La vida tiene momentos donde la resiliencia se convierte en el motor de subsistencia. Verónica Llinás lo sabe muy bien. Con una fuerza interna que ni ella misma comprende del todo, confiesa: “Tengo un impulso vital que no sé de dónde lo saqué”. Ese impulso la ha llevado a enfrentar los dolores que le presentó la vida con un optimismo inquebrantable. “El humor me salvó”, explica sobre cómo se armó a sí misma ante las adversidades.
La energía y la pasión por su trabajo son palpables. Con el entusiasmo propio de una debutante, pero la trayectoria de una experta, espera el estreno de Antígona en el baño, proyecto que la posiciona no solo en el foco como protagonista junto Esteban Lamothe y Héctor Díaz, sino también detrás de bambalinas, como coautora y codirectora. “Si llego viva al estreno, ya considero que fue un éxito”, bromea, sobre su última aventura teatral.
La obra presenta a una exitosa actriz de la pantalla que, en su anhelo de ganar prestigio en las tablas, elige un clásico de la tragedia griega y convoca al director más avant-garde del momento. Pero el debut no será convencional. La protagonista se encierra en el baño, dejando la misión de persuadirla de salir a un dúo inusual: el hijo de su representante y un coach ontológico. Una premisa que juega con lo absurdo, lo dramático y lo hilarante, y promete ser un deleite para los amantes del buen teatro.
En esta charla con Llinás, nos adentramos en los secretos de su mente y su alma, buscando conocer un poco más a una mujer que ha sabido reír, llorar y, sobre todo, resurgir.
—¿Vos creés en el destino?
—No es tan fácil de responder. Puede que sí, puede que no. Es como decir si creés en Dios. Creo que hay una inteligencia, una organización que es superior a uno, que uno no puede comprender. Creo que de algún modo, con el destino pasa lo mismo. ¿Esto que me pasó estaba escrito en algún lugar o fue un cúmulo de circunstancias que fueron llevando a esto? ¿Realmente esto yo lo decidí o hubo un montón de circunstancias que me hicieron decidir esto? Frente a algunas preguntas, creo que la respuesta más sabia es decir “no sé”.
—Resurgiste un montón de veces.
—Sí. Tengo un impulso vital que no sé de dónde lo saqué. Mucha gente, con mucho menos no pudo. Hay algo de una fuerza de vivir que creo que me vino. Es algo que vino genético que me pasó a mí, que por ahí no le pasó a mi hermano, y que por ahí no lo tenía mi mamá.
—¿El humor tuvo que ver?
—Sí. El humor salvó. Porque el humor implica no ver las cosas con tanta crudeza, no tomarse tampoco muy en serio uno. Y a medida que va pasando la vida y uno se va haciendo más grande ponerle un poco de coto al sufrimiento. A esta altura no sé cuánto me queda vivir, voy a tratar de no sufrir.
—Hablás de fuerza vital; claramente, tuviste muchas ganas.
—Sí, me llama la atención a mí también. Porque frente a cualquier cosa, inclusive tremenda que me pueda imaginar, que creí que me iba a pasar, o que me pasó, mi cabeza está tendiendo soluciones inmediatamente más que dejándome hundir.
—¿Y después, no te derrumbás?
—Sí, he tenido momentos de tristeza. Tengo de pronto momentos de caer y de sentirme triste y de llorar. Ahora estoy llorando menos que antes. Por este mecanismo: no sé cuánto me puede quedar para vivir.
—¿Creés que la pandemia tuvo que ver con eso, que a todos nos cambió un poco la cabeza, o fue anterior?
—Yo no la viví tanto la pandemia, la verdad. Me vino bárbaro quedarme ahí, en mi lugar.
—¿La muerte de tu marido?
—La muerte de mi marido sí. Algo en mí dijo: “Bueno, basta, no me jodan”. Yo estaba mucho al servicio de alguien que me venía con sus problemas o haciéndome cargo de cosas de amigas. Y a partir de ahí dije: “Basta, no me jodan más. Ya sufrí mi cuota en esta vida”.
—¿Es verdad que ibas a bailar con tu mamá?
—Sí. Fuimos alguna vez, cuando ella vuelve de su viaje.
—Para quienes no sepan contemos que tu mamá, una gran pintora, se había ido, y vuelve en tu adolescencia.
—Claro. Yo tenía 13 cuando se va, y vuelve cuando tenía casi 16,
—Época brava de una adolescente, seguramente.
—Una época muy brava. Y vuelve. Si bien ya estaba enferma, todavía no estaba mal.
—¿Vos sabías que estaba enferma?
—No. Ella vuelve, se empieza a sentir mal. Era muy negadora mi vieja también, muy delirante, porque ella sí sabía: le habían dicho en Venezuela.
—Porque ella se quería ir con vos en ese momento.
—Ella quería irse conmigo; mi viejo no quiso. Entiendo el por qué. Y cuando vuelve ya no estaba bien, pero tampoco estaba tan mal, entonces iba a bailar y un par de veces habremos ido juntas. Yo planchaba y mi vieja bailaba a lo loco (risas).
—Una mujer muy bella.
—Era muy bella, sí. Y muy talentosa. Muy enamoradiza también. Vi mucho sufrimiento en ella por amor; algo de ahí me hizo fuerte. Por suerte tuve la suerte de encontrar un hombre con el que viví 25 años, pero dije: “Esto no me va a pasar a mí”.
—¿Cómo era el vínculo?
—Ella era muy joven de espíritu. Yo la sufrí mucho porque era muy coqueta pero muy avanzada para la Argentina, entonces se vestía con unas ropas que no se usaban acá, plataformas cuando no se usaban acá. Me acuerdo que tenía un poncho con todos los colores del arco iris y nosotras vivíamos en Quintana y Callao, imagínate la gente: “¡Pajarraco! ¡Carnaval, carnaval!” Y tenía un pelo así, rubio, que era como una melena de león que me acuerdo que una vez fue a lo de Horangel y le dijeron: “Martha Peluffo, ¿por qué no se peina?”. Y mi mamá dijo: “No, no, yo me despeino”. Se batía la melena.
—Ella podía con eso y con esos gritos en la calle; el tema es que tal vez, ustedes no.
—A mí me daba una angustia... Si venía al colegio a buscarnos, era una vergüenza. Además era una persona totalmente sí misma, o sea no tenía ningún problema en ser sí misma en cualquier lado. Tenía un tic, que se metía el dedo en la nariz y lo hacía delante de todo el mundo, y yo: “Ay, mamá”. Pero igual ahora agradezco haber tenido esa madre; en ese momento la padecí.
—¿Cómo era de chicos el vínculo entre los tres hermanos?
—Lo que pasa es que yo le llevo 15 años a Mariano. El vínculo de infancia era con mi otro hermano, con Sebastián. Y después, cuando Sebastián murió, Mariano era medio chiquito.
—¿Sebastián era cuida con vos?
—No. Nos peleábamos como perro y gato. Una familia con sangre: mi mamá tenía una sangre tana increíble y volaban cosas, tipo cuchillos lanzados. Una vez lanzó un cuchillo que dio en un cuadro de mi mamá, le hizo un “7″ a un cuadro.
—¿Tu mamá o Sebastián?
—Sebastián. Éramos una familia bastante particular. Éramos muy pareja también: íbamos a todos lados juntos. Pero era medio tana la cosa.
—¿Cuándo se empieza a complicar la situación con Sebastián?
—Cuando muere mi mamá. Ya de antes empezó a tener problemas, pero le costó mucho. Fue una cosa muy dura para él. Se enojó porque mi mamá me quería llevar a mí porque era la mayor, y no lo pudo soportar: se fue con mi papá. Ahí se enfermó mi mamá y él se puso mal.
—Una despedida que no fluyó.
—No, no fue. No hubo despedida. Fue duro. Un pibe muy talentoso, pero muy, muy... Dibujaba alucinante.
—¿Vos con el tiempo aprendiste algo de eso? ¿Sanaste esa herida?
—Sí. Uno sana, por ahí no del todo siempre, como decir: “Yo pude, él no”. Y a la vez: “¿Qué podría haber hecho yo?”.
—Eras una niña: 23 años.
—Sí. Además toda su adolescencia, que yo lo veía mal, yo decía: “Está mal Sebastián”, y mi viejo decía: “No, dejate de joder, está perfecto”. También muy negador: “No, no, está mal”. Yo siempre fui medio madre de mis padres. Siento como si no hubiera tenido mucha infancia en ese sentido. Siempre me di cuenta de que mis padres eran dos personas maravillosas que me daban mucho amor, pero también muy caóticas, muy especiales. No eran nunca una familia tipo. Se separaron.
—Alguna vez me contaste que lo encontraste a tu papá jugando frente a la tele con un revólver, actuando.
—Sí, era un niño. Todas cosas que me hicieron quien soy. El humor en mi casa partió de mi padre básicamente, porque mi mamá no tenía tanto humor. Cuando perdió un brazo, le dijeron: “Te tuvimos que cortar un brazo”. “¿Cuál?”. “El derecho”. Él era diestro: “Ah, bueno, me queda el de montar”. Esa síntesis de mi viejo también soy yo. “Sí, te pasó”. “Bueno, me queda esto, vamos para adelante”.
—Y cuando muere tu hermano, ¿qué le pasa a tu papá?
—Se deprime mortalmente. Escribe unos poemas y unos libros maravillosos. Saca su cosa por ahí. Pero se deprime.
—A vos te aparece esta culpa de haber vivido y también tener que hacerte un poco cargo de ese papá, ¿no?
—Sí. No me tocó nada fácil. Creo que esas cosas también son las que o sucumbís o te fortalecen. Y que estoy acostumbrada, que nada en mi vida es fácil. Nada.
—Pero vinieron 25 años de un amor hermoso...
—Hermoso. Y de viajar y de conocer el mundo. Y también de una carrera que me sanó y que me ayudó a llevar adelante todo, porque vos decís el humor, pero el humor también puesto en actuar, en estos mundos de fantasía que implica actuar. Y eso a mí, me sostuvo.
—Verlo a tu papá con un revolver, ¿vos lo entendiste como un juego? ¿No te asustó?
—No. Yo le decía: “Sos un ridículo, ¿qué haces con eso?”. Mirando Kojak (risas), comiendo bombones a escondidas.
—¿Te escondía los bombones tu papá? ¿Se los quedaba para él?
—Sí, me escondía los bombones. Era un niño. Tenemos un mambo con la comida. Esa relación un poco enfermiza con la comida yo también la heredé. Si bien estoy pasada de peso, según esto que me pasa, debería pesar 200 kilos. No sé por qué no peso 200 kilos. Por ejemplo, Mariano, mi hermano, mide 1.80 y pico, pesa más de 100 kilos, y vamos a comer sushi y comemos a la par.
—¿Te gusta trabajar con Mariano?
—No me es fácil trabajar con Mariano. Me gusta. Y además es una figura muy importante para mí Mariano. Necesito de algún modo siempre compartirle lo que hago, que me dé su opinión. Pero después no podemos trabajar los dos juntos haciendo algo porque a mí me exaspera su forma: es muy disperso y yo soy muy obsesiva.
—¿Qué queda de los 80?
—Unos recuerdos maravillosos. Una sensación que un poco de algún modo siento que estoy retomando en Antígona. Un espíritu de una ebullición creativa permanente, de estar todo el tiempo fantaseando, ideando. Lo que no está era el ámbito. Un ámbito que representó también el Parakultural y todos esos lugares que visitábamos, donde había un montón de gente que estaba haciendo cosas. Había un semillero.
—¿Hoy las redes son un semillero?
—Claro, las redes son un poco el semillero. Está cambiando todo con las redes. No tenemos noción de cómo nos va a cambiar esta relación que tenemos con las redes, con las noticias. No necesitás ver ficción para espiar de algún modo en vidas ajenas o en lo que le pasa a otro. Ahora las vidas de las personas, las muertes de las personas, se están exponiendo. Las miserias de las familias, que antes quedaban enterradas en los sótanos, ahora todo está expuesto. A partir de eso cambia la ficción, porque cómo le vendes a una persona una historia de amor de no sé quién, ficticia, cuando puede ver una real, con todo el morbo que eso implica, en su computadora.
—A lo largo de tu vida, ¿el vínculo con las drogas cómo fue?
—Tuve un momento jodido cuando mi hermano estaba muy mal, que probé cocaína y fue una cosa horrible.
—¿Quisiste probar para entender lo que le pasaba a él?
—De algún modo, sí. Y fue horrible. Me fue espantoso. Duró un año, nada más. Cuando me di cuenta de que estaba atrapada me fui a un psiquiatra y dije: “No quiero más esto. No quiero”. Duró un año. El tipo fue bárbaro. Y después, mi vínculo con la marihuana es un vínculo totalmente natural, porque además mi mamá fumaba marihuana cuando yo era chica.
—Nunca fue problemático.
—No, nunca fue problemático. Es más, yo sufro de fibromialgia y eso es algo que me ayuda y debería legalizarse.
—¿Que posición tenés respecto de la eutanasia, que todavía no se debatió en la Argentina?
—Totalmente a favor. A favor. Por supuesto, tomando todos los recaudos necesarios. Que no sea una depresión momentánea.
—Que nadie se esté aprovechando por ningún interés económico, por supuesto.
—Por ningún interés, ni por nada. Ni por venta de órganos ni por todas esas cosas que se dicen. Pero que si una persona, que tiene una enfermedad terminal, realmente decide que no quiere vivir más, que tenga el derecho a morirse de una forma agradable, cuando lo decide y del modo en que lo decide. Sí, a favor.
—Militaste híper activamente la ley de interrupción voluntaria del embarazo. ¿Hay otras cosas hoy que te conmuevan de esa forma?
—No.
—Te pregunto esto porque tiene que ver con un derecho, con una búsqueda en particular y no con algo partidario.
—Exactamente. Yo no me intereso por la política partidaria y a pesar de lo que mucha gente cree, “esta K”, yo qué sé, no es así. No me identifica ningún partido político, lo cual no quiere decir que en determinado momento no tome actitudes políticas. Cuando hubo que defender que no desapareciera la financiación del INCAA, claro. No estoy de acuerdo con lo que hizo el INCAA todo el tiempo y me parece que fue medio un nido ahí, pero que no haya más plata para las películas implica para mí la muerte del cine. Yo no voy a defender eso. Yo puedo militar eso como si de pronto hay un viento como para militar la eutanasia lo voy a hacer, y como fue por supuesto lo del aborto. Pero no. En ese momento el aborto sí me parecía muy importante pero ahora ya no hay nada y estoy muy triste con lo que pasa con el país y medio enojada con toda la clase política. Yo sé que esto suena medio boludo, diciendo: “Ay, que se vayan todos”, pero es un sentimiento genuino. No veo hasta ahora por dónde pueda salir la cosa. Veo gente buscando poder y no buscando dar. Buscando tomar, no buscando dar.
—Que triste que estemos yendo a votar así, ¿no?
—Sí. La verdad que es muy triste. Sobre todo en un país que tiene tanta riqueza.
—Y sin embargo tenemos al 50% de los niños por debajo de la línea de pobreza. Hablamos de números macro, y cada uno es una historia de familias que están siendo desalojadas, papás que no comen para que los chicos sí, pibes que está, dejando el colegio, delincuencia a los 10 años. ¿Qué nos pasó?
—Es un nivel de dolor que me produce que, te confieso honestamente, necesito evadirme. Por eso en algún punto me quejo de que estoy muy atareada con este triple rol en Antígona y qué sé yo, pero por otro lado creo que también de alguna manera me salva de conectarme más sensiblemente. El otro día fui a comprar verdura y había una viejita con un bastón que preguntó cuánto estaba el kilo de papas. Me emociono, como una boluda. Dijeron tanto, y... “No, no, no puedo. Deme verdurita”. Un kilo de papas, ¿ entendés? No se puede comprar un kilo de papas. Entonces salí llorando. Por supuesto, le compré las papas, pero tampoco podía creerlo la señora... “¿Qué es esta bolsa?”. “No, no, no importa, papas”. “Pero no es mía”, decía. “Bueno, no importa”. No puede ser que estemos viviendo esto. Veo eso y tengo ganas de salir a asesinar a todos los políticos de aquí a 30 años, ¿entendés? Me pasa algo muy violento. De algún modo el arte, el meterse en esto, a la vez es un escape, y a la vez uno también siente que le proporciona a un montón de gente que lo necesita, otro escape.
—Festejo que nos encontremos en el teatro y festejo esta capacidad de resurgir, porque esto que decías recién de tener que preservarte un poco de estas cosas que duelen, es la que te trajo hasta acá. No había otra forma.
—No. Si no siento que me puedo llegar a acostar en la cama a morir. O sea: quiero morir. Y además, sobre todo ver que uno puede hacer algo por los demás, ¿viste? Ya con hacerlos reír, yo considero que está cumplido mi rol en este mundo.
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