Benjamín Vicuña: “Mi viejo no me vio ni me habló por años y volvimos a abrazarnos ya de adultos”

Duelar a su hija le llevó 10 años. Hoy, íntimo como nunca, comparte las herramientas “que me sirvieron para iluminar las noches más oscuras”. Su pelea con Dios. La culpa de seguir vivo. El fantasma de la depresión. La experiencia con una médium. Las señales de Blanca, su gran anuncio en un sueño y el reencuentro que imagina con ella. Además, devela su infancia “retraída y solitaria”. Cómo el rugby salvó su adolescencia. Su abuela santa. El idilio con su madre, “mi musa y heroína”. La otra mirada de la vida que aprendió de su padrastro árabe. Sus tiempos de artista callejero, camarero y animador de fiestas infantiles. Y la pasión que le costó la relación con su padre

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A Solas - Benjamín Vicuña Con Sebastián Soldano

Y en tal punto ese “hermoso vínculo epistolar con el cielo” que dice haber tejido a frases en cada poema que le sopló a su “niña sabia”, lo hizo sentir algo mezquino. Había un camino más que contar: “El saldo del más honesto y desbordado ejercicio”, como llama al proceso de un duelo que tomó 10 años. 10 años “de evadirme, de haberme perdido en un limbo”. 10 años volcados en “10 actos para conjurar el olvido”, como titula debajo de Blanca, la niña que quería volar (Planeta), en la portada del libro que resultó, más allá de un homenaje a su hija, “el gran desafío de poner palabras a ese algo que no puede ser nombrado. A encontrar el verbo, el diamante entre los cerdos, el amor en medio de un silencio sepulcral”. Finalmente, Benjamín Vicuña Luco (44) sintió “la necesidad” de preguntarse con total sensatez: “¿Qué pasó? ¿Cómo fue? ¿Qué aprendí?”. Es entonces que “pegando fragmentos” jura haber logrado “asimilar, entender y aceptar” un compendio de lecciones que hoy comparte “con vocación de servicio, de compañía, para todos aquellos que llevan ahí un dolor único e intransferible”.

Benjamín Vicuña y su pequeña
Benjamín Vicuña y su pequeña Blanca Vicuña Ardohain, en uno de los tanto a viajes que compartieron

El 8 de septiembre de 2012, Benjamín se enojó con Dios. Se enojó “mucho”. La muerte de su niña “desató una rabia gigantesca” contra todo eso a lo que se había “entregado en rezos” durante la internación. “Sentí sobre nosotros un castigo bíblico y me volví a anárquico”, relata. Hasta tres semanas después del funeral, cuando “rabioso y sin motivo”, estrelló su auto contra un poste, destruyéndolo por completo. Es así que se dijo: “Si no me reconcilio con la vida y me abrazo desde el amor, esto puede ponerse peor”. Los fantasmas de la fatalidad y el pánico, sobrevolaban bajo. Vicuña se recuerda “espiritualmente seco”. Dio vueltas y vueltas a porqués y paraqués. “Los católicos dicen que Dios te manda pruebas a tu alcance, pero yo no me creo merecedor ni alguien capaz de aguantar tanto”, asegura. “Tampoco tenía una gran fe previa de la que poder aferrarme. Pero sí amigos que fueron pilares fundamentales. De esos que no te preguntan si querés hablar, sino que llegan pateando puertas, te levantan, te ayudan con tus hijos y hasta salen por tus compras. Esa fue una de las fuerzas reveladoras que he vivido en esos tiempos”, cuenta.

Va de poco, “aún tendré por ahí mis reservas y frustraciones”, aclara, pero responde “estoy en eso” ante la pregunta de una reconciliación con ese Dios. Después de todo, ¿cómo sería posible no creer en un poder divino, en un poder superior, generoso y descendiente si al llegar a casa están mis hijos?”. Esa ha sido una señal: “La pulsión de la vida”, define. Entonces resignifica el nacimiento de Benicio (ocho años), su tercer varón y cuarto hijo junto a Carolina Pampita Ardohain (45), “regalo, bendición” y, de algún modo, el guiño de Dios. Dos años después, “y a pesar del desgarro, ahí estábamos, abrazando nuevamente la vida que después de la muerte reaparecía con fuerza. Reconectándonos con nosotros mismos”, dice. Y es aquí donde pincela esa llegada enrolando otra lección. En un ámbito “friendly”, especialmente preparado con “música y velitas” y lejos de “las luces tan frías de un pabellón”, Benicio (“que en principio sería niñita, por error médico”) asomó sin respirar. Benjamín recuerda esos seis segundos como “los más largos de mi vida”. Nuevamente le hizo frente al monstruo del terror “y decreté que esa sería la última entrada de una brisa fatídica a mi vida”. Ya no más.

Blanca Vicuña Ardohain
Blanca Vicuña Ardohain
Benjamín Vicuña y su primogénita,
Benjamín Vicuña y su primogénita, Blanca Vicuña Ardohain, que en realidad iba a llamarse Isabel
Pampita Ardohain y Benjamín Vicuña
Pampita Ardohain y Benjamín Vicuña con su hija, Blanca

Dice que, desde hace poco más de ocho meses, la dinámica retrospectiva en la que lo sumió la redacción de este libro le dio cuenta de que, final y debidamente, “estaba haciendo el duelo”. Que, entre otros recorridos, pudo volver a pensar en su separación de Carolina. Y cita, con cierta ironía, la “falta de originalidad” al aprender que el 75% de las parejas no resisten en pie ante la muerte de un hijo por “lo duro que significa estar en ese círculo en el que el dolor se retroalimenta” cuando ninguno de los dos estaría demasiado apto para contener al otro. Y reconoce que ese desplazamiento de su propio duelo pudo tener que ver con haber asumido el (“impostado o no”) rol de contenedor que reparte la vida en las circunstancias a las que nos arroja. “A mí me tocó ese del ‘Tranquila, Blanca está bien’ o ‘¡Dale, arriba! ¡El día está lindo!’”. Y recién ahora puede “abrir puertas que antes no podía”, lo que incluye “animarme a cuestionar”.

Esa “evaluación más profunda de lo que pasó”, lo motivó (hace dos años) a contactar y a escuchar (ya sin los efectos de aquel shock inicial) al médico que atendió a Blanquita desde el ataque de la bacteria. “En aquel momento uno no entiende nada. Hay grandes lagunas. Y luego, fiel a mis tiempos, necesité entender. Así, y todo, hoy te diría que entiendo muy poco”, advierte. “Con el paso de la pandemia pude asimilar que el aire puede ser tu peor enemigo. Y me di cuenta de que no tengo enemigos. Ni siquiera puedo vengarme de alguien, sólo aceptar”, concluye. “Pero sí puedo asegurar que efectivamente fui recopilando pedacitos rotos de aquel fragmento para construir un relato que necesitaba, y que necesito. Creo que es un deber no irnos de este mundo sin habernos hechos grandes preguntas. Que es un tránsito sano. Y hacerlo pensando en mañana, con visión de futuro. Y para eso hay que tener más o menos claro el pasado”, señala. “Lo dice desde Shakespeare a los políticos: para que exista un ´nunca más´, hay que echar un vistazo a la historia, condenarla y entonces sanar. Y en la vida es lo mismo, con nuestros traumas y dolores. En definitiva, eso es calidad de vida”.

Blanca Vicuña Ardohain
Blanca Vicuña Ardohain
Benjamín Vicuña y su hija
Benjamín Vicuña y su hija Blanca Vicuña Ardohain, quien hoy hubiese tenido 17 años

Otra arista en su relato es la culpa. Porque “para llegar hasta aquí necesité tiempo”, indica. Vivir después de despedir a Blanca se le hacía “como ilegítimo o deshonroso”. Benjamín admite que se sintió hasta culposo de seguir con vida. “Durante un largo y oscuro período, sentí que le había fallado, que no la había sabido cuidar. Que mi amor había sido inútil. ‘¿Cómo voy a volver a ser feliz?’”, se preguntaba. “Pero también en algún momento decís: ´Por lo mismo. Mis hijos necesitan verme feliz´. Y yo, que en eso soy bastante majadero, necesito abrazar la vida. Necesito volver a querer”.

¿Temió de sí mismo? Vicuña asiente. La depresión lo ha visitado: “Sí, la tuve”, afirma. “Cualquier persona conectada con sus miedos siente que de un momento a otro esto se puede ir de las manos. Por eso es tan importante poner la salud mental sobre la mesa. Tal vez da la impresión de que estos temas sean algo así como un tabú que no pueden ser tratados en medios, hasta por una aparente cuestión de mal gusto. Parecemos perseguidos por esa fuerza imperiosa y avasalladora del ´¡Dale, vamos para adelante!´. Y no es así: cada uno tiene sus tiempos y sus necesidades. Yo, efectivamente, atravesé y atravieso estados difíciles. Pero hago un esfuerzo”, cuenta. “En definitiva, para nadie es tan fácil vivir. Todos cargamos problemas. Esa es la particularidad y lo transversal de este asunto puntual. El duelo nos une. El resto nos divide: la política, el fútbol, el éxito y hasta la felicidad. Pero el dolor empatiza. Hace que nos miremos con compasión y con cariño. Eso es ser humano”, sostiene. “Puedo no tener el porqué, pero el para qué me queda claro con la reacción de la gente en la calle. Y sé que este libro me traerá buenas sorpresas en ese sentido”.

Benjamín Vicuña y su hija
Benjamín Vicuña y su hija Blanca, fallecida el 8 de septiembre de 2012, a sus seis años

En la primera instancia de este camino, Benjamín buscó refugio en el diván de una psiquiatra especialista en shocks postraumáticos de gran renombre en Chile. “Porque no podía quitarme de la mente esas tantas imágenes y momentos...”, cuenta en relación a esas fotos violentas de la internación, los llantos, los cables, el respirador y las transfusiones. La desesperación. “En ese marco de rabia y negación, ella me graficó una situación digna de compartir: ´Mira, tú eres como un militar al que la guerra le ha cercenado una pierna. Ya no la tienes. ¿Qué hacemos, entonces? Tienes dos alternativas: te dedicas a morir en una cama, extrañándola, o empiezas un trabajo de rehabilitación para aprender a caminar, otra vez, pero con una sola pierna´. Yo elegí dar esos primeros pasos hacia adelante, a través de ese dolor que es un agujero no deja respirar. Y para eso busqué el mejor calzado: disciplina, terapia, maestros, meditación y compañía. Porque también había que recuperar el cuerpo”. Habla del tiempo y de su calidad de aliado y enemigo. De la vida empujando con su inercia. De la resignación. De esa resistencia pasiva. “De asomarme de la prisión en la que me sentía y ver por la ventana que afuera todo continuaba. Y adentro también”, dice. Volvió a desear. Volvió a trabajar. “Sí, el tiempo repara, consuela, va dándote aire para respirar, es tu socio para seguir vivo. Pero también te acerca al drama que resulta el olvido del tono de voz, de la suavidad de la piel, del aroma del pelo de esa persona amada. Sí, llenás la casa con las flores que le gustaba, con miles de retratos y hasta con el perfume que usaba. Pero vas olvidando, y eso es muy triste”.

Blanca Vicuña Ardohain (2006-2012)
Blanca Vicuña Ardohain (2006-2012)

Escribió que muchas veces cierra sus ojos en el intento de traer a su hija: “La invoco, la llamo, lucho contra esa inexistencia; intento llenar ese vacío que lo ocupa todo”. Y que los párrafos de su libro “que tratan de explicar la pena” no son más que otro intento de acercarla. Pregunto si sueña con Blanca. “Más allá de las dos veces puntuales en las que me pasó, no. No sueño con ella”, responde. “Pero es una de las cosas que me encantaría experimentar y sé que llegará. Ya llegará”, dice optimista.

Es entonces que revela uno de ese par de encuentros oníricos con su hija. “Fue muy loco. Supe que Carolina estaba embarazada de Benicio a través de Blanca. Yo, que estaba trabajando en Estados Unidos, me enteré antes que ella, que en ese momento estaba en Uruguay”, relata. En aquel sueño, Blanca le dijo: “Andá. Cuida a mamá. Pasa esto...”. Vicuña cree en las señales. “Yo soy un tipo lleno de contradicciones. Un trabajador como todos: que tiene problemas, que sale a pagar colegios y abogados. Pero, a veces, tengo una sensibilidad y conexiones muy profundas que intento disfrutar”, comenta. “Y cuando uno se abre a recibir y a escuchar señales, el día entero está plagado de cosas lindas: personas que te encontrás de repente, de un mensaje, de un grafiti, de los carteles de intersección de dos calles en los que lees lo que tenés que leer. Pero no podés vivir en ese mood todo el tiempo porque te volvés loco”, dice. “A todos los padres (que han sufrido este tipo de pérdidas) nos sigue esa preocupación, ese querer que te digan: ´Papá, estoy bien´. De cualquier manera: un viento, la lluvia, un trueno, una canción, una mariposa, lo que sea. Y esas señales aparecen. Sí que aparecen”, asegura. “Qué se yo... Sabemos que todo es abstracto, pero resulta un modo de prolongar esa sobreprotección más a allá de la vida”.

Blanca Vicuña Ardohain
Blanca Vicuña Ardohain

Advirtiendo su intriga y casi excusándome por cruzar el umbral de la intimidad más íntima, hablamos de su apertura hacia métodos espirituales (quizás, esotéricos) más “directos” de contacto con su hija. Entonces extiende el silencio del prurito. “Uh... Pasa que eso es parte de otro tabú social. Como quien dice que vio un OVNI, automáticamente puede ser descalificado”, desliza con cierto recaudo. “Y sí, hice algún tipo de práctica de acercamiento”. Particularmente señala haber consultado a una médium. “Pero la verdad es que, a pesar de sentirme conectado, de creer en señales y hasta de recibirlas, soy bastante escéptico. Y no tuve mucho éxito con la persona que lo hice. No me sentí pleno”, explica. “Es paradógico. Porque si bien soy un tanto descreído, no suelto la curiosidad. Me gusta la numerología, el tarot, la astrología... ¡Me gusta y creo! Pero soy muy crítico”.

En fin, respecto de aquel intento con una mediadora espiritual, Vicuña concluye: “Conozco hechos y experiencias de algunos otros que han sido sumamente reveladores. Me acuerdo que Flor Peña (48) me contaba el episodio tan fuerte que vivió con su padre y realmente me conmueve. Pero, tal vez, lo mío haya sido cuestión de suerte”, señala. Aquella vivencia no lo convenció. “No me gustó. No me gustó escucharlo. Me pareció una devolución muy obvia... Soy conocido, bastaría con googlear para saber lo que me dijo. No recibí esa información cómplice e inédita entre las partes, que es lo que suele darse en esos casos”.

Benjamín Vicuña de cabalgata junto
Benjamín Vicuña de cabalgata junto a su pequeña Blanca

Cada 15 de mayo, “día de los años que (Blanca) no cumple desde que tenía seis, me lleno de angustia”, escribió Benjamín en el acto VIII de su libro, dedicado a los aniversarios. Y nos situaremos en eso que sintió en 2021, cuando la pequeña hubiese cumplido 15. Cuenta que fue “devastador”, porque “se trata de un hito en las vidas de las chicas y de sus padres. Algo que vi a través de mis amigos, de las amigas y compañeras de Blanca. Y entonces se da lo inevitable: el ´qué pasaría si...´”, relata. “Es en momentos así cuando me permito y asumo el dolor. Me autorizo la melancolía y la fantasía de ver a mi hija vestida de blanco, bailando conmigo. Pero también, el hecho de salir de ahí y de conectar con el hoy y con todo eso, que es mucho”, dice.

“Lo bueno es que aún así me siento afortunado por haberla tenido durante seis años, por el regalo de su luz y de su dulzura”. Vicuña aprendió: “El amor no muere. La muerte me arrebató a mi hija, pero jamás logrará que deje de amarla”. No soporta el inicio del olvido, porque encuentra “algo perverso” en él. Las fotos (“esos grandes vehículos”) que aquí se publican son algunas de las pocas que atesora. Es por eso que se admite hoy un “fotógrafo obsesivo” de sus hijos, en cualquier momento y en cualquier lugar, “mal que les pese hasta retarme”, bromea. Confiesa que llevó años “poder pensar en Blanca sin que me sobreviniera un llanto desgarrador y recordarla con alegría”. Costó evocarla con una sonrisa y, hoy, necesita hablar de ella. Tal vez un modo de confirmarla “más viva que nunca”.

Benjamín Vicuña y Blanca Vicuña
Benjamín Vicuña y Blanca Vicuña Ardohain

Ya no le teme a la muerte y está convencido de que hay algo más detrás de ella: “Al menos el silencio. Un silencio con matices, que moviliza, que transporta a otras realidades. Y quiero creer que muchas respuestas aparecerán en ese silencio”. Un pensamiento desprendido del modo con el que suele consolar a quien sufre alguna pérdida, diciéndole: “Pará un minuto, respirá profundo y escuchá el silencio”. Es así que trae a colación el filme Coco (2017, Pixar Animation Studios) –”que tanto me ha hecho llorar”– y el culto que los mexicanos rinden en honor a sus muertos (cada primero de noviembre) para hablar de esa ilusión. “Con animación y huesitos, nos enseña que nuestros muertos siguen vivos mientras se los recuerde. Aviva esa esperanza de una energía, del amor que puede perdurar y transmutarse. Y ese es el deseo y el miedo mayor, al abismo y a la muerte: la génesis de las religiones. Vivimos resistiéndonos a que todo esto se acabe”, analiza.

En sus relatos, y aunque le guste la idea, descree de la imagen que plantea su padrastro musulmán, quien ve a Blanquita esperándolo “en un vestido de plumas, entre cacharritos, jarras de agua y muchas frutas”. Su visión es algo más particular. “¿Viste eso que pasa con los amigos más importantes, que al verlos después de dos o tres años, hay una charla casual e inmediata sobre la vida, como si nada hubiese pasado? Esa es la sensación de mi fantasía”, explica. “Creo en ese abrazo (entre él y su hija) en el que todo este tiempo nos parecerá un parpadeo”. Aún así, apuesta por algo más “espiritual, intangible o etéreo”. Porque, recordemos, Benjamín no deja de ser crítico y es así que se despega rotundamente de “la imagen caricaturesca del abrazo sobre nubes”, como señala. “Tal vez, más que un abrazo, imagino una fusión hermosa entre nosotros, que nos permita habitar juntos el silencio, o ser nieve o ser viento o ser agua que corre por el río”.

Blanca Morandé, abuela de Benjamín
Blanca Morandé, abuela de Benjamín Vicuña, sostiene en sus brazos a su hija, Isabel Luco Morandé
Benjamín Vicuña en brazos de
Benjamín Vicuña en brazos de su abuela materna, Blanca Morandé, quien dio nombre a su primera hija

Blanca debió llamarse Isabel. Y este pasaje será el atajo, en principio, a su propia infancia. La pequeña llegó al mundo el mismo día que su abuela paterna, Isabel Luco Morandé (69), quien no sólo había tenido “un rol clave” durante el embarazo sino que además, instalada en Londres (donde vive), cruzó el Océano para recibirla. “Yo la había llamado varias veces diciéndole: ´Vieja, ven a darnos una mano´. Ya estábamos en fecha, pero Blanca no nacía”, relata. Aunque, desde el otro lado de la línea “y con la frialdad de Margaret Thatcher” (bromea Benjamín), ella respondió: ´Voy a viajar el 15, día de mi cumpleaños´. A lo que el actor reaccionó algo ofuscado: ´¡No vas a llegar! ¡Te perderás el nacimiento!´. Finalmente, Blanca nació el 15. “Entonces, al ver entrar a mamá en la sala, Caro y yo le dijimos: ´¡Bueno, te lo has ganado! Le pondremos tu nombre´. Y ella lanzó su voluntad: ´Si están decididos a este tipo de homenaje, mejor llámenla como mi madre’”, cuenta Vicuña.

Isabel tuvo su regalo y Blanca el nombre de “mi entrañable” Blanca Morandé, “que más allá de todo, nos pareció el más lindo del mundo”, afirma. “Mi abuela era una mujer muy especial. Muy espiritual. Cariñosa y sabia como pocas. De esas señoras antiguas que rezaban todo el día con el rosario en mano de aquí para allá. Una especie de santa”, describe. “Ella fue la primera gran pérdida de la familia y tras su partida comenzó a generarse, entre todos nosotros, algo tan raro como lindo”, anticipa con gracia. “Entre mis tíos y primos, se hizo costumbre pedirle a la abuela. ¡Debimos tenerla agotada, pobrecita...! Porque le pedíamos de todo: desde pasar un examen de Matemáticas a ganar un Superclásico. ¡Y pasaban cosas, eh...! ¡Cosas hermosas!”, promete.

Juan Pablo Vicuña Parot e
Juan Pablo Vicuña Parot e Isabel Luco Morandé, padres de Benjamín Vicuña
Benjamín Vicuña en faldas de
Benjamín Vicuña en faldas de su madre, Isabel Luco Morandé
Benjamín Vicuña y su madre,
Benjamín Vicuña y su madre, en la residencia familiar de Santiago de Chile

Isabel, porque es en ella donde pondremos el foco, supo abrazar a ese niño “tímido, introvertido e investigador” que fue Vicuña. “Que en realidad, y a fin de cuentas, es eso lo que buscamos, ¿no?: un gran abrazo. De alguien, de la vida, del Universo. Pienso en este libro y creo que, en parte, ha tenido que ver con eso”, reflexiona. “Principalmente con mi vieja tuve un vínculo de mucho apego”, dice este cuarto hijo que llegó “sin estar en mis libros, errante, flaco y bien feíto, cuando los otros tres ya estaban crecidos y muy encaminados”, como contó su madre alguna vez para un medio chileno.

“Ella, tan cariñosa, siempre supo dar abrazos. Y esa es una habilidad que heredé y hoy practico con mis hijos (Bautista, 15; Beltrán, diez; y Benicio Vicuña Ardohain, ocho, y Magnolia, cinco, y Amancio Vicuña Suárez, dos). Aprendí que muchas veces, en tiempos de explicaciones, un buen abrazo garpa mucho más que mil palabras”. La define como “amiga, musa y consejera”, de esas personas con las que no hace falta hablar para entenderse.

Es inevitable, entonces, recordar que el pasado año, en diálogo con Cecilia Bolocco (58) para su ciclo Todo por ti (Canal 13, de la tevé chilena), Isabel habló del “compañero amoroso” que reconoce en su hijo y, por supuesto, del pesar familiar. “Sus dolores no han sido en vano. Él ha desarrollado empatía con la vida y con el ser humano. Después, de lo peor ha podido levantarse. Ha podido volver a creer en el amor. Volvió a apostar a la vida”, pronunció, admirada. “Porque yo a veces pienso que hubiese sido incapaz”. De este lado, la devoción es similar y la resiliencia “un legado”, según Vicuña, dispuesto a reseñar brevemente la lucha de su madre.

Isabel Luco Morandé, madre de
Isabel Luco Morandé, madre de Benjamín Vicuña
Benjamín Vicuña y su madre
Benjamín Vicuña y su madre
Isabel Luco Morandé junto a
Isabel Luco Morandé junto a sus nietos, Bautista, Beltran, Benicio y Magnolia Vicuña
Isabel Luco Morandé y su
Isabel Luco Morandé y su marido, el libanés Oussama Aboughazale

“Mamá es una súpermujer, de la más valientes”, cita en la lista de cualidades que despierta el mayor de sus respetos. Y no habla sólo del empuje que implicó verse tan joven, separada y con la responsabilidad de cuatro hijos. Tampoco de su lucha contra los prejuicios, hasta los de su propia familia, cuando aceptó ser parte de una cultura tan diferente al casarse (en 1992) con el empresario palestino Oussama Aboughazale, por lo que mantiene su vida entre Inglaterra, Medio Oriente y su Chile natal.

Vicuña pondera también la fortaleza histórica de su madre. “Ella fue la hija menor de un matrimonio ya grande. Y siendo prácticamente una bebé, su padre quedó ciego. Lo que trajo consigo ciertos problemas económicos. Su vida se le hizo realmente difícil. Y estoy seguro de que de esa adversidad forjó su garra, su sabiduría, su sensibilidad y la capacidad enorme que tiene de ponerse en el lugar del otro, que tanto me conmueve”, cuenta. “Esa empatía, tan clave y fundamental, es a la que yo aspiro. Porque es lo que nos hace mejores”.

Entre puntos de una amplia herencia, Benjamín dice compartir con Isabel “la vocación por la literatura y, en especial, por escribir”. Porque “ella me escribe las cartas más lindas, y no desde el teclado de un teléfono ni del de una computadora, sino de su puño y letra, como se debe”, revela. “Hace muy poco me dijo: ´Qué bueno que tú te atreviste a un libro... Porque yo no me animo´. ‘¡Pero mamá, adelante, hazlo como un hobby, como un pasatiempo!’, le respondí. Vamos a ver si logro empujarla a ese abismo. Porque realmente escribe bonito, de un modo claro, lúcido y poético”.

Benjamín Vicuña y dos de
Benjamín Vicuña y dos de sus pasiones, su madre, Isabel Luco Morandé, y los caballos
Benjamín Vicuña, un hombre enamorado
Benjamín Vicuña, un hombre enamorado de los caballos

La soledad ha sido aliada del pequeño Benjamín. De ese que solía esconderse por ahí sin que nadie pudiese encontrarlo durante horas. “De su mano descubrí el mundo que tenía en mi interior, la lectura en la que me perdía, el poder de crear juegos e incluso hasta el actor, creyendo ser un detective dentro del placlard de mi propio cuarto”, relata. Tal vez el paso previo a ser Joaquín Galán “en los shows playeros en los que, junto a mi prima, cantábamos temas de Pimpinela durante las vacaciones familiares”.

Traicionaría luego a esa soledad en los establos, seducido hasta el día de hoy por “el misterio encantador” de los caballos. Lograba con ellos una “conexión maravillosa”, imantado por “sus silencios y esas miradas tranquilas que me incitaban a imaginar en qué estarían pensando”, como describe. La afición por los equinos fue parte de entrañable vínculo que fraguó con su adorado padrastro, “quien nos mostró otro punto de vista de ver la vida, abriéndonos la mirada hacia el plano espiritual y el amor por la naturaleza”, como definió hace muy poco.

Su cavilación, padecida por momentos, se agrietó de a poco con la invitación de los deportes. La soledad, que era celosa y muy “bonita”, le hacía difícil “la conexión con los demás”, según figura. “Fue recién en las canchas donde pude comenzar a trabajar mi personalidad”, comparte. “Aprendí a ser parte de un equipo y empecé a vivir un poco más tranquilo”. Tranquilo y apasionado. Porque el rugby lo encendió. Y “aunque a mí me gustaba más jugar de fly (delantero)”, su rol de scrum half (o 9) lo llevó más allá de las fronteras como parte del preseleccionado nacional chileno, desde Perú hasta Sudáfrica, pasando por una de las ediciones del Encuentro Máximo Navessi en el Marista Rugby Club de Buenos Aires. “Mientras trataba de llegar lo más lejos posible, se me cruzó la vocación”, advierte.

Así se abrió a los malabares ente la rudeza de los campos de juego y la sensibilidad de los escenarios. Aunque, a la distancia, sabe señalar un curioso punto de contacto. “Esa compenetración que requiere la actuación la entendí en un vestuario abrazado a 15 compañeros y gritando ´¡Vamooos!´ antes de salir a la cancha”, asegura. “El nivel de euforia, de sugestión y de concentración es muy similar al que se siente antes de abrirse el telón, cuando uno debe salir con todo a creerse el cuento”. Y en este tren de compatibilidades, recuerda cuando aquel profesor de la Universidad de Chile, donde estudió la licenciatura en Arte con mención en Actuación teatral, al verlo llegar “roto físicamente” por “esa mala palabra que era el rugby en ese ambiente”, lo citó para decirle: “Llegó el momento en el que debes decidir”. “Así corté con esa pasión que mantuve desde los 10 a los 18 años, y que jamás podría vencer sobre esta otra, que era la actuación”.

Juan Pablo Vicuña Parot, el
Juan Pablo Vicuña Parot, el padre de Benjamín Vicuña
Benjamín Vicuña y su padre,
Benjamín Vicuña y su padre, Juan Pablo Vicuña Parot
Benjamín Vicuña abrazando a su
Benjamín Vicuña abrazando a su padre, Juan Pablo Vicuña Parot, junto a sus hermanos, María José (artista plástica), Carolina (psicóloga) y Juan Pablo (arquitecto)

La vehemencia con la que defendió ese romance que nacía entre él y la escena fue un knock out en el vínculo con su padre. Pongamos ese episodio en contexto. Cuando Isabel se separó de Juan Pablo Vicuña Parot (1945-2022), Benjamín tenía ocho años. “Y todo fue tan radical que nunca más volví a verlos juntos”, dispara. “La imagen de un papá que ni siquiera quería acercarse a tu casa, te habla de un resentimiento. Y, por más que seas un niño, te das cuenta”.

Durante una charla que hemos tenido tiempo atrás, Benjamín señaló a su padre como “un gran cumplidor”, subrayando la distancia que habían mantenido. La misma que hoy ratifica. “Él ha sido un hombre muy ejecutivo que hizo lo que debía en una época en la que eso ya era un montón. Pagó mis colegios, mi salud y mis zapatillas. Pero nunca me vio jugar rugby, ni en un concert, ni en ninguno de los actos de fin de año (en el exclusivo Sagrados Corazones de Manquhue, de Santiago)”, revela. “Fue un tipo muy duro hasta sus últimos días. Un vaquero, entero, fuerte y con capacidad de estar por encima de muchas cosas”, define. “Que, no obstante, éste últmo no deja de ser un rasgo rescatable de su personalidad”.

Pero por entonces, ciertas ausencias y grandes diferencias tensaron una relación que 18 años después se quebraría. “Estudiar teatro en el Chile de la post dictadura era osado. A mi viejo, como a muchos, ese ámbito tan teñido de prejuicios, desde lo bohemio y lo político, le causaba temor y hasta rechazo. Miedo, básicamente. Y entonces se me plantó: ´No vas a estudiar eso´, me dijo. ´Sí, por supuesto´, respondí, enfrentándolo. Finalmente él, y sin querer, estaba envalentonándome, dándome el impulso para armar mi carrera”, relata. “Se enojó mucho. Me cortó el chorro económico y toda comunicación. Pasamos dos años sin hablarnos, sin encontrarnos más. Yo viví mi elección como un destierro. Como un exilio. Pero con la satisfacción personal de estar jugándome entero. Con el tiempo entendí que, tal vez y dentro de todo, eso estuvo bien. Yo necesitaba rebelarme, enfrentarme a esa situación”, reflexiona. “Mi viejo estaba resultando ser mi gran antagonista”.

Benjamín Vicuña en sus tiempos
Benjamín Vicuña en sus tiempos de teatro callejero, Cueca 1999

Sólo con la certeza de su vocación en los bolsillos, Benjamín encontró chance en un anuncio de cartelera que invitada a jóvenes de entre 18 y 25 años a castings de protagónicos publicitarios para el Ecuador. “Así empecé. Iba a los pruebas, simplemente quedaba y me pagaban muy bien”, recuerda. Rodó más de 40 spots para Latinoamérica, vendiendo desde chicles a refrigeradores. “Lo que más me convencía en aquellos tiempos del típico trauma del actor de teatro era que todo eso que hacía jamás se vería en Chile”, señala con gracia.

Pero mientras apareciera esa oportunidad de ver billetes, Vicuña fue camarero de bodas para un servicio de catering y dedicó sus días al teatro callejero. Métier que alternaba con otra que, a la larga, supo agradecer. “Valiéndome de algunas clases de clown que había tomado en la escuela, y en compañía de una novia audaz, me atreví a animar fiestas infantiles. ¡Y te digo que eso sí que resultó una Pyme muy interesante!”, enfatiza. “Aunque los niños eran demasiado demandantes, por lo que el negocio no duró mucho, bien podría haber sido el Piñón Fijo chileno”, bromea. En definitiva, esa “calle” que absorbía y el ambiente diverso que encontraba en las aulas universitarias “fue una muestra de lo que sería el mundo”, define. “Me di cuenta de que había vivido dentro de una burbuja católica, conservadora y un tanto clasista. Entonces comenzó a nacer en mí la necesidad de voz propia. Formé opinión sobre todo, inclusive respecto de la política y de la crisis chilena”.

Benjamín Vicuña y su padre,
Benjamín Vicuña y su padre, Juan Pablo Vicuña Parot

Ya con el desempeño en el filme LSD (Lucha Social Digital, de Boris Quercia) y en la miniserie Vivir al día (Red Televisión) como parte de un haber concreto a su favor en términos de “solidez vocacional y autonomía económica”, Benjamín volvió a ver a su padre. “El encuentro se dio casi tres años después de nuestro quiebre. Y, por supuesto, fui yo quien debió bajar el moño y acercarme”, comenta. “Desde entonces, y para siempre, pudimos aprovecharnos. Ya en una etapa diferente, como dos hombres adultos que se juntaban para tomar un buen vino, viajar por ahí y charlar sobre la vida. Entonces, todo eso que me había faltado de niño comenzaba a compensarse. De a poco, la vida se nos equilibraba”.

Respecto de si Juan Pablo se animó a algún tipo de intento de asumir faltas o de pedir perdón, Vicuña responde: “No, no lo hizo. De todos modos soy de quienes creen que cuando uno se transforma en adulto, existe la obligación de liberar de culpas y de responsabilidad a nuestros padres. Ya está... Tu papá ya estuvo. Te crio. Te ayudó del modo que pudo”, explica. “A esa altura, se trataba de un señor grande. Aún muy rígido, muy estricto. Con un mismo pensamiento radical muy intacto. Parte de una generación convencida de que había hecho las cosas bien, con la mano dura y todo lo que sabemos de un patrón cultural. Y no iba a modificar su suerte”, indica. “Sí, hay días en los que pienso: ´¡Qué pena no haber tenido una charla sensata sobre el tema!´. Pero fue más fuerte ese principio tan personal de no joder a nadie”, analiza. “Tal vez haya sido una propia cobardía, pero no quise exponerlo. O sea, no quise provocar que para pedirme disculpas él debiera revolver asuntos íntimos de su pasado. Y elegí darle un fin a esa etapa, que los dos terminemos la fiesta en paz”.

Juan Pablo Vicuña Parot, padre
Juan Pablo Vicuña Parot, padre de Benjamín Vicuña, fallecido en septiembre de 2022
Juan Pablo Parot, padre de
Juan Pablo Parot, padre de Benjamín Vicuña, junto a su nieta Magnolia y a su hermana, Rufina Cabré Suárez.
"De la mano con más
"De la mano con más fuerza que nunca", escribió Benjamín Vicuña al compartir una de las últimas imágenes de su padre, Juan Pablo Vicuña Parot

Víctima de un cuadro severo de EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica), Juan Pablo –”el hombre del mirar hollywoodense”– murió en septiembre de 2022, al tiempo que Benjamín transitaba la edición de este libro. “Su agonía fue desgarradora”, cuenta respecto de las últimas cuatro semanas de su internación. “Las primeras dos, consciente. Las restantes, muy mal”, relata. Pero un día antes de su partida, volvió en sí. El Tata Loco (como lo llamaban) reconoció a sus nietos, tomó de la mano a su hijo menor y les dio a todos la chance de una despedida. “Dos o tres meses antes habíamos tenido una charla preciosa. Me dijo: ´He vivido todo. Tengo casi 80 años. Conocí el amor (se había casado tres veces). Y fui muy feliz con mis cuatro hijos´. Yo pude escucharlo de su boca, de algún modo, con la voluntad de cerrar un ciclo”, revela.

“Su muerte fue orgánica, natural. Y por más que me habían dicho que todo eso pasaría, te azota esa terrible sensación de la orfandad. Como de no tener dónde pisar”, define. En reflexión final, apunta a la frase cliché que escuchó, de médicos y cercanos, durante aquel lapso: “Que se vaya en paz”. Y lo hace planteando si no sería hermoso trabajar espiritualmente mucho antes para alcanzar dicha paz, lo que permitiría amigarnos con la idea de la muerte y del vacío. “Porque hay dos formas de ver el adentro: gritar y escuchar el eco, o asomarte a tu mundo interno donde están las respuestas”, considera. ¿Qué lección de su padre atesorará de por vida? “Llevo su ADN de emprendedor, una obsesión heredada por el orden y el don de ser amigo de mis amigos. Pero si hay algo que mi viejo me ha enseñado ha sido vivir siendo protagonista de mi propia vida”.

Benjamín Vicuña, con Teleshow (Gastón
Benjamín Vicuña, con Teleshow (Gastón Taylor)

A fin de todas las cuentas, “la peor experiencia de mi historia me hizo avanzar varios casilleros en el escalafón humano. Me transformó para siempre y también me dio una salida, porque me obligó a ver la muerte de frente y a tomar conciencia de la vida”, cita Benjamín. Y aunque sabe que, ya distinto del que era (“como una persona herida para siempre”), aprendió a vivir de nuevo. Dice creer tener autoridad moral para hablar de su trabajo con la muerte y para plasmarlo en sus textos “necesarios”. En principio para “mi tribu, mi continente, para la comunidad que me abrazó el día que el mundo se paralizó”. Pero preferiría no sentirse embajador del dolor. Ni siquiera ser experto en la materia. Sólo se reconoce “algo más permeable a ver y a entender que la vida tiene drama” (de los que nadie puede salvarse) y sin hacerla girar en torno de eso. Eso es todo. “Sólo quise dedicar este camino personal a toda esa gente que, noche y día, mira al cielo con muchas más preguntas que respuestas, no sólo frente al misterio de la muerte sino también frente a la vida misma. Que es cruel, que es salvaje y es que dulce... ¡Es la vida!”, diserta. “Y esto ya es una declaración de principios: la amo así, con lo bueno y con lo malo. ¡Yo amo la vida!”.

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