Empacó la ovación de Viña y una Gibson Les Paul. Los restos de un conflicto con su discográfica y el sinsabor de un emprendimiento fallido, souvenirs “de eso que jamás debía olvidar”. Y claro, las primeras chispas de un 2000 en el que el país pronto se vería envuelto en llamas. Fue entonces que, con un ticket de ida en mano y “nuevas grandes promesas”, se embarcó hacia España. Nada saldría, “ni cerca”, de cómo había imaginado. Tal es así que esta aventura terminó a lo Kill Bill, enfrentándose a la mafia mallorquín. Más de dos décadas después habla de “una mala decisión”, pero también de la “filosofía Balboa”, esa que la vida le enseñó a adoptar después de “tantas sentadas de culo en su gran ring”. Y esa “obstinada resiliencia” es la habilidad que, tal vez, supere a las otras tantas evidentes en las varias facetas que ha sabido despuntar en 34 años.
Porque CAE (53) es un tipo que ha aprendido de los aplausos con euforia y de los golpes más bajos. Y dice haberlo hecho “siempre con el desafío y la disciplina de esculpir una sonrisa frente a lo que venga, porque es la única manera de impactar positivamente en los demás”. Pero nada termina en el don de levantarse, sacudirse el polvo y volver a caminar, cuando se busca el para qué, “lo virtuoso detrás del cachetazo”. Y hoy charlaremos de uno de ellos: el viaje que no sólo cambiaría su historia a fuerza de lecciones sino que, además, lo arrimaría a Carlos Alfredo Elías como nunca antes.
Había alzado ya la gaviota plateada del XXXVIII Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar 1997, y compuesto varios hits infanto-juveniles asociado a Carlos Nilson para Cris Morena (66) tras la disolución de Bravo. “Un triunfo difícil y esperanzador para quien sueña proyección regional”, define. Ganó en febrero (“y era el momento”) pero la compañía decidió lanzar su disco (Hombre) recién en agosto. CAE había sido encajonado “por esas cosas de las empresas que entendería con los años, siendo un hombre de negocios en la música”, señala.
Paralelamente a esta nueva instancia de éxito, iniciaba el gran boom de Soledad Pastorutti (42), reciente figura de la misma disquera. El huracán de Arequito arrasaría a su paso con la atención, toda sinergia y los presupuestos. “Aprendí que en este industria uno puede ser artista prioritario o descartable, y a mí me tocaba correr con esa segunda suerte”, cuenta CAE. Se enojó. “Y a veces hay que saber elegir los enemigos. No medí su tamaño y sentí que quedé fuera del mainstream”, relata. Enfurecido, enfrentó al productor exigiendo su pase. “Por supuesto, irte te costará unos 350 mil dólares”, le respondió el ejecutivo. “Era la primera vez en mi vida que debí recurrir a abogados. Afortunadamente, ellos descubrieron que yo había firmado contratos con una sociedad ya vencida”, recuerda. ´Volví a la oficina como si nada. El tipo me dijo: ´Okey, por 250 sos libre´. Entonces me paré, me di el lujo de enviarlo el sitio más oscuro y me fui”.
En 1999, y sin demasiada opción, CAE decidió fundarse como productor de su propia compañía, “dando laburo a mucha gente en el contexto de un país social y económicamente tambaleante, en el que la cultura suele ser el primer recorte”, indica. La situación era, por lo menos, álgida y “tener que disolver la estructura fue uno de los tragos más amargos de mi vida”. Mientras tanto, y aún con el envión de aquella gloria, recibió una propuesta “irrechazable” detrás de la Cordillera. Junto a un productor chileno y a otro marroquín, promovió Santa parranda, el disco que le abriría las puertas grandes de España. “¡Alucinante es poco! La primera visita a Madrid fue de tratamiento estelar”, recuerda. Recorrió los estudios de los shows más prestigiosos, e incluso, “compartí un especial televisivo con Madonna (64) y Robbie Williams (49)”, suma. “De repente llegué ahí como una especie de Ricky Martin (51)... ¡Y hasta me habían puesto dos bailarinas que ni supe qué hacían detrás mientras yo cantaba!”. Armó una banda. Tocó en Los 40 principales y en todo evento del verano europeo. España se convertiría así en “la gran meca” de cara a un entorno difícil del que debía emigrar.
Es aquí donde abriremos un paréntesis para contextualizar su “aquí en más” según el saldo de “aquel otro éxito”. Después de Bravo (1989/1995), “mejor parado” y con un giro de look que, sin dudas, representaba también “un cambio de vida” y hasta de género musical (la balada), CAE volvía al alto vuelo con inédita internacionalidad. Se enfrentaba a “otro éxito”, muy dispar de aquel “desmedido y arrollador” que, en algún punto, le exigió volver a su eje. Un furor que, de ahí en más, le enseñó a “desear con cuidado, casi milimétricamente”, define. “De buenas a primeras, estos pibes del conurbano que creían que después de la General Paz venía Sunset Boulevard, pasaron de achicar los jeans que compraban en el Once con el punto atrás, a ser evacuados con operativos de seguridad de los estudios de Ritmo de la Noche (Telefe, 1991/1994). La limusina blanca había llegado demasiado rápido. Nos habíamos encontrado a la vuelta de la esquina algo fulgurante sin saber si estábamos aptos para manejarlo. Porque todo eso generaba chispas brillantes pero que también podían quemar”, cuenta. “Pasamos de ser anónimos a sex symbols. Y del transporte público a un boliche eterno, a un viaje de egresados sin final”. Ese “cocktail letal” incluía “el padecimiento de los entornos de adoratrices y aduladores cuando todo va bien, cuando vos generás y tu representante no cambia el auto sino el avión”, apunta.
“Después de lo lindo, todo dejaba una flecha clavada. Por un lado, la popularidad extrema. Para un pibe de barrio, que salía a lavar su 128 y veía campamentos de 50, 80 personas, montados en la vereda de su casa, era fuerte, inusual, descabellado. La tremenda masividad que habíamos alcanzado no era correlativa a nuestra realización. Y eso también desestabilizaba”. Por otro lado, ese éxito acarreaba exigencias aparejadas a los excesos. “Esto típico de apretar la máquina al máximo, que es parte del entorno. Decís: ´¿Cómo puede ser que todo esto tan bueno que está pasando pueda hacerte mal?´. Es que hay una parte de la industria que no se ve, con más Luisitos Rey (padre de Luis Miguel) de lo que imaginan”, asegura. “Ahí aprendí a mirar hacia adelante (al público), y también hacia los costados. Eso me dio cuenta de que debía asumir varias cosas para permanecer en el medio. Tenía que darme cuenta de a quién tenía alrededor, sino los excesos nos morfaban. Nos morfaban porque veíamos mucha guita. Nos morfaban porque éramos deseados. Nos morfaban porque teníamos que rendir y ser productivos. Todo era un locura. ¡Más de 100 shows al año! Pum, pum, pum... Hasta que un día, al salir a un escenario dije: ´¡Buenos noches, Córdoba!´, y estábamos en Corrientes. Eso fue un bombazo y pensé: ´¡Aquí hay algo está mal Esto se está zarpando. ¡Está superándome!´”, cuenta.
“Nosotros fuimos muy manipulados para trabajar mucho. Era estar despierto, despierto y despierto, siempre dispuesto a tocar de nuevo. Y cuando eso pasa estás muy expuesto a un gran estrés laboral que hace que busques fugas por otros lados. Por un lado el sexo. Fueron tiempos de mucha entrega, y después de todo, éramos pibes experimentando”, suelta. Famosa es su anécdota de la orgía de 14 personas en el motorhome (de nueve camas) en el trayecto de un show a otro. “Yo no creo haberme curado de mi adicción al sexo, salvo que hoy la canalizo con una sola mujer”, dijo tiempo atrás. Y por otro, “en mi caso, un paso muy fugaz por las drogas”, afirma con franqueza. “Y cuando eso pasa, empezás a perder la sensibilidad, el contacto con la realidad. En un momento te sentís a bordo de un globo aerostático y ves la Tierra muy chiquitita. Creeme que aún en ese contexto puede sentirse la soledad. Yo me preguntaba: ´¿Quién me subió acá? ¡Mi sueño no era esto!´. Yo sólo quería cantar, hacer discos, que mi tema sonase en una radio...”, relata.
Y entonces, quebró. “Medité sobre toda esa energía consumida. Y tuve un sensación de hartazgo. Volví a esa disciplina tan personal que me rigió la vida entera. Creo que detrás de toda esa estructura y el ´dame, dame, dame´ de ese poliamor, yo sólo pretendía cariño. Había una gran carencia”, sentencia reflexivo. “Entonces cuando apareció lo real, esos huecos o espacios en blanco desaparecieron. Fueron ocupados por el amor de mi mujer, de mi familia”, dispara. “Puede sonar algo naif, pero mi bajada a tierra siempre fueron ellos. Tal vez, volver a comer con mis viejos los ravioles de cada domingo después de haberla roto en Vélez la noche anterior”. En definitiva, CAE anotó en la check list de las lecciones de aquella parte del éxito: “Saber decir que no”.
Continuemos entonces con el trip revelador del nuevo milenio. La segunda visita a España significó la mayor de sus apuestas. El chileno y el mallorquín abrirían un sello propio y CAE sería “la gran promesa latina”, define. “Más allá de la ilusión de una proyección laboral, es duro deber dejar tu lugar de origen por la necesidad de encontrar un futuro mejor. El día que te toca guardar todo en una valija, lo que sos y lo que hiciste, sólo resta decir: ´De aquí para adelante´. Esa ha sido una frase que se mi hizo lema desde entonces”, cuenta. “Así me establecí en Madrid, esta vez con mi mujer y mis dos bebés. Poniendo ahí un pie y medio, y gran parte de mi corazón”. Con pudor y algo de ternura que hoy le causa aquella exigencia, cuenta que rechazó la oferta de vivir en un hotel de la Gran Vía “porque el centro era mucho lío”. Fue entonces que la compañía consiguió una casa en una urbanización privada en las afueras la ciudad y, por supuesto, puso en su mano la llave de una camioneta de alta gama. “Todo a cuerpo de rey”, define. “Laburaba. Tenía proyectos. Paseaba con mi familia y comprábamos en las tiendas de las mejores marcas. Todo fue alucinante hasta ese fatídico lunes”, relata.
Los lunes eran los días en que “se juntaba la tropa” en las oficinas de Salamanca, el barrio más top de Madrid. Una editorial gráfica que editaba las revistas de Pop Stars (“que alguna vez me había convertido en póster desplegable con el título ´el argentino que vine a conquistar a las españolas´”) y que incursionaría en el camino de la industria musical. “Bajé del metro y caminando por calle Serrano empecé a ver un tumulto de gente ofuscada. Y haciendo zoom mientras me acercaba, cada vez más rápido, detecté a personas conocidas de la productora. Entonces pregunté: ´¡¿Qué pasa?!´. Y Ángel Sánchez, que era una especie de gerente, me dijo: ´¡Que se han mandado a mudar! Sí, tío. La empresa ya no existe´. Forcejando, logramos meternos en esa sede de operaciones en la que hasta la semana pasada había 20 personas trabajando, y vimos todo, computadoras y muebles, embalado en plástico”.
Esa “piña inesperada” impactó a las 13. Y CAE no regresó a su casa hasta pasadas las 21. “Sólo sé que entré en shock y caminé, caminé y caminé. De ahí en más, no tengo noción de lo que pasó conmigo en todo ese lapso”, cuenta. “El mundo se me había caído encima. ¿Cómo se lo diría a mi familia? Porque no se trataba sólo de mi mujer y de mis hijos, sino que también de mi hermano. Yo me había llevado a Jony (hoy 41), el más chico, que encima tenía una bebita. Yo, que les había prometido a todos el gran triunfo, los estaba arrastrando al vacío por otra mala decisión. Parecía que esa nube negra no dejaba de seguirme y no podía permitirme causarles más sufrimiento”, relata.
Entró a su casa de mil ambientes, bordeó la infinita pileta y los enfrentó. “Claro, tenía pendientes por cobrar. A los días vinieron a buscar la camioneta. Y entretanto descubro que, además, estos tipos debían cinco meses de renta. No teníamos un mango. Lo primero que hice fue llamar a Buenos Aires. Hablé con mi hermano Ariel (hoy 49), le conté que me habían estafado y advirtiéndole que no le dijera nada a mis viejos, le pedí me girara algo de lo que quedaba en mi cuenta de las liquidaciones de SADAIC (Sociedad Argentina de Autores y Compositores de música). A lo que me respondió: ´Pará... Tengo que explicarte un temita. Aquí pusieron algo que se llama corralito´. ‘¡¿Cómo?!’, grité. ´Sí, no puedo sacar más que 200 dólares´. Fue un mazazo en la nuca”, relata. “Me quedé a gamba. Sin laburo. Sin casa. Con dos bebés. Y casi ilegal”.
Debió lanzarse al llano. Dejar ese estilo de vida “imposible” tomó algunas semanas. “Entonces aprendí una de las lecciones más fuertes de mi vida: cuanto más rápido salgas del trago amargo, más oportunidades de reponerte habrá. Levantarse de inmediato sin pensar demasiado en el ojo morado, siempre me dio resultado”, asegura. Los Elías se instalaron en el barrio Chueca, sobre la calle de Fuencarral (casi en Malasaña), “lo que fue un golpe limpio de urbanidad”, describe. “Pasé de los platós a la fila del Consulado intentando solucionar mi situación migratoria”. Recuerda las tardes de domingo con la sensación de “un tiro en los huevos”. Cada salida familiar era un “reconocerse” entre ecuatorianos, peruanos, colombianos y compatriotas, parte de la gran corriente migratoria de los 2000. Todo tenía otro valor. “Un valor que no había encontrado jamás por haber estado en otro estrato de la realidad”, indica. Entonces “sobrevivir se convirtió en la misión urgente”.
CAE sabía hacer algo más que cantar y a eso apeló si meditar. “No había tiempo para pensar, ni para medir orgullo, ni siquiera para llorar”, reflexiona. “Entré en una tienda, compré un kit de coiffeur y, mientras mi foto en gigantografía seguía colgada en El corte inglés, me lancé a pedir trabajo en las peluquerías del barrio”, cuenta. Hacía más de diez años que este “peluquero recibido” no tocaba la cabeza de alguien que no fueran sus hijos. Pero, ¿qué más daba? Hasta el día de hoy es responsable de su propio estilo: “Atrevimiento me sobraba”, bromea. Después de todo sería un buen plan que podría alternar con las presentaciones que surgieran en algún bar. “No había caso. En cada local en el que entraba proponiendo mi servicios, siempre había un argentino: `¡Este es un cantante famoso en mi país!´, decían. Y terminaba tomando un café con ellos y hasta regalándole algún disco. Y diciéndole al dueño: ´Gracias, vuelvo más tarde´. Me daba vergüenza...”, recuerda. “¡Me daba mucha vergüenza!”.
Dice que ese tránsito fue un regreso a sus raíces. “No sólo al oficio que aprendí de papá, en su local de la calle Cuenca, en Villa del Parque”, señala. En el que, dicho sea de paso y gracias a Martita (en ese entonces apodada Marteta), una de las empleadas que salía con Norberto el Carpo Napolitano (1950-2005), consiguió su primer autógrafo que aún conserva: “Desgraciadamente, Pappo”, reza. Sino también de las horas que pasaba en el salón de su abuela, en el barrio de Floresta. “Un ámbito que supo ser mi plataforma de lanzamiento, porque a los seis años ya tocaba la guitarra para sus clientas. Claro, ninguna podía escapar. Las tenía de rehén debajo del secador”, suelta con gracia. “Creo que ya, desde ese entonces, yo vivía en un continuo videoclip. Soñando chiquito pero consecuente”.
Aldo Elías fue, tal vez, la figura más importante de su vida. “Mi ídolo”, como lo define. “Un tipo que se bancó mi juego en una época en la que pocos padres habrían sido tan permeables a la pasión de un hijo”, cuenta. Mientras Stella Maris Sánchez (74), su madre docente, lo empujaba a ser un prestigioso contador, CAE reprobaba Contabilidad (“lo hice durante los tres primeros años del comercial técnico del Cardenal Copello, en Devoto”), convencido de que “nada iría por ahí”. Él quería el norte de Cerati, “mi pope admirado, el tipo adelantado que cambió la forma de escribir y motivó a muchos de nosotros”.
Creció de cara a muchos “no”, como los de aquel “facho y despiadado” profesor de guitarra de la misma cuadra en la que vivía, que azotaba sus manos con una vara pretendiendo que desistiese de tocar las canciones que lo emocionaban, para adentrarse a lo clásico. El desánimo al escuchar “¡no servís para nada!” en cada clase fue tal que dejó a los siete años y no volvió a desenfundar su instrumento hasta cumplir los 12, “cuando las hormonas ya me lo pedían”, concluye. Así pasó a los muchos más “¡no!” de la academia de formación integral en la que, tiempo después, “se repudiaba mi registro vocal con un desprecio que lastimaba”. Y mucho más tarde en al ambiente musical, “cuando el rock nos dio la espalda y los colegas nos rechazaban diciendo que sólo éramos un producto comercial”.
Pero en casa aún quedaba un gran sí solapado. “Alguna vez me viejo me preguntó: ´Che, ¿qué carrera vas a seguir?´. ´No, viejo, yo quiero seguir con la guitarra´, respondí. Y sólo una frase bastó para olvidarnos del tema y lograr la complicidad que tuvimos hasta el último día”, recuerda. “Él se había hecho solo. Había perdido a su papá de muy chico. Se crió en un entorno matriarcal. Todo lo que él lograba le costaba un montón. Y sin saberlo, no sólo me inspiró la resiliencia, sino que también me enseñó el desapego. Pero el desapego real, el del amor fuerte”, explica. “Por ahí te enterabas con los años las penurias por las que había pasado para que estudiases. ¡Él se metió en cuotas eternas durante la hiperinflación por mi primer piano!”, indica orgulloso.
“Mi viejo me vio en las buenas y en las malas. Estuvo cuando me fui y estuvo cuando llegué. Siempre fue mi punto de partida y de llegada. Y realmente no sé si tuve el suficiente tiempo para decirle gracias”. Aldo falleció súbitamente hace seis meses, a la edad de 75. Su corazón no resistió el último embate de una afección que lo mantuvo precavido durante 25 años. Apenas días después, CAE debía presentarse en recital. “Yo suelo hacer un ejercicio personal, y muy teatral, antes de cada show. Trato de salirme del cuerpo y verme en 360 grados para lograr el dominio del escenario. Y haciéndolo ese día, vi a mi viejo en un sitio de la sala. Desde entonces lo siento. Siento su presencia en cada presentación. Y creo que el mejor regalo que puedo darnos para honrar su memoria y alejarme por un rato de la angustia, es seguir haciendo”, concluye. “Pateando las puertas que no abren fáciles. Con curiosidad hinchapelotas, la misma capacidad de asombro y la necesidad de aquel chiquito del tres ambientes (en Tres de febrero) que esperaba ansioso que lo dejasen salir a jugar”.
Regresemos a la trama principal. Las sesiones de cortes en Madrid duraron lo que tardó en sentirse “traicionado” por sí mismo. Debían comer, “y a veces sólo había dos o tres cabezas por hacer por lo que resultaba mejor negocio salir a tocar por ahí”, cuenta. Es así que acordó con su mujer ser “rocker de noche y amo de casa de día”. Elizabeth Fernández (49), bailarina nacional y profesora de danzas clásicas, es la marplatense a quien conoció hace 29 años en el set de La movida del verano (Telefe, mediados de los ´90) en el Torreón del Monje. “La responsable –como dijo algunos párrafos atrás– de llenar algunos huecos de mi alma y en quien focalicé todo lo que tenía para dar. Convirtiéndonos así en grandes capitanes del mejor de los proyectos: mi familia”, define. “Esta era una más de las tormentas que hemos tenido que surcar y, sin dudas, la que pudo haber terminado nuestro matrimonio. Sin embargo, nos unió aún mucho más. En realidad, a los cuatro″, señala. En resumidas cuentas, “Eli, entretanto podía meter alguna clase de danza, trabajaba como vendedora en una tienda de ropa”, relata. Todo en el difícil marco que planteaba el cambio de moneda (de peseta a euro) que fortalecía algunas leyes laborales priorizando a los nacidos en la Unión Europea.
Así empezó a frecuentar supermercados en compañía de sus hijos, donde “debía elegir bastante el menú de la semana, porque había días específicos en los que comíamos proteínas”, revela. “Si necesitábamos pañales, se comía arroz. Si debíamos reponer artículos de limpieza, por ahí llegábamos a comprar pollo. Pero carne... era muy difícil”, relata. “Y te lo dice un tipo que hacía años, en tiempos del uno a uno, encendía cigarros con billetes de cien dólares. La vida seguía enseñándome poniéndome en mi lugar. Y entendí que sus tiempos son perfectos”, asegura.
“No me permitía flaquear. Porque a pesar de la tristeza y la frustración que se siente, trataba de impactar positivamente en mi mujer y en mis hijos. Tal vez arrastré el mandato de ser un alfa. Soy el mayor de nueve primos y de tres hermanos, llevo el nombre de mis dos abuelos y un fuerte sentido de clan. Llorar me resultaba imposible, aún con todo lo malo que significa no depurar o dejar fluir las emociones”, analiza. “Y creo que, por ejemplo, el vitíligo que padezco puede ser causa de ese tránsito. Porque se trata de una enfermedad autoinmune que se da por casos de estrés extremo. Y no saber qué comería mi familia cada noche, era un caso de estrés extremo para mí”, sentencia.
“España sacó de mí un cocinero que desconocía y que más tarde se animó a Masterchef Celebrity (Telefe, 2021)”, dice con gracia. “Me traje 25 maneras diferentes de hacer arroz y, principalmente, la satisfacción de haberme acercado como nunca a cada uno de mis hijos. Y fue muy gratificante. Sobre todo porque me había perdido gran parte de los primeros tiempos de Fran, absorbido por la vorágine del éxito laboral”, cuenta. “La diaria con ellos me hizo más papá. Un papá más mundano. Un papá casi normal. Creo a partir de ahí comenzamos a redescubrirnos. Por ejemplo, cuando regresamos a la Argentina, de visita en la casa de mis padres, los chicos encontraron material mío y dijeron asombrados: ´¡Papá, vos aparecés en todos estos discos!”.
El efectivo escaseaba y “el invierno español más crudo en 20 años” calaba hondo en los huesos. Una noche de enero, el tipo que había llegado con la ilusión de montar un estudio en la Madre Patria estaba colándose en el subte. “Se acercaba la noche previa al Día de Reyes y para que mis hijos tuviesen un regalito mínimo que desenvolver por la mañana, empeñamos un reloj de oro importante que finalmente nunca fuimos a buscar”, recuerda. “Al salir de la tienda con los paquetes y el cochecito de uno de ellos, nos metimos en la estación El Callao, sin darnos cuenta de que nos faltaba el dinero para un pasaje. Entonces implementamos el yeite de acomodar el cochecito de tal o cual modo a través del molinete... ¡Y me embocaron! Se acercó un guarda y me dijo: ´¡Oiga, pagan la multa o llamo a la policía!´. Yo me sentí prendido fuego. Incendiado. Le respondí: ´¡Señor, me quedé sin plata! Mire, le dejo este reloj que no vale tanto pero sí mucho más que un boleto. O espéreme aquí y corro hasta casa a buscar unos mangos...´. Me miró y me dijo: ´Ustedes los sudacas están pudriéndonos el país´. En ese momento me acordé de mi abuela gallega, inmigrante también. Y de otras tantas cosas. Pensé: ´No he venido para esto. Ni para pasar penurias ni carencias. Ni para ver sufrir a mi familia de esta manera’”, cuenta.
Pero el quiebre final llegaría frente al local de comidas rápidas al que tantas veces habían visitado cuando el contexto era un tanto más favorable. “Fue así que Franco, que por entonces tenía cuatro años, me pidió una hamburguesa. Y Brenda, que balbuceaba lo mínimo con sus casi dos años, le dijo: ´Ay, Franco... ¿No entendés que papá no tiene euros?´. Él no había pedido ir a Eurodisney, ni ningún otro lujo asiático. Mi hijo sólo quería una hamburguesa y yo debía seguir caminando, haciéndome el boludo. Algo que me provocó un profundo dolor. Ese día, en ese preciso momento, supe que debía volver a Buenos Aires lo más rápido posible para intentar revertir toda esa situación”, relata. “¿Podría haberme quedado? Sí. Había comenzado a tener un tratamiento con algunas compañías más serias que tampoco entendían que hacía un tipo, que supo vender 500 mil discos, a la deriva en España, yendo y viniendo solo con dos bebés de estudio en estudio. Grababa coros para otros artistas, hacía doblajes neutros y adapté al español el repertorio entero de Hakim (Abdelhakim Bouromane, 56), un cantante marroquí que ambicionaba el mercado latino. Estaba para el cachetazo y siempre en la búsqueda constante”, señala.
“Pero aquel diálogo entre mis hijos marcó el fin de ese periplo”. Aunque no, de aquella compañía tan de cerca en los estudios. “Brenda (23) ya decidió volar sola en el área del Marketing. Y Fran (26), que hizo la carrera de productor musical y de diseño de multimedia, hoy se encarga de las puestas de mis shows más grandes”, cuenta. “Quise que los dos tuviesen la formación que, tal vez, mi viejo nunca pudo darme. Creo que las herramientas que se toman a las 17, 18, 20 años, pueden cambiarte el destino a los 40″, subraya. “La empresa familiar es hermosa, nos mantiene unidos, nos fija objetivos de vida, pero siempre teniendo en claro que lo importante es el camino. Y con el tiempo, también aprendí a disfrutar del camino”.
Entretanto, inquieto, urgido y algo melancólico, CAE fundó El club de los sin alma en el quinto piso interno de un locutorio argentino atendido por un senegalés. “Ahí comenzamos a convocarnos para ver los partidos del Mundial Corea del Sur-Japón (2002). Hasta que se me ocurrió organizar fiestas argentinas. Un amigo me daba una mano alquilando un pub irlandés donde poníamos en pantalla gigantes los goles del Diego (Diego Maradona, 1960-2020), por ahí se tiraba un churrasco en una parrilla y se escuchaba Ráfaga”, relata. “Ese era El club de los sin alma, porque cuando escuchabas las historias de cada inmigrante, había un punto en común: todos teníamos un pedacito del alma a más de 10 mil kilómetros”. Es por eso que, subraya, “hoy que muchos de nuestros jóvenes ven un mejor futuro en otros horizontes, deben creer demasiado en sí mismos. Porque a la distancia, el revés de la vida suele ser más violento”, concluye. Y de eso también se trató aquel tránsito de casi dos años. Sostener en alto el autoestima también ha sido una prueba.
“Quizás, y lamentablemente, uno recurre a la fe cuando se la necesita. Y yo me concentré en la facultad de no perder la confianza en mí. Porque en ese interín en el que me sentía desgarrado, muchas veces aparecieron dudas”, reflexiona. Pero también, dos grandes influencias: el libro El Método Kaizen, un pequeño paso puede cambiar tu vida, “basado en la experiencia de reconstrucción de Japón después del horror de la guerra con la filosofía del movimiento”, revela. Y el budismo de la rama Nichirin Daishonin, enfocado en el texto Sutra del Loto. Una corriente que CAE dice profesar “a piacere”. De todos modos, “ahí encontré algo que yo repetía casi sin saber, que es el Nam Myõhõ Renge Kyõ (Devoción al Sutra del Loto de la Ley Mística, que lleva tatuado en uno de sus brazos)”. Habla del expresión de la ley universal de la vida que nos asume capaces de lograr la iluminación. El mantra invita a una nueva perspectiva del dolor y de la dicha, para atravesar ambos con sabiduría. “Que básicamente, así bien en criollo, valora la flor del loto que crece en la podredumbre con la capacidad de emerger bella y con buen aroma. Y todo eso fue afín a lo que pensaba. Afín a mis sentimientos. Y por ahí entré en una vía espiritual que luego me llevó a otras tantas opciones como, por ejemplo, los Registro Akáshicos (memoria universal de la existencia que comprende conocimientos y experiencias del alma presentes y de vidas pasadas, y la potencialidades futuras)”.
Así aprendió a mirarse y a entenderse. “Tiempo después apareció la lesión en mis cuerdas vocales. El nódulo no fue más que otra consecuencia de esa sucesión de situaciones desafortunadas”, explica. “Lo que me daba de morfar estaba bloqueado por esa falta de posibilidad del decir. El famoso sapo acá (se señala la garganta) en el chackra número 5 o Vishuddha, que lidia con la verdad, con la autoexpresión. Yo no había podido gritarle a nadie porque nunca tuve en frente a ninguno de los responsables de aquella suerte”. Nunca hasta algunos meses después, abriendo así el capítulo final de esta aventura.
El regreso a Buenos Aires no logró calmar su sed de respuestas. Pero con su familia debidamente instalada, a salvo, y habiendo encendido ya la llama de 2.0, el proyecto que reflotaría a Bravo en coproducción con un canal de televisión, CAE decidió volver a España con la, quizás, ingenua intención de revancha. “Esta vez el destino sería Mallorca”, anuncia. “Había pegado un buen contacto que me informó dónde localizar a uno de los artífices de la estafa que, más que económica, ya era casi moral”. Se presentó frente a las puertas de una casa inmensa, casi un palmar. Y fue escoltado hasta la terraza en la que se atendían los asuntos entre tragos y cigarros. “Debo admitir que entré con un nivel de testosterona altísimo. Y ahí estábamos. Literalmente, éramos Robert De Niro y Al Pacino en la escena de un filme mafioso”, describe.
Contrarrestando su euforia, “el tipo, muy tranquilo e indiferente al relato sobre todo lo que yo había tenido que pasar, me explicó que sólo había sido ´un trabajo que me salió mal´. Mandó a buscar dinero, me dio un resarcimiento mínimo, que no representaba ninguna de las penurias a las que había sometido a mi familia, y me dejó hablando solo. Debo confesar que yo estaba realmente muy nervioso”, cuenta. Pepe (así lo llama), evitando tanta ofuscación, se retiró de la conversación por un momento. “Y quedé custodiado de cerca por los guardaespaldas que habían sido quienes me cuidaron, tiempo atrás, en mis primeras presentaciones europeas”.
CAE sabía demasiado. “En definitiva, yo había ido a cantar y terminé envuelto la trama de un tipo muy poderoso que mantenía una doble vida entre la isla y la península: una familia por un lado y una amante cubana por otro. Y en el fragor de la charla, lo amenacé con difundir esa información”, suelta riéndose de su propia inconsciencia. “Era mi única arma”, justifica sin pensar que ellos tenían otras “¡y de verdad!”. No recuerda si fue tomado del hombro o de sus brazos por “los monos”, pero sí una frase espeluznante de uno de ellos: “‘Mira, CAE. ¿Tu sabes donde estás parado? Esto es una isla. ¿Qué ve alrededor?´, me dijo. ´Mucha agua´, respondí. ´Eres un tipo afortunado, tienes mujer y dos hijos hermosos. Has de cuenta que jugaste en el casino y perdiste. Empieza de nuevo´, sugirió. Entonces se abrieron los sacos mostrándome sus armas, como diciendo: ´A nosotros no nos cuesta nada limpiarte´. Ahí me cayó la ficha. Si a estos tipos se les cruzaba accionar, nadie se hubiese enterado jamás”, comenta.
De camino a la Argentina, “con el orgullo reacomodado”, entendió que “hay que ver lo que se tiene y no eso que nos falta”, argumenta. “Y lo que yo tenía, superaba a aquella estafa. Había mucho más por lo que seguir pelando”. Un aprendizaje que, de ahí en más, se ha convertido en eje de charlas motivacionales que ha sabido protagonizar. La cuestión es que CAE debió arremangarse una vez más. “Nuevamente todas las posibilidades de facturación comenzaron a ser válidas para mí. Todo era ´sí´”, dice con humor. Incluso el desafío de hacer cantar a Wanda Nara (36) en un intento de lanzamiento en el camino musical.
“En realidad ella heredaba un proyecto pensado para Nazarena Vélez (48)”, explica. “Pero en ese entonces, Naza estaba muy apadrinada por Gerardo Sofovich (1937-2015) y él le aconsejó no ir por ahí. Es así como Wanda, que estaba picando fuerte en popularidad, fue la señalada para grabar los dos temas que yo ya había compuesto. A ver, la canción no era ‘Rapsodia bohemia’... sino algo popular, con la onda y la cadencia del tipo de ‘Piel morena’, de Thalía (51). Nada difícil”, anticipa. “Me acuerdo que ese día, después de tres horas de espera, Wanda llegó al estudio con su mánager y un súper novio que tenía en ese momento, en un convertible que era como el auto de Batman. Finalmente me puse a grabar con ella y no pegaba una nota ni por casualidad”, cuenta.
“Apelamos de inmediato al Auto-Tune (procesador de audio), pero no había caso. ¡El aparato nos tiraba game over! Porque, claro, la máquina empareja la voz pero uno debe arrimar. Wanda no daba pie con bola, y después de cuatro horas de tomas, le dije: ´Hasta acá llegamos´. Y se fue. Pero nada pudimos hacer a nivel tecnológico para salvar el material. Entonces, medio desesperado, llamé a mi mujer, que más o menos arrima, y le pedí: ´¡Por favor, vení a tratar de imitar la voz de esta chica!´”, relata. “Días después estaba Wanda, su representante y yo dentro de un Mini-Cooper, estacionado en la puerta de Ideas del Sur. Puse el disco, y escuchamos el tema. Y ella así, muy emocionada, gritó: ´¡Pero esto quedó buenísimo!´. Al rato lo estrenó en la pista ShowMatch (El Trece) y hasta salió de gira por los boliches sin saber que lo hacía con la voz de mi mujer”, remata. “Mi labor como productor estaba cumplida. Aunque me faltó cobrar... ¡Me falta cobrar!”, concluye con gracia.
Tras aquel periplo, CAE editó cuatro discos más. Se abrió camino en el teatro musical interpretando (en 2017) a Dennis Dupree en Rock of Ages (Teatro Maipo), rol que en el filme de Adam Shankman fue encarnado por Alec Baldwin (65). Y dos años después daría vida a Alex, el león en la versión teatral de Madagascar (de DreamWorks en el Teatro Lola Membrives). Sin contar, claro, su participación en Masterchef Celebrity y las campañas publicitarias que ha encabezado para una importante línea de lácteos.
Hace horas regresó de la ciudad de Miami (Florida, USA), donde brindó dos shows para la comunidad hispana y rodó Canciones de cerca, el set de MiniBoleros, “vintageando” temas nuevos y otros de Chano (Santiago Moreno Charpentier, 41) y Ale Sergi (51, Miranda!), entre varios, que será presentado como Special Product para la convención LATAM de Brand100. Actualmente, y abriendo una nueva temporada, lanzó CAE VIVA TODO!, una edición de 20 temas en vivo registrados en sus más recientes presentaciones en el Teatro Ópera con dirección musical de su hijo (Fran Elías), producción ejecutiva de Grace Contrera y su equipo de FaroLatino, y faders a cargo de Pablo Cristaldo en sala y mezcla de Martín Sólimo en la mezcla de más de 90 minutos en su versión para Spotify y plataformas digitales. Y hoy, en los estudios BlueNoise (donde charlamos) prepara las puestas de cara a su visita a España, que rotula como “el viaje de la revancha”.
“Años atrás, y cada noche, al apoyar la cabeza en la almohada, solía preguntarme: ´¿Qué hice hoy para estar más cerca de mis sueños?´. Pero después de todo ese vieje profundo a mi interior, entendí que no son un horizonte”, reflexiona. “Mi sueño es estar en movimiento. Es no perder jamás esas ganas de hacer, pero tampoco la memoria”, señala. “Si alguna vez te preguntan por un tal CAE, deciles que es un tipo incansable que seguramente dirá ´sí´ a todo lo que propongas. Incluso en estos tiempos en los que cuesta ir para adelante, y hasta soñar nos resulte demasiado. Pero si hay algo que me enseñó la vida es que más allá de cualquier fuerza superior, es uno quien tiene el poder de dar ese paso y verle a la vida el lado bueno. Cuando uno hace algo virtuoso y vive imponiéndose una sonrisa, impactando positivamente en los demás, tarde o temprano, ese karma vuelve. ¡Crean!”.
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