A las 11 de muchas mañanas suele sentarse en un bar “para ver a la gente pasar”. Y ese rato al que define “distópico” en su formación integral, no es más que otro hábito de este “segundo acto” de su vida, bailado con los bríos de una “nueva consciencia del hoy y el ahora” y al tiempo de, por qué no, las primeras elecciones legítimas de su historia. Sí, Iñaki Urlezaga (47) habla del inicio de “una nueva etapa, introspectiva y de reconciliación conmigo mismo”. Siempre ha sabido mirarse, eso está claro. Porque de eso también se trata el camino del artista. “Pero hasta aquí lo había hecho sólo en función de mis roles escénicos y no de mi crecimiento”, cuenta subrayando su de aquí en más. Dirá que su jubilación (2018) y la pandemia resultaron ser el más atinado preludio de un plano espiritual en el que certifica, finalmente, haber encontrado “respuestas trasformadoras”: blancos seguros de nuestra conversión en esta cita en su ciudad de La Plata (“nido y destino”), de la que alguna vez partió sin jamás haberse ido.
Revisó más allá del registro de esa obsesión por la música de sus coreografías que “debía ser, indefectible y fundamentalmente, tan importante como un buen guión”. Así llegó a las memorias de su madre. “Yo fui un bebé al que resultaba imposible hacer dormir sin que sonara música clásica”, cuenta. Iñaki nació con estenosis del canal auditivo, un estrechamiento que hipersensibiliza el oído, entre otras consecuencias. “Y ese género era el único recurso que lograba calmarme. Indudablemente había un ruido, una molestia que no cesaba y que, lógicamente, me impedía conciliar el sueño. Si no escuchaba Mozart, Schubert o Bach, solía golpearme la cabeza contra la almohada”, grafica.
El problema se agudizaría luego, a la edad de nueve, cuando los tapones de cera franceses (“especialmente encargados en el Primer Mundo”) que protegerían sus oídos en la pileta de la colonia de verano, se derretirían, pegándose por completo a sus tímpanos. “Fueron siete años de audición reducida y, consecuentemente, de la pérdida del equilibrio”, relata. “Tras numerosos lavajes para retirar los residuos de materia adherida, volví a nacer”, dice recordando el momento en que recobró la audición, “sanando física y psicológicamente” a la par de sus primeros pasos de ballet.
Volviendo al hilo de sus experiencias espirituales, no entendió aquella estrecha vinculación con el arte que organiza los sonidos hasta sumergirse en la aventura de una terapia alternativa que echó por borda la del diván. “Con la que, por otro lado, no podía ser muy consecuente ni formal si un día amanecía en Moscú y al siguiente en Tokio”, explica. La misa que “evidentemente iba por un camino demasiado racional para un sagitariano con ascendente en Piscis. Fue así que alguien, por ahí, me sugirió recurrir a la técnica de Regresión a vidas pasadas”, cuenta.
“La primera vez que lo hice fue durante una gira, en Río de Janeiro (Brasil). La segunda fue aquí, en Buenos Aires. Y la última, en Inglaterra. Los guías de las tres oportunidades coincidieron con exactitud: en mi vida anterior fui músico. Músico violinista. Y hasta tuve la misma madre y el mismo padre, aunque opresores. Y es más, yo morí tocando”, revela convencido del aspecto que, entiende, vino a sanar.
Así hilvana otro flashback que liga a esta suerte y abrirá, líneas después, la puerta de una historia que dará cuenta si fue él quien eligió a la danza o fue la danza quien se ensañó con él. “Creo que no es casual que haya mantenido el recuerdo de una sensación muy vívida. Fue a inicios de los 80 cuando camino al Italpark, sobre la calle Carlos Pellegrini, mamá (Nélida Giovine, 70) señaló a través de la ventanilla diciendo: ´¿Ves ese edificio? Es el Teatro Colón’. Y el impacto en mí fue extrasensorial”, explica. “Todo se detuvo. El mundo se sacudió. En ese instante en que vi ese edificio, sentí la información. Yo supe que había pertenecido a ese lugar y que volvería a ese lugar”. Iñaki estaba encaminado hacia un “destino inevitable”, pero aún no sería su tiempo.
Dice haber aprendido (y aprehendido) su arte desde mucho antes de tener uso de razón. “Siempre digo que cambié el pañal por un suspensor. A los tres años ya bailaba en el corralito en el que mi abuela Rosa (su ‘fan número uno’, fallecida en 2019) me dejaba cuando tomaba sus siestas”, cuenta respecto de aquel niño que pudo haberse llamado Aitor si su padre (descendiente de españoles del norte) hubiese ganado la batalla. “Baba (así la llamaba) había sido una bailarina frustrada por el impedimento de un contexto familiar al que no le caía en gracia que estudiase. Pero se ocupó muy bien de que sus hijas se instruyeran. Una de mis tías sí logró serlo y tenía dispuesto un estudio de ballet en la parte trasera de la casa, donde yo pasaba horas presenciando las clases. Así comencé a ejercitar, sin saberlo, el poder de observación. Incorporé, inconscientemente, cada indicación, cada movimiento, cada de lección de los alumnos”.
Para los siete, “ya decidido a esa fatalidad”, coreografiaba los actos en la Escuela Nº 78 Profesor Francisco Legarra. El Principito, como lo llamaban sus pares por el estatus que le daba estudiar en el Colón, “organizaba las entradas y salidas, supervisaba el vestuario y hasta pintaba a mis compañeros. Había una vocación clara del relato, una fascinación muy precoz por contar el cuento de algo que estaba sucediéndome muy internamente. Porque hasta encontrarme a mí mismo, había una escucha latente de eso que necesitaba decir. Es por eso que siempre busqué obras y personajes que, de alguna manera, resultaran una reflexión personal, priorizando ese aspecto por sobre cualquier éxito de taquilla, rol o importancia del teatro en el que me presentara”, asegura.
Su vocación fue peleando terreno entre lineamientos de “un mandato profesional pesado”, como describe. “Papá, al igual que todos en su familiar, era médico pediatra, de los más prestigiosos en Azul y en Carhué. Y pretendía que yo siguiese el mismo camino”, cuenta Iñaki. “Esa exigencia era parte de la concepción de una familia perfecta, de fines de semana en la Costa, con una linda casa y el mejor perro. De un matrimonio con dos hijos, varón y mujer (su hermana Marianela, 51, hoy su mánager), que suponía a la nena dedicada a la danza y a la literatura, y al nene como colega de papá”, relata. “Y yo no fui nada de lo que se esperaba de mí, bajo ningún punto de vista. Nunca me educaron para todo esto”.
Esteban Urlezaga era “un vasco rígido y testarudo, hijo de padres estrictos y formado como pupilo de un instituto más que exigente. Si haber dicho que sería vegetariano resultó un caos, imagínate el resto”, advierte. “Él no quería saber nada sobre esta vocación. Mi madre acompañaba mi deseo, sí. Pero hasta ahí, para evitar confrontaciones en el matrimonio. Si yo bailaba no era por aceptación familiar, sino porque ellos no encontraban el modo de frenarme”. Los humores, en casa, comenzarían a acomodarse el día en que Iñaki –parte de una “camada prolífera” que compartió, entre otros, con Paloma Herrera (47)– llegó al Colón para iniciar su segundo año de estudios y recibió la noticia de que pasaría directamente a tercero. “Eso fue un gran shock para mi padre. Escuchó a los maestros hablar de mis condiciones artísticas y, finalmente, se abrió a la sospecha de que su hijo podría abrazar un futuro distinto al de la media de esa generación”, señala. No obstante, aún faltaría un hecho para lograr convencerlo.
En 1998, Iñaki (de tan sólo 13 años) alzó el Oro en un concurso latinoamericano con sede en Buenos Aires y calificado por un prestigioso jurado especialmente llegado de Europa. “Al verme avanzar sobre el escenario para agradecer esa medalla, recién ahí papá aceptó esa realidad que tanto negaba. Porque hasta entonces yo había recibido su compañía económica, pero no afectiva”, menciona. “Con el tiempo entendí que su principal prejuicio estaba atado a un gran temor: ´¿Con qué pagarás las cuentas?´, repetía. Le costaba entender a la danza como una carrera profesional”. En conclusión, a Esteban no le quedó más que alcanzar resignación y permitirse el disfrute.
Iñaki, entonces, liga a este relato el recuerdo de una escena que supo interpretar y que “como otras tantas, se tiñó de mí”. Regresando así al concepto del que hablaba cuando mencionó la capacidad de mirarse a través del arte: “Por más psicoanálisis que uno haga, es inexorable que un hecho artístico la historia personal aflore”. Habla de uno de los actos de La traviata, en el que se expone un encuentro amoroso entre Alfredo Germont (amante de Violetta) y su cruel padre Giorgio, dedicado a cercenar su felicidad, en aquella trama de conflictos filiales tan típicas de Verdi. “En ese abrazo cúlmine entre ellos dos, miré a papá y le dije: ´Esto tiene que ver con nosotros´. Él, tan sabio como fue, de pocas palabras pero de gran inteligencia y sensibilidad, supo recibir esa emoción. Y los dos nos quedamos para siempre en ese abrazo”, comparte.
En 2015, seis meses después de la gran reunión familiar que celebró sus 70, Esteban debió aceptar que la tos que sobrellevaba (“e intentaba ignorar”), fue la señal de un temido destino. “Fueron dos años de lucha desgarradora contra los efectos de un cáncer de pulmón que hizo metástasis en su cerebro”, describe Iñaki. “¿Qué podrías explicarle a un médico que sabe a ciencia cierta lo que pasará? Con el diagnóstico en mano no tuvo ánimo para afrontar los dolores físicos y el deterioro cognitivo. Y se entregó a una de las muertes más indignas”. Urlezaga perdió así al contrincante que reavivó su deseo, al amigo que encontró en esa escena y, al fin del día, “a un confidente”.
Mencionar los infinitos laureles que este representante nacional ha recibido en cinco continentes de la mano de grandes maestros y al frente de su propia compañía, sería casi irrespetuoso. Sólo basta considerar la cita que lo devolverá como coreógrafo tras cuatro años de las ovaciones rusas en el Yacobson Ballet, donde presentó La Dame de Picas, en el especial contexto del 220 aniversario de Pushkin. Porque cuando las puertas de la Sala Ginastera del Teatro Argentino se abran el próximo 28 de junio y después de seis años, Urlezaga volverá reversionado, personal y profesionalmente. Será el coreógrafo responsable de la apertura de la temporada de ballet con seite únicas funciones de Romeo y Julieta, junto a la orquesta estable del icónico escenario platense (28, 29 y 30 de junio, y 1, 2, 5 y 8 de julio) y a eximios primeros bailarines como Ryan Thomas, Wilma Giglio, Emmanuel Vázquez, Agustina Verde, Bautista Parada, Meliss Heredia y Julieta Paul. En esta ocasión, otro tipo de relato nos ocupa.
Tanteando el lado oscuro de la danza, ese de “sacrificios, exigencias y crueldades” que tantas veces ha contado el cine pero nadie más, asocia un recuerdo y dispara: “Yo fui compañero de camarín de Billy Elliot en el Royal Ópera House de Londres (Covent Garden)”. Por supuesto que Iñaki no se refiere a aquel chiquito obstinado, exigido y poco entendido, sino a Philip Mosley (49), el bailarín británico que inspiró la trama del filme de Stephen Daldry (2000), “retrato más que verosímil de muchas realidades”. Aún así, qué le ha quitado la danza resulta para él “una pregunta ingrata”.
Después de todo, “y al menos en la etapa adulta, se trata de elecciones personales que uno ha hecho muy consciente”, asegura. “El tiempo cotidiano y personal que se deja atrás” sería el saldo negativo. Respecto de la falta de un amor, es conciso: “Ya lo dijo John Lennon, ´no hay paréntesis en la vida´, y yo he sabido acomodarlo”. Aunque, y entre nosotros, admitirá luego que no todos han sido capaces de sobrevivir “al ritmo de rutinas y aeropuertos” que ha cargado. “Sin dudas, y eligiendo prioridades, mi energía iba directo al escenario”. Y en tanto a la paternidad, tras un silencio locuaz, responde: “Sería incapaz de traer un hijo al mundo. Es el único rol para el que nunca he estado preparado”, sentencia, descartando categóricamente cualquier anhelo de verse en esa faceta. “Un día, mi viejo me sentó en un café y me preguntó si yo consideraba la idea de ser papá. Enseguida me excusé. ‘¡No! Me falta esto, me falta aquello...’. A lo que respondió: ´Bueno, si yo hubiese pensado tanto tampoco los hubiese tenido´. Qué sé yo. No fue, es ni será un deseo. Tal vez, y pienso en voz alta, esté huyendo de semejante responsabilidad”.
Y de huir sí que ha sabido. Al cumplir 15 y en plan de cursar allí sus últimos dos años de estudios, el Teatro Colón envió a Iñaki a The School of American Ballet de New York. Y a pesar de la dicha de ser “educado profesional y físicamente” por el mismísimo Stanley Williams (1925-1997) –”un maestro de extrema calma, sabiduría y pocas palabras como papá”, describe–, Urlezaga imploró su regreso a la Argentina. “No había madurado, todavía me costaba el desapego a mi abuela, a la familia, a la comida y las costumbres”, recuerda. “A su vez, veía hacia dónde caminaba este país en los 90. Una década en la cual la epopeya cultural se trataba de derribar teatros para erigir shoppings. Llegué realmente horrorizado por todo eso”, detalla.
Pero el motivo de esa vuelta precoz que dejó mucho más por recorrer en tierras del norte tenía una raíz mucho más íntima y honesta. “Hay una frase tremenda para mí: ´No hay fracaso mayor que haber tenido éxito´. Y eso me atormentaba”, revela. Todo había comenzado al ganar el Oro en aquella primera edición del Concurso Latinoamericano de Danza del que hemos hablado líneas atrás. “Tenía sólo 13 años y ese logro fue muy abrumador para mí por el modo en que me expuso y hacia donde me llevó. Hubo notas, entrevistas, flashes, críticas y comentarios... Situaciones que estaban arrancándome de esa burbuja confiable y confortable que era la sala de ballet en el Colón para arrojarme al mundo, a las garras despiadadas de la industria. Un lugar al que no quise volver a ir”, señala. “Yo estaba capacitado para responder a las exigencias de un profesor, pero no a las del medio. Toda esa etapa me dañó. Me dañó terriblemente, al punto de tomar la decisión de dejar de bailar durante algún tiempo. Me faltaron herramientas, había perdido la confianza en mí mismo y empecé a frecuentar a un psicólogo para poder transitar el trauma”.
Stanley Williams lo sostuvo: “Volvió a pararme, porque realmente sentí que me levantaba firme sobre mis pies”, relata. Ahora entenderán por qué el regreso a Buenos Aires supuso el rechazo de una gran propuesta de contrato por parte del New York City Ballet. “El miedo a avanzar volvió a vencerme. Todavía no estaba recuperado de aquel malpasar que había atajado a los 13″, dice. Claro, pero esta ciudad en donde “la herida” se había originado no arrojaría solución alguna. Aunque bien valió el paso. Nuevamente “en el sagrado contexto del Colón”, el bailarín, maestro y coreógrafo francés Pierre Lacotte (1932-2023) se encaprichó con él y le ofreció Europa entera. “En la audición frente a ese pope, que fue la peor experiencia de mi historia, me caí cinco veces. Con el agravante de que aún no contaba con una visa de trabajo y en tiempos de la post guerra de Malvinas. De hecho, 12 semanas después, fui el primer artista en pasar por Migraciones”, recuerda sin mencionar que sería también el primer argentino en convertirse en Primer Bailarín del Royal Ballet de Londres.
“Y mientras todos susurraban al oído de Lacotte: ´¡¿En serio vas a tomar a este chico?!´, él más convencido parecía estar, defendiéndome frente a cualquiera de los otros tantos aspirante”, relata. “Pierre me tomó en brazos, me enseñó el camino del arte en Gran Bretaña y, principalmente, a bailar (final y concretamente) esos pasos que, 10 años antes, había aprendido en Estados Unidos”. Pero (porque aquí hay otro pero) Iñaki estaba a punto de sufrir el accidente que no sólo dividiría su vida en dos, sino que, como dice, “la transformaría para siempre, lo que es aún más”.
Fue en Londres, a horas de protagonizar Giselle (de Adolphe Adam y Jean Coralli) en el Covent Garden. Llegó al ensayo general con el ímpetu de sus 24 años, la prisa de un profesional y el fastidio por un paro de subtes que le valió entrar recién en el final del primer acto. Lo vistieron entre cuatro y en el trajín jamás escuchó a quien advertía que la técnica del teatro no funcionaba esa mañana. Sí, las trampas estaban abiertas. Y, aunque bien podría serlo, no se trata de una metáfora. Así se llama a los huecos o aberturas en el piso del escenario útiles para el paso de artistas u objetos durante una obra. “Fue así que durante un salto, en la oscuridad de la noche que plantea la escena, literalmente desaparecí. Y mientras caía en esa fosa de seis metros de altura, escuché la expresión de asombro del público que habrá creído que estaban frente al efecto teatral mejor logrado que jamás habían visto”, recuerda Iñaki.
“Pasaron minutos antes de que pudiera darme cuenta de dónde estaba y de lo que pasaba. Había gente intentando desprenderme la chaqueta y otros desesperados llamando a emergencias. La situación fue horrorosa. Me vendaban como podían para inmovilizarme, suponiendo que mi médula estaba afectada, que me había reventado la columna vertebral. Entonces, tengo el recuerdo de ver mi cuerpo elevándose sobre la camilla mientras me sacaban por la stage door (salida de artistas), en camino inverso al que la noche anterior había transitado con gloria por la condecoración de Primera Figura, lo más lindo a lo que cualquiera de nosotros pudiera aspirar”, detalla.
Desde la cama del hospital escuchó los peores pronósticos, en especial para un bailarín. “Al quitarme las vendas vi los rayos violetas trepando por mi pierna, producto del corte de los tendones. Mi conmoción fue tan terrible que al intentar pararme me fui de cara al piso”, cuenta. “El lado izquierdo de mi cuerpo estaba pulverizado. Al caer sobre mi pierna me rompí el pie, la cadera, el codo... Excepto el cuello, me quebré todo”, explica. Debía entrar a quirófano cuanto antes. “Hasta entonces no existía la cirugía de escafoides, por lo tanto tampoco la probabilidad de que mi mano volviese a ser cien por ciento útil. Pensé: ´¿A quién podré sostener de aquí en más? Se acabó ¡No bailo más! O, no sé, me dedico a ser solista, coreógrafo, maestro...´”, enumera.
Dicho sea de paso y por “esa fascinación que me despierta el entendimiento del ser humano y, en esta etapa, de mí mismo, Psicología hubiese sido una carrera posible”, dice, si en la vida que le toca no hubiese pisado jamás un escenario. En fin, a punto de ser anestesiado, la continuidad de la mètier lo ocupaba por sobre su salud, según cuenta sin orgullo. Los primeros tiempos fueron “devastadores”, tal cual describe. “Creo que en ese momento volví a la vieja depresión que experimenté a los 13. Pero ya había crecido y tan Sagitario como soy (nacido el 10 de diciembre), no me permití tirarme otra vez en la cama para llorar. No esquivé el dolor; lo abracé y me propuse salir. Aún así, no había un ´hacia a donde´. Porque no existían diagnósticos claros y la incertidumbre es peor que cualquier dolencia o invalidez. Me dolía la cadera y no daban con una solución. No pude caminar por semanas. Había perdido sensibilidad y ni siquiera podía tener una erección cómoda. Entre la cadera y el abdomen había una interrupción”, señala.
“Dos años después, y gracias a tantos kinesiólogos amigos que estudiaron el caso, se determinó que el cuadro se trataba de un atrapamiento femoroacetabular”, detalla. En síntesis, el impacto de la caída había desplazado su cadera fijándola al fémur y, por consiguiente, impidiendo cualquier posibilidad de movimiento. “Tenía una hemiplejía. Yo miraba la vida de Frida Kahlo y me sentía igual entre pinches y soportes. Sentí que mi cuerpo estaba mutilado, ya sin vida. El lado izquierdo estaba paralizado”. Desafió “el desequilibrio armónico y funcional” que le provocaba aquel desplazamiento. “Y tuve que aprender a caminar otra vez”, revela. “No olvido jamás esa cinta lila a la que debía llegar, en cada ejercicio, abrazado al sueño de regresar, como fuese, a un teatro de elite. Y cuando me agotaba tras dar algunos pasos, miraba hacia atrás y veía gente en sillas de ruedas que peleaba, siquiera, por volver a pararse”, relata.
Fueron seis meses de terapias físicas y el resto de la vida para sanar. “Porque nunca me recuperé. Jamás quedé bien ni pude entrenar como debía. Ese fue el hecho más difícil de aceptar en toda mi carrera. Hasta el día de mi retiro bailé convaleciente”, dice. “Pasaron años para que pudiese volver a hacer una cola en un banco o en un supermercado. La clave estaba en mantenerme en movimiento. Si me quedaba de pie y quieto durante un rato en un mismo lugar, sentía que me autodestruía”, recuerda. Giselle se estrenó sin él, pero nadie pudo impedir que regresara al Covent Garden para una gala especial y emotivamente significante: “Bailé consciente de los riesgos y posibilidades, y haciéndolo aún con la mano izquierda impedida y sin cicatrizar por completo”, describe. “Es que Pierre Lacotte, mi gran mentor, se jubilaba. Y yo no podía permitir que se fuese sin ser parte de su despedida”.
“Nunca lloré tanto”, revela al mirarse a la distancia. “Así reintenté una ayuda con la terapia convencional que estaba focalizada en el aspecto deportivo. En la posibilidad de encausar mi carrera. De volver a disfrutar de todo eso que había construido y que me había convertido en Primer Bailarín. Pero no creo que haya funcionado”, relata Iñaki. “Dormía de día y lloraba de noche. Mi vida estaba al revés. Muy lentamente fui saliendo adelante, física y emocionalmente. Podría decir que recuperé el nivel profesional que tuve, pero con otras consecuencias. Si bailaba un día, necesitaba cuatro para descansar. Ha sido un gran suplicio silencioso, porque el público jamás advirtió el tormento que significaba esa realidad”.
Veinte años “y un desfile de los más exquisitos médicos, kinesiólogos y neurólogos” después, un tanto desanimado del diván, Iñaki decidió abrirse a caminos alternativos. Así dio con una terapeuta que lo guió hacia el Rebirthing (Renacimiento), una técnica de respiración consciente, circular y conectada, que revisa las etapas de la vida con la finalidad de desbloquear sentimientos. “Sentí que mi lado izquierdo no bombeaba y ella, con su amorosa e irónica observación, me dijo: ´No, tu cuestión no es física, sino que emocional´. Claro, ella estaba contrarrestando a las mejores bibliotecas que Inglaterra ofrecía, pero mi capacidad de escucha era mayor que el prejuicio. Y eso quedó resonando en mi cabeza, hasta convertirse en una gran certeza con el correr de las sesiones”, cuenta.
Finalmente, Urlezaga entendió que “tenía algo que sanar más allá del cuerpo”. Su espíritu, ya más permeable, siguió ávido a las ofertas de enriquecimiento. Su vieja terapeuta había vaticinado que el retiro lo pondría de cara al tiempo para sí, lo que le significaba “toda una aventura”, describe. La “vida al extremo” había acabado. Finalmente tenía noches de sábado, “leche que no fuese larga vida en la heladera” y un comedor que amoblar. “Yo compraba casas, pero no las habitaba jamás. No encontraba en ellas mi tránsito, mi energía”, menciona.
Ese tiempo coincidió con el inicio de la pandemia, “una bendición muy oportuna para mí”, como señala. “Tuve la sensación de estar tomando vacaciones fuera de agenda y por primera vez. Después de 40 años quedé, literalmente, mirando el techo. E, inéditamente, me dediqué a disfrutar ese presente sin el pánico que hubiese avanzado en un interior precario”. Fue entonces que en medio de un masaje (“de esos tanto que sigo buscando para mimarme”), escuchó “el atractivo relato” de Maia, una mujer que era atendida algunas camillas más a allá. Coincidieron varias veces hasta conocerse. “Y, de repente, descubrí que ella oficiaba ceremonias de ayahuasca (o yagé). Me invitó a participar y me animé, después de todo estaría en manos seguras”. Iñaki habla del ritual ancestral liderado por curanderos, chamanes, maestros o guías espirituales de los pueblos originarios del Amazonas, que forma parte de su medicina tradicional.
Pasó el 9 de julio de 2019 en instalaciones de una casa de campo en Exaltación de la Cruz (a 82 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires). “Durante una noche de lluvia torrencial, en la que 40 personas rodeamos un fogón gigante en lo que parecía una escena de película”, describe de este rito que inicia con Icar o silbidos suaves. “Llegamos a las 10 de la noche y nos fuimos a las 9 de la mañana. Todos unidos en una experiencia colectiva en la que vibran infinitas emociones a medida que despuntan cuestiones y necesidades individuales. Aunque (y en definitiva) todos buscamos lo mismo: dar y recibir amor”.
La experiencia “extrasensorial y trascendental que abrió mi consciencia”, dependiendo del organismo, comienza entre los 10 y los 60 minutos después de la ingesta de la sustancia y, por lo general, su efecto perdura hasta 2 horas. “En un momento sentí que la parte izquierda de mi cuerpo, aquella que casualmente debía sanar, se desvanecía desprendiéndose de mí hacia abajo, como si se tratase de una materia gris y resbaladiza. Se iba y se iba... Fue un instante de desesperación absoluta en el que pensé: ´¡Listo, ya está, me muero acá!´. Y entonces me resigné: ´Ya no puedo retenerlo´, me dije. ´Me enloquezco o lo acepto´. La percepción general fue la de estar teniendo un salto cuántico, algo así como lograr la liberación total”, detalla relacionando aquella vieja lesión que acarreó desde sus 24. “Al salir del trance y volver a mí, sentí gratitud por la vida y una paz inusitada y desconocida, en todo el cuerpo. Algo a lo que le di especial valor, porque el bailarín compromete demasiado su físico y entonces entendí que estaba reconciliándome con él”.
Su necesidad fue clara: “Aceptarme”, dispara. “Lograr la aprobación o conformidad personal plena que nunca me había permitido. Yo era alguien que vivía corriendo. Mi temperamento moldeó la forma de transitar mi profesión, en la que todo estaba estrictamente calculado, regido por relojes, estructuras e intransigencias. Paradójicamente, en un ámbito de sensibilidad, yo disponía una gran maquinaria al servicio de la razón”, reflexiona. “Y la ayahuasca me enseñó que uno propone y Dios dispone. Arrasó con la omnipotencia de alguien acostumbrado, por ejemplo, a resolver necesidades propias y ajenas en pos de un espectáculo. Me desestabilizó emocionalmente. Por primera vez había algo que no podía manejar, dominar, controlar”, dice en relación a la revelada sensación del desprendimiento de parte de su cuerpo. “Cuando más voluntad ponía para controlar esa situación, más cerca de la muerte me veía. Eso que durante años no escuché de mí mismo porque no tenía tiempo, estaba siendo revelado, entendido, asimilado. Y al suceder, el mundo se iluminó y aprehendí la paz que no había conseguido ni en el más estruendoso aplauso cosechado en el Bolshói de Moscú”.
Convenimos que esa aceptación fue tan fatal para su ego que lo cacheteó con mil vergüenzas. Y es así que, en términos de eso que descubrió en su trip espiritual, asocia un hecho que tendrá mucho que ver al final de este apartado. “Bajarme de los escenarios ha sido mucho más que un símbolo. Fue correrse del aplauso, que no es más que el amor más permanente con el que muchos de nosotros cuentan. Y no hablo sólo del cariño sino también de todo lo demás: el sentirse especial, distinto y dueño de un sitio de privilegio, por más que hoy, a la distancia y de este lado, suene a ridiculez”, analiza.
“Al correrme del foco, tras 39 años supeditado a la danza, registré hondos y, tal vez, lógicos vacíos que no se llenaban con nada. Entonces no queda más que duelar esa realidad. No estaba bien, mi felicidad era un vaivén de fragmentos y debí preguntarme varias veces: `Y ahora, ¿qué hago con este Iñaki?’”, comparte. “El tránsito fue complejo y sanador. Abrirme a la propia exploración me devolvió a este yo que ves: más íntegro, más profundo, mejor”, asegura. A fin (o quizás, principio) del camino, “pude abrazarme como persona sin la piel del artista. Y te aseguro que cuando lográs saludarte a vos mismo íntimamente, ya no existe el afuera, ni el prejuicio del otro, ni siquiera el halago, la ovación o aprobación que busqué desde chico. Aprendí que nada ni nadie más me completa. Esa hierba natural a mí me dio la gran oportunidad de mi vida y nunca jamás he sido más feliz”.
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