto. Hoy ya no siento ni angustia. Será, quizás, porque lo hablé demasiado”. Carrá fue capaz de exteriorizar esas experiencias, por primera vez, al año siguiente. “Trabajando en La banda del Golden Rocket (Canal 13, 1991-1992) conocí a Carolina Fal (51) y nos hicimos muy amigas. Fue a ella a quien se lo conté”, señala. El tiempo no los volvió a enfrentar en un mismo proyecto, pero sí en sus estudios. Gloria no lo saludaba jamás, pero verlo “me generaba violencia, mucho rechazo”, cuenta.
“Con esas heridas se hace lo que se puede y cuando se puede. Claro que más tarde, a los 30 y pico, conseguí hablarlo con mi hermana, con Luciano (Cáceres) y se hizo un gran eje de terapia. Ahí sí que lo reviví muy feo y tardé mucho tiempo en poner la palabra ´violación´”.
“Enfrenté muchas cosas difíciles en mi vida. Y si bien uno le teme tanto a las oscuridades, esos momentos de tristeza, de angustia, de depresión, yo aprendí que no sirve escapar. Que es necesario bucear hasta lo profundo para mirarse y sacar algo bueno de ahí. Así, de todo eso, fui saliendo fortalecida”, dice Gloria. “Hay una frase de Hermann Hesse, en el libro Demian, que me gusta mucho: ´Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo´. Y yo he nacido varias veces”.
La charla toma rumbo de lo espiritual. Es adepta a la yoga, a la meditación y a la literatura “sanadora” de Eckhart Tolle: La quietud habla, La nueva Tierra y El poder del ahora. Y, particularmente, subraya el mensaje de este último. “Es muy difícil estar en el aquí y el ahora. Porque los pensamientos ocupan mucho en tu cabeza, haciéndote creer que sos ellos. Pero no. Hay que aprender a observarlos para que no hagan lo que quieran con uno. Ese observar nos hace conscientes y entendernos presentes es la punta de la solución a muchas cosas”, señala. “Aprendí que la insatisfacción más grande es vivir enojados con el es: ‘¡Uy, qué día de mierda! ¡Uh, qué clima horrible!’; ‘Hey, pará. Tan sólo es. Y por más que te pelees con eso, así será'. Se acepta y se define un camino”.
Identifica el origen de esa búsqueda interior hace 20 años y en las alturas. Gloria tenía 32 cuando, por primera vez, aceptó la invitación de unos amigos a Los Reyunos, en San Rafael, Mendoza. “Y empezamos a quedarnos en la montaña. Pero literalmente en la montaña. A veces sin carpa, en noches heladas que te morías, con una bolsa de dormir y algo para hacer fuego. Ahí encontré otra conexión conmigo misma y con todo lo demás. Y así fue bajando cierta data espiritual”, cuenta.
Gloria dice haber entendido que el cuerpo es meramente “un envase” y lo hizo tras varias experiencias extrasensoriales que está a punto de revelar. “La primera fue en mi auto. Yo estaba sentada en el asiento del acompañante, esperando a una persona. Y entonces me colgué mirando mi imagen en el espejo retrovisor. Quieta, muy quieta. Y de repente tuve conciencia plena del recipiente que es el físico. Sentí como si mi alma pudiera expandirse mucho más allá de mí, que no había borde que la contuviese. Fue algo que asustaba pero a la vez, me daba placer”, relata sobre el hecho inicial de algunos más que alcanzó en las montañas. “Así también, en meditaciones espontáneas, he recibido información y comprensiones, como por ejemplo, que la muerte está bien. Que no es más que paz. Que se siente como esa alegría de volver a casa”.
Llevó tiempo “sanar el corazón”. El fin de un matrimonio de ocho años con Cáceres implicó traición, enojo, llanto y la injusticia del modo “sin anestesia” en el que transcurrió. A la fecha, sólo resumirá el tema en: “Su energía y la mía no tienen nada que ver. Todo eso fue como otra vida”. Aprender de sí misma le ha resultado, también, aprender del amor. Porque como dice: “Hasta que no se está entero y consciente de uno, es imposible amar a otra persona. Pero amar de verdad, porque enamorarnos lo hemos hecho siempre”.
Gloria sabe estar sola; de hecho, “me encanta”, suelta. “Y con esa habilidad uno elige más genuinamente”. Por eso, en esta vuelta de la vida, ama distinto, “entendiendo que el amor es libertad de ser quien se es, sin miedos ni simulaciones. Y eligiendo tan sólo disfrutar de un vino con risas o de un sofá con charlas, sin necesidad de aferrarse a nadie. En ese aspecto también he crecido”, cuenta.
Claro que se refiere a Ignacio Nacho Levy (36), periodista y militante popular, editor de la revista La garganta poderosa, de cultura villera, y promulgador de la organización social La Poderosa (así se llamaba la motocicleta sobre la que el Che Guevara y Alberto Granado viajaron por Latinoamérica), originada en la villa Zabaleta, hace 19 años y ya presente a nivel nacional. “Principalmente, alguien que vive haciendo el bien”, describe.
Horas antes de nuestro encuentro, Gloria recibió un particular mensaje de Levy, quien por esas horas daba charlas en los barrios de Ushuaia, Tierra del Fuego. “Hoy cumplimos tres años juntos y esta mañana me envió la captura de pantalla de ese texto que nos conectó. De eso primero que nos dijimos”, anticipa a la anécdota. “Un día, de paso por las redes, vi un flyer de La Poderosa musicalizado con el único cover de Coronados, que es ‘Perdiendo en tiempo’, de Los Redonditos de Ricota. Entonces, por privado, me salió agradecer. Le escribí: ´¡Qué bueno que usaste mi música! Contá conmigo para lo que quieras’. Y él me contestó: ´Todo lo que usted hace está bueno. Se la admira fuerte’”, relata.
Así fue creciendo el ida y vuelta entre los dos, “a veces, hasta la mañana siguiente”. Por aquel entonces, plena pandemia, Carrá trabajaba en Sex virtual y “se hacía rarísimo cortar la conversación diciendo ´bancame que voy a trabajar y vuelvo´, mientras me ponía el body el portaligas”, cuenta con gracia. “No podíamos dejar de escribirnos. Nos latía fuerte el corazón y todavía no nos habíamos visto... ¡No nos conocíamos!”. Con Amelia instalada en lo de una amiga, la primera cita fue en casa de Gloria, “porque solo él tenía permiso de circulación”. Desde entonces, jamás volvieron a separarse.
Habla de cómo Levy sensibilizó su mirada social. De la “brillantez” de su cabeza, de “esa rapidez con la que me despierta y despabila”. Y del balance que se logra cuando “le brindo todo ese costado espiritual”, detalla Carrá, con hombro dispuesto a las causas de Nacho, como cuando lo acompaña en recorridas y pone su arte a beneficio de los barrios. “Me angustia mucho la desigualdad. La injusticia. Y también la inacción de la gente que cree que eso es el destino que tocó, y ya. No, no es así. No sé cómo se hace, pero no está bien”, asegura.
Apoyó a Alberto Fernández (64), pero se manifiesta esquiva al análisis político. “Es delicado. Definitivamente, ganas de callarme no tengo. Pero de opinar todo el tiempo, tampoco. Además de ser actriz, soy ciudadana. Ciudadana como todos: con derecho a decir lo que pienso. Pero cuando nosotros lo hacemos, me refiero a la gente conocida (odia el término famosa), se viene un aluvión de agresiones que es difícil tolerar. Entonces aprendí a graduarlo”, explica. “Creo que cada artista puede medir hasta dónde quiere involucrarse y volar por sobre las balas, como lo han hecho tantos, como Charly, El Flaco y Fito, que de una manera u otra siempre te dieron su mensaje”.
De todos modos dirá que “la vida se me hace difícil. Sí, como a todos. Y no sé cómo se sigue. ¡¿Qué hacen las grandes familias?!”, se pregunta a un año de su última contratación televisiva de Polka para ATAV 2 (Argentina, tierra de amor y venganza, El Trece), donde interpreta a la adorable y siniestra Sara Woodward. “Hoy uno sale a comprar y deja de entender todo. El disparate es tal, que yo ya no entiendo si esto es K o qué. Y salís de los locales diciendo: ‘Bueno, sí... ¿¡Qué se yo!?’”, dispara. Ahí se detendrá para reflexionar en macro. “Hay algo que estamos haciendo mal. No sólo en este país, sino como seres humanos de paso en una experiencia terrenal. Estamos enfermos. Somos la gran plaga del planeta que trabaja más para destruir que para construir. Todo lo que hay a nuestro alcance es bueno, pero en lo único que se piensa es en armas, en bombas de guerra, en la forma en la que se puede sacar más tajada. Somos la enfermedad, los parásitos de la Tierra”, asegura. Aún así, tiene “gran esperanza en las personas”, porque intuye que “se viene una era mucho más espiritual”.
Gloria se jacta de tener hoy “una capacidad para ver, comprender y cuestionar la vida, que no cambiaría jamás por volver a los 20″. Que no ha venido “sólo a trabajar, a exigirme estéticamente y a morir luego”. Que aprendió y tiene “más de lo que imagina por hacer en la vejez”. Y “de eso se trata todo”. Esconde con recelo esas figuras infantiles de ojos grandes que alguna vez pintó con barnices, acrílicos, óleos que supo mezclar con varias emociones. Proyectó una línea de “prendedores collage inmensos” (y hasta hizo tres o cuatro). Se entusiasmó con la restauración de muebles, al cultivo de suculentas “en macetitas divinas” y otros tantos microemprendimientos que hoy habitan cajas y cajones. A esta altura de la soirée, la música se ha quedado con todas las certezas y el mar con una gran ilusión. Si se le pregunta qué queda por alcanzar, dirá certera: “Vivir en alguna costa. Tal vez italiana... En realidad, brasileña. Siempre me soñé en una casa con una gran puerta que se abra directo a la arena cálida. Andar por ahí descalza, sin las dudas del frío. Porque a mí, siempre, me gustó entrar al agua sin pensar demasiado”.
Agradecemos a Fernanda Caride y Adrián Bautista, propietarios del Teatro Ñaca (Julián Alvarez 924, CABA), punto de encuentro para esta entrevista.