No admite muletillas del estilo de mi época o de mi generación. Jura tener suficiente “conciencia presentista, pasión por lo que hago y compromiso con el disfrute” como para autodefinirse: “Una mujer de mi tiempo”. Y dice haber curtido ese hoy a lo largo de las “tantísimas Fernandas” (“reinventadas y en constantes intentos de reinvención”) que ha sabido ser en 56 años. Porque en charla de revisión cae en la cuenta de que ha vivido “muchas vidas en una sola”. Y ese será el camino que desandaremos con María Fernanda Callejón. La “chica de provincia” que tuvo un sueño, un dolor en silencio, un matrimonio precoz y una hostería en donde guardarlos. La que escondió una estrategia bajo las plumas y descubrió sus placeres como una playmate. La aprendida del amor, la “mina aguerrida” que no descansó hasta ser mamá, para no descansar jamás. Y, básica e indeleblemente, la Callejón. “Una marca registrada”, como Berugo Carámbula (1945/2015) le dijo alguna vez. Varios años antes de que el director Israel Caetano (53), referenciando su nombre como concepto en el guion de Pizza, birra y faso (1998), la rubricara como “un símbolo en el imaginario popular que trascendió lo sexual, que fue un sello más de la libertad en una época difícil para sociedad argentina”. Aunque a ella le divierta más llamarse “mito”.
Cuenta que vuela seguido a su infancia: “Porque abrazar y prestarle atención a esa chiquita que fui, me pone en perspectiva para educar a mi hija”. La “esencia de Feni” (así la llamaban) es la excepción de los cambios frenéticos que se sucedieron al dejar su provincia. “Fui feliz junto a dos padres que hicieron hincapié en la formación, el modo de acompañar el deseo de conquistar luces y lugares. Estudió danzas españolas, teatro y hasta se inscribió en clases de bombo y boleadoras en el Centro Cultural Rizzutto, para estar cerca del maestro y dramaturgo Lisandro Selva. “Así crecí en Carlos Paz, una ciudad teatral de toda la vida pero que, dicho con respeto y cariño, para nosotros jamás dejó de ser un pueblo, con idiosincrasia de pueblo. Tal vez por eso me recuerdo aferrada con fuerza a la ilusión de ser una actriz de la Gran Ciudad”.
La casa de los Callejón era “de tele prendida”, de “fascinación especial por los humoristas” y de culto a la actuación, el sueño postergado de su madre. Gracia María Augusta Pizzuto (fallecida en 2009) había hecho su paso por el radioteatro y llegó al cine de mano de su amiga Mercedes Carreras (82), con su participación en el filme De Londres llegó un tutor (1958), dirigida por Enrique Carreras (1925/1995). “Pero en esos años, una debía elegir entre ser actriz o ama de casa. Y ahí quedó, sin posibilidad de desarrollar su talento”, señala.
“De vez en cuando, y lejos del resentimiento, solía sacar sus sueños para alentar los nuestros”, dice refiriéndose, también, a su hermana Sandra Callejón (60). “Por eso no es casual que las dos hayamos retomado su camino”, indica. Entre paréntesis, hace ya varios años que Sandra, cansada del ruido mediático, regresó a Villa Carlos Paz, donde además de cuidar muy de cerca a su padre (vive con él), en el último tiempo se dedicó al teatro independiente y a la conducción de Callejón con salida, su programa de radio en Mister Pop. Tiene dos hijas y cuatro nietos: Sabrina, radicada en Barcelona, mamá de Lluna y Valentina; y Karina, apostada en Necochea, mamá de Nicolás y Martina.
Con los años, Gracia sublimó su pasión en la costura. “Y ahí, entre máquinas de coser, encontró otra. Convirtiéndose en la gran modista del pueblo y, tiempo después, en empresaria de la venta de ropa. Una bisagra en la historia de la economía familiar. Fue viéndola vender que conocí a su actriz. Porque, en definitiva, actuar no es más que eso, vender un personaje, un pensamiento, una emoción”.
El pasar de Callejón siempre fue “austero”. En esa casa podría faltar un mango, pero jamás ideas. José Osvaldo Callejón (85) había sido capaz de coronarse el precursor de las excursiones que hoy se ofrecen en la ciudad. Su agencia -El Cóndor- había nacido “a pulmón” en su propio garage. “Él mismo dibujaba los micros que luego armaba con sus manos. No había completado el primer grado, pero hacía trazos de arquitecto. Todavía recuerdo las veces que me levantaba de madrugada para ir al baño y me lo encontraba dormido sobre el inodoro, agotado de tanto trabajar. Todo era tan artesanal que él construía, manejaba, hacía las veces de cicerón y al bajar en cada posta, también sacaba las fotos. Hasta el día de hoy suelo decirle: ´Viejo, todavía no te diste cuenta de lo genio que sos´”.
Feni guardaba fantasías y también un gran dolor que calló por cuatro décadas y media. “Me crie custodiada de cerca por mis padres, en especial por mi mamá, que jamás nos dejaba solas”, comienza. “Sin embargo fui abusada sexualmente y en aquella casa familiar”. Fue, aproximadamente, a sus siete años cuando “un tío lejano, primo de mi abuelo” apareció de repente con la intención de que don Callejón lo ayudase a reparar un auto en su taller. “El tipo tenía todos los horarios y los movimientos estudiados. Y en esos momentos en que mi viejo estaba ocupado debajo del capó y mamá salía a llevar o a traer a mi hermana de sus clases de inglés, inventaba excusas para usar el baño. Es así que de trayecto aparecía por ahí, mientras yo estaba merendando y mirando Papá corazón (Canal 13), para aprovecharse de mí”.
Pensar en una represalia violenta por parte de su padre, la aterraba más que escuchar los pasos del abusador. “Creía que, de enterarse, papá lo mataría y entonces terminaría preso. Ese era tan sólo uno de los motivos de los que me aferraba en aquel contexto. No hay posibilidad alguna de que la víctima de una experiencia tan traumática como esa capaz de contarla. El proceso interno es dificilísimo. Por eso hay que erradicar la pregunta ´¿por qué no habló antes?´. Porque una lo acomoda como se puede. Hay algo que hace el cuerpo que es muy loco. Tal vez activando una defensa, bloquea el recuerdo que produce tanta angustia, tanta humillación, tanta culpa y, en algunos casos, tanta bronca, que hace que no nos reconozcamos ante el hecho. Esto no se supera, se esconde en algún rincón de tu físico, de tu mente, de tu corazón, de una cajita secreta”, explica. “Cuando una mujer habla, hay que escucharla. Hay que creerle automáticamente. Al punto de ni siquiera pronunciar el ´yo te creo´. Porque hablar es mover fibras íntimas, es volver a vivir, pero también es tomar conciencia de que todo eso que atravesaste está mal y que nunca debió haber pasado. Decir es empezar a sanar”.
El primer intento fue recién a sus 46 y frente a Ricardo Diotto (44), quien sería su marido y hoy padre de su hija. “Estábamos distendidos, de vacaciones en Brasil y yo un tanto voladita por un par de caipirinhas”, recuerda. “Y durante una charla de copas, algo de ese dolor dejé entrever. No sé por qué. Tal vez intuí que ahí habría más que un noviazgo. Yo no especulo. A mí me gusta ser sumamente honesta en mis relaciones. Pero no terminé de revelarlo por completo”.
La gran “e impensada” confesión fue durante una entrevista radial con Catalina Dlugi en el contexto del estreno de Derechas (2018), y a sus 52. “En un momento determinado, y aún sin saber a qué venía, me preguntó si alguna vez había sido abusada. Mi ´sí´ salió naturalmente”, relata Callejón. “Cuando corté, tomé conciencia y me dije: ´¡Por Dios! ¿Qué hice?´. Me angustié y entré en pánico. Inmediatamente llamé a mi hermana para contarle a ella y a mis sobrinas, no sólo eso que había pasado en la entrevista, sino además que había sido una niña abusada. Y lo único que les pedí encarecidamente fue que no lo compartiesen con papá y que lo mantuviesen al margen de todo esto, alejándolo de las pantallas. De todos modos, él estaba viejito y ya no escuchaba bien”, relata.
“Y la última vez que él pudo venir a casa, que fue antes de la pandemia, aproveché para preguntarle algo que tenía incierto en mis recuerdos: cuánto había demorado él en arreglar aquel auto de ese tío que nos había visitado alguna vez. Me dijo: ´Uh... ¿Ese coche? Habremos tardado tres meses en dejarlo a punto’. Me mató. ¡Yo había sido abusada, sistemáticamente y en mi propia casa, durante tres meses! Fue como retransitar ese dolor tan único, tan indescriptible, que solamente quienes lo han atravesado pueden saber de qué hablo”.
Giovanna Diotto tiene siete años, la misma edad en la que su mamá conoció el infierno. “Y hablo mucho con mi psicóloga (especialista en familia) para soltar todos esos fantasmas que van y vienen y jamás me sueltan. Todavía trabajo en los intentos de limpiar tantos miedos, temores, angustias. Porque no se puede vivir así, pesando que cualquier persona podría hacerle daño a mi chiquita”, cuenta. “Charlo mucho con Gío. Aún no de aquel abuso, pero sí del respeto a su cuerpo, de que nadie, yo incluida, debe tocarla bajo ninguna circunstancia. De hecho, la acompaño a bañarse pero no participo”. El terror sigue latente, “porque es muy difícil no ponerlo en primer plano”, describe. “Me dice: ´Má, salgo con las chicas a dar una vuelta (por el barrio cerrado en el que viven)´. Enseguida respondo como loca: ´¡No pares a hablar con nadie, ni siquiera con quienes conozcas!’. Ni te cuento la culpa que me genera mandarla a una pijamada a casa de alguna amiga. Porque por más que sepa que estará segura, quien vivió lo que viví sabe muy bien que el enemigo puede estar mucho más cerca de lo que creemos, hasta en la propia familia”.
Y un día Feni cumplió los 15 pero celebró un casamiento. En el contexto actual de una creciente conciencia social al respecto resulta, por lo menos, aberrante imaginar la relación de una quinceañera con un hombre 11 años mayor. “Pero, más allá de la usanza provinciana, lo mío fue algo especial”, justifica a la distancia. Llegó, entonces, el turno de hablar de Huguito (así lo llamaremos de aquí en más).
Para el verano del ´81 (“y en pos de pagar mis estudios de actuación en Córdoba Capital, que eran los que admitían en el Conservatorio”, explica) María Fernanda trabajaba en la boletería del mítico Teatro del Sol. Una actividad más que se sumó a la de instructora de patinaje, vendedora de calzado en la tienda de su hermana y hasta de helados en local céntrico. “Y fue durante alguna de esas tardes, desde la taquilla, me enamoré de una voz”, cuenta. Él formaba parte de un grupo folclórico y el ensayo la imantó hasta el escenario. La pasión fue irremediable, tanto que sus padres se pusieron de cara a dos posibilidades: oponerse por completo o acompañarla muy de cerca. “Y fueron muy inteligentes”, recuerda Callejón. “Ir en contra de una adolescente enamorada y muy decidida a defender ese amor, pudo haber sido fatal. Cuando intuyeron que me pararía de mano por eso que sentía, fueron más comprensivos con la situación. Muy de a poco. Mamá, que era una tana protectora muy estricta, se convirtió casi en mi sombra. Venía con nosotros en el auto, de peña en peña, y hasta hacía sus aportes desde el asiento de atrás. Por eso digo que mi relación con Huguito era casi familiar”, relata.
La boda fue apresurada, “aunque con una gran ceremonia en la iglesia del centro y muchos invitados, como se debe”, relata. “Nos casamos de apuro, sí. Pero sin embarazo”, bromea. “Corríamos contra el tiempo porque la banda recibiría un premio en España, lo que abría una gran chance laboral para ellos. Había que viajar y no me permitirían dejar el país sin libreta”.
Finalmente, y días después de haber dado el “sí, quiero” frente a Dios y al Juez de Paz, la aventura de la banda se truncó por la enfermedad de uno de sus integrantes. Y tomaría otro rumbo no menos desafiante. “Además de los shows con los que él recorría el país, porque imagínate que no podíamos vivir sólo de su arte, nos hicimos cargo de una hostería bastante importante en medio de las sierras. Después de todo, yo ya estaba experimentada en cuestiones de turismo, y hacíamos buen combo con las actividades de papá y de varias de mis amigas”, comparte. “Mientras tanto, Huguito no dejaba de incentivar mis inquietudes, mis sueños de ser una gran actriz. Percibía mis necesidades de expansión, de crecimiento”.
No obstante, y en gran parte por eso mismo, tres años después (1985) firmaron el divorcio. “Hubo situaciones y procesos que fueron transformándonos a los dos. Prefiero preservar las razones muy personales de Huguito por respeto a su intimidad. Pero yo, a los 18, me di cuenta de que no había vivido jamás mi adolescencia. Más allá del dolor que insume una separación, nos despedimos muy amorosamente. Papá sufrió más que yo por eso. Y mi entorno familiar se me hizo muy caótico”, dice Callejón. “Y ahí se plantea un quiebre en mi historia. Como si yo hubiese necesitado ese episodio para impulsar mi partida. Para decidir, de una vez por todas, alejarme de esa ciudad para probar mi suerte. Fue como decirme a mí misma: ´¡Fer, es la hora!´. Hoy pienso que el matrimonio, y la independencia familiar que representaba, fue la clave. Si yo no me casaba, seguramente seguiría en casa de mis padres y hoy no podría asegurar que ellos me hubiesen permitido volar hacia Buenos Aires, ni que yo me hubiera animado a tanto”.
“No te digo que con trenzas, pero casi”, bromea Callejón recordando su llegada a la Gran Ciudad, esa “meca hacia la que siempre había mirado”. Y así llegó, “en tren, solita y con una valijita llena de sueños y de un de recomendaciones”. Porque ya había sabido hacerse de espacios y amistades (“como la de Carmen Barbieri”) durante las temporadas teatrales en su terruño. Pero la ciudad pasó factura. “Y el precio fue carísimo”, señala. “Me costó mucho adaptarme a la vida porteña. Porque el trabajo llegó mágicamente más rápido de lo que pude imaginar”. Y desde entonces cree en el destino.
Había pasado por la vieja Editorial Perfil, de la calle Sarmiento, para rescatar alguna foto de la primera entrevista que le habían hecho a raíz de su incipiente rol junto a Carlos Alberto El Negro Álvarez (77) y Raúl Ceballos en el teatro de Hermes Bertorello, en el marco de aquel verano. “Sin un mango, era el único recurso que tenía para armarme un book que presentar en teatros y canales de televisión”, cuenta. Al entrar se reencontró con Lovera, coreógrafo y primer bailarín de Moria Casán (76), quien le pidió se presentara 48 horas más tarde en una audición en el teatro Tabaris.
“Para poder llegar, ese día y a 15 de estar en Capital, canjeé mi paquete de galletitas por una ficha de subte”, cuenta. “Yo había vendido todo los regalos de mi casamiento, la alianza y hasta la bici. Y no estaba dispuesta a pedirle plata a mamá ni, mucho menos, a cambiar ese único billete grande que me quedaba”. Después de hacer lo suyo sobre el escenario, entre otras 100 postulantes, escuchó a Moria decir: “La cordobesita vende”. Así se unió, como media-vedette, a La revista de las erecciones generales (1987), con Casán y Zulma Faiad (79) a la cabeza, y dirección de Mario Castiglione (1946-2000). “Entonces llamé a papá, que al dejar Córdoba me había dicho que volvería muy pronto con el caballo cansado, y así, muy orgullosa, le conté: ´¿Sabés qué...? Ya estoy en Calle Corrientes y voy a dejar la pensión para alquilar mi primer departamento´”.
Y es aquí cuando explica a qué se refería con “el costo” que debió pagar no sólo por forastera sino también por “afortunada”, rotula. “Sufrí un bullying atroz. Porque me comía las s. Por el modismo cordobés con el que hablaba. Por ser campechana. Porque para el porteño, la gente del interior éramos poca cosa. Y me lo hacían saber”, cuenta. Las bambalinas no eran ámbitos exentos de esa angustia. “Todo era muy heavy. Tanto que en esa misma revista, alguien a quien no voy a nombrar, en un ataque de celos por el impacto que yo estaba causando, me quebró el cúbito durante un battement”, recuerda. “Mis productores eran Guillermo Bredeston (1933-2018) y Carlos Rottemberg (66)... ¡Mirá qué lujazo! Dos personas que amo y a las que tengo allá arriba. A pesar de todo eso nunca me dejaron sin trabajo. Moria, que como figura podía no haber intervenido, se metió con todo en esa situación. Se plantó firme entre todas: ´¡En mi revista no van a pasar estas cosas! ¡Y mucho menos entre compañeras!´, dijo. Sancionó a esta persona que me había golpeado, pidió que se me siga pagando el sueldo completo y me asignó un lugar en uno de sus palcos durante los tres meses que duró la rehabilitación”, cuenta. “Siempre me sentí protegida por ella. Y eso se me hizo inolvidable. Es la razón por la que la adoro tanto”.
“La provocación” fue un distintivo que llevó con orgullo en los 90. Sabía que aquel primer desnudo perfilado entre luces y sombras (“de vanguardia parisina”) que había aceptado “un tanto panicosa” sobre el proscenio del Tabarís fue “el peaje para ganarme confianza, para que se supiese mi nombre y para hacer, finalmente, lo que tanto había soñado: actuar”, cuenta. Y fue en el género revisteril que dice haber descubierto no sólo “la disciplina profesional” sino también “el placer del exhibicionismo”. La relación de María Fernanda con ella misma y con su propio cuerpo había cambiado para siempre: “Entendí a lo que se refería Moria en su frase ´la cordobesita vende´, y supe usar el ángel, la sensualidad, la frescura y ese espíritu inquieto, que ella había visto en mí”, señala. “Experimentaba una libertad inédita, y eso que fui libre desde niña. Me placía exhibirme, porque sabía que así conquistaba lugares, miradas, atención, reconocimiento. Era un juego que supe jugar. Y mi cuerpo, una herramienta para ganar todo eso y, además, mucho dinero”, dice sensata.
Es la argentina con más portadas de Playboy en su haber. Protagonizó seis, y con las tres primeras (de edición americana) logró comprar su casa. “Yo me siento muy orgullosa de esa etapa, de esa otra manera de hacer arte. Me divertía. Exploraba. Llegué a conocerme más. Pero en algún punto ese oficio, porque así lo tomaba, se hacía difícil. Angustiaba. Porque también, y en pos del pan, atajé y transformé varios prejuicios sociales. Mostrar el traste te convertía automáticamente en una prostituta”, afirma. “Pero ha sido un tránsito consciente que aproveché de camino a mi verdadero sueño. Con los años entendí que ese había sido el primero de mis roles como actriz: yo actué de ser vedette”.
Esa Fernanda de versión impúdica y desfachatada, asumida “herramienta de humor” e “instrumento de deseo”, decidida a devolver (“desde brillantes a relojes carísimos”) cada regalo que recibía en camarines, que llegó a vivir durante dos años y medio en Puerto Rico como gatita de Jorge Porcel (1936-2006), que “imponía un respeto tal que cohibía acosadores”, se entregó de lleno a las luces de escena y, también, a la oscuridad de la noche. “Me fascinaban las madrugadas, las discos monstruosas, esa euforia de los 90″, cuenta. Conoció amigos, “amigos del campeón” y estimulantes. “Estuve en situaciones peligrosas, por supuesto. Y probé de todo, pero nada me atrapó jamás”, asegura. “Tal vez el temor de estar sola me enseñó a saber rodearme, pero creo que, principalmente, porque fui muy fiel a la intuición, rigiéndome siempre a través de mi percepción. Y veía a mucha gente querida a mi alrededor sufrir por culpa de la droga. Gracias a Dios supe ser fuerte y salir ilesa de esos lugares para ayudar a otros”.
Fue la década en la que, profesionalmente, asomaba una faceta que logró sorprender. Combinó con éxito cuatro revistas y participaciones en ciclos televisivos como Estado Civil (1990, ATC), Nueve lunas (1994, El Trece), De poeta y de loco (1998, El Trece), Verdad consecuencia (1998, El Trece), El hombre (1998, El Trece), Mamitas (1999, Azul Televisión) y Buenos Vecinos (1999, Azul Televisión). “Había decidido colgar la plumas para volver a mi primer amor. ¡Porque a eso había venido! A estudiar con Agustín Alezzo (1935-2020) e ingresar al Conservatorio. Después de todo yo nunca había buscado a la vedette. Fue la vedette quien se topó conmigo como en un maravilloso accidente. Ya era hora de quitarme ese traje, fijarme nuevas metas y volver a batallar contra los prejuicios, pero esta vez, en dirección inversa. Debía convencer a todo de que podía actuar, hasta que El Chueco (Adrián Suar, 55), otro ángel en mi camino, me abrió las puertas a la ficción”.
Callejón también conoció “miles de pasiones” pero “sólo un par de amores”, como dice. “Soy naturalmente inquieta y muy enamoradiza. Y sí, me di todos los gustos que estuvieron a mi alcance”, bromea. Claro que cita a Huguito, pero lo etiqueta como “amorío adolescente”, muy distante de ese “amor antológico, demencial y arrollador” que sintió por Guillermo Cóppola (74). La noche los unió. Alguna del 92. Estuvieron siete años juntos, cinco como amantes. “Yo me enteré de que él estaba casándose con Sonia (Brucki) mirando televisión”, recuerda. “Y, realmente, aún no sé si ella se casó conociendo nuestro vínculo”.
Con el tiempo, las dos se encontraron en Córdoba y pudieron hablar, dando fin a los días de acoso que sufrió la actriz: “Me dejaba mensajes de horas en el contestador”. En fin. Callejón aceptó las pautas. “Todo lo que él representaba junto a una figura como la de Diego (Maradona)” y, por supuesto, la clandestinidad. No se arrepintió jamás de ese tiempo a la sombra. “Porque todo nos construye. Y soy quien soy por lo vivido”, explica. “Sí, amé demasiado. Fue un amor muy desmedido, pero consciente. Yo sabía con quién me metía y así lo elegía. Ese amor que deslumbra. El que protege. El encantador, porque eso era Guille para mí. Me deslumbró ese poder que representaba. Esa seguridad. Él me mostró mundo. Me enseñó a moverme socialmente y hasta cuestiones de lo espiritual”, relata.
Hacia el 99 el vínculo fue disolviéndose “por varias situaciones de quiebre”. La pérdida de un embarazo que, en definitiva no habían buscado, fue una de ellas. “Resultó un hecho muy traumático que desgastó la relación. Independientemente de todo ese tiempo que él se abocaba a Diego, un hecho que también pesó”, describe. Aún así, y desde entonces, “Guille es familia”. Y no sólo eso, “sino que además, heredé la entrañable amistad de Natalia, su primera hija. Yo sé que él es un tipo con el que cuento para siempre”.
El odontólogo (y músico) Ricardo Diotto llegó a su vida en un contexto profesional “muy sólido en referencia a mis objetivos”, que enumeraba 10 participaciones en filmes, 19 ficciones televisivas y cuatro obras teatrales de texto, en la segunda década del milenio. Y, claro, “con un deseo creciente de la maternidad”. Él es hoy señalado como el segundo “gran amor” de su vida, por supuesto, con el mérito incomparable de la llegada de Giovanna.
Se conocieron a principio del 2010, se casaron el 14 de febrero de 2014 y hace poco más de 10 meses anunciaron su separación. “Nunca me arrepiento de nada en mi vida, y mucho menos de ese amor. Pero hoy, sé que yo no era esa mujer”, anticipa. “Ha sido un tránsito muy complicado. Yo nunca imaginé divorciarme de Ricky. Ni más ni menos, que del hombre que me acompañó en el camino de ser mamá”. La génesis data de varios años previos al comunicado oficial. Porque “las mujeres tenemos la capacidad de duelar mucho antes”, señala. “Me costó horrores tomar la decisión. De hecho, en algún momento hasta creí que me sería imposible por el gran peso de la culpa que me significaba quebrar un proyecto familiar. Pero a su vez no lo estaba pasando bien. Ya no era eso lo que quería para mí. Y nos desencontramos. Nos desencontramos de manera tal que caímos en una crisis fatal”, explica.
“Desde entonces hice lo posible por salvar mi matrimonio. Lo que puedas imaginar y más. Propuse herramientas de todo tipo, incluso la terapia de pareja. Pero no tuve respuesta, algo que ni siquiera podría juzgar. Porque no lo juzgo”, asegura. “Tal vez del otro lado había incredulidad de que todo eso sirviera para recuperarnos o, quizás, la situación no se leía de igual modo”.
Así se sucedieron “muchos, muchos, muchos años de naturalizar situaciones”, comenta. Hace mea culpa respecto de su extrema dedicación a la maternidad “que había esperado tanto”, aunque está consciente de que los errores se comparten a medias en una pareja. Pero señala que “ya no me sentía valorada como mujer, como mamá ni como profesional. Y esa desvalorización fue el primer gran impacto”. Se frena cautelosa ante los detalles que podrían involucrar a terceros, “porque no me parece sano divulgarlos, mucho más en tiempos en los que los chicos tienen tanto acceso a Internet”.
Seguirá en el camino del relato de la experiencia personal. Vislumbró una alerta desde un instante preciso: “Cuando pasé a ser un mueble de la casa. Y no necesariamente el sofá del living o una mesa principal. No... ¡Un adorno! Sentía que mi palabra no pesaba. Que mis decisiones no pesaban. Que mi economía no pesaba. Que mi profesión no pesaba. O sea, yo era la nada. O tal vez, sólo alguien que cuidaba de una hija. Me sentí muy subestimada. La famosa frase: ´Vos sin mí no sos nada...’, yo la escuché varias veces, sí. Y oírla, no te digo en situaciones álgidas ni críticas sino en discusiones que pudieran parecer normales, es letal”. Ese limbo de emociones, vacíos y algunas definiciones, inició un año antes de la pandemia, que al desatarse, con lo que insumió el aislamiento, “ya no se pudo hacer más. Fue un quiebre masivo”, dice. “La necesidad de espacios propios, y paradójicamente, estar juntos entre cuatro paredes profundizó el desencuentro”.
Callejón comenzaba a caminar un calvario muy personal. “Me culpaba a mí misma y no dormía. Porque realmente pasé muchas, muchas, muchas noches sin lograr conciliar el sueño. ¿Cómo se lo diría a mi hija? Ninguno de los dos quería repetir historias personales. Sus padres se habían divorciado cuando él tenía cinco y los míos de muy grandes, y casi por nuestro pedido imperioso (se refiere al de ella y el de su hermana), de que lo hicieran de una vez por todas, porque la situación ya era insoportable”, recuerda. “Teníamos dos caras de la misma desdicha. Se había desatado en mí una lucha interna. Me sentía demasiado lejos. Y la armonía de la familia, había desaparecido”.
La pegunta es clara: ¿Hubo terceros? “Sí. ¡Si fui una cornuda pública con dos semanas de escarnio mediático maravilloso!”, ironiza. “Yo me enteré por televisión que él chateaba con una mujer”, dispara. Lo enfrentó, claro. “Y lo desmintió a morir”, asegura. “Juro que la infidelidad es lo que menos me preocupó. Porque a pesar de lo dolorosa que podría resultar, soy hasta amorosa en ese sentido. Suelo correr el orgullo de la lado para ver la situación desde una perspectiva más humana. ¡¿Qué sé yo?! En medio de la crisis o el desencuentro, podés haberte cruzado con alguien amable con quien hablar. Es lógico que suceda, de un lado o del otro. ¡Le tocó a él!”, analiza. “El punto de impacto para mí no fue el chat sino lo que se decía en ese chat. Que no tiene que ver ni siquiera con mi relación íntima con él, sino con otra cosa fundamental sobre la que no comentaré”, avisa. “Claramente yo no me separé por un chat y ni sé si lo haría, siquiera, por una infidelidad consumada. Todo es conversable si estamos predispuestos. Pero no está bueno cuando hay menores con acceso a Google. Repito, eso no fue el detonante, pero ayudó a tomar la decisión. El empujón que me llevó a decir:´Basta´”.
María Fernanda se quitó la alianza y pidió el divorcio. “Y fue un caos. Yo lo defino como un tsunami”, cuenta. “Uno sabe que está desestructurando un proyecto, pero en definitiva lo hace para alivianar la situación, en pos de la armonía de todos. Y de eso, no todos salimos lastimados de la misma manera”. Diotto se enojó. “Y mucho”, revela. “Mucho es mucho”. Al preguntarle respecto de posibles escenas violentas en casa, Callejón responde: “Violencia no es sólo una trompada, que por otro lado nunca la hubo. Pero se puede ejercer violencia consciente e inconscientemente de muchas otras maneras. Y sí, yo he vivido situaciones violentas. Situaciones violentas verbales... De desconocer a la otra persona”, revela. “Ese fue el quiebre. El detonante final”. Pasó “momentos peligrosos”, como describe a esos en los que se “atenta contra la psiquis, en este caso, de una mujer que es mamá, profesional y que debe llevar adelante una casa. Entonces, si vos insistís con deteriorar la psiquis del otro, ya no está bueno. No es el lugar. No es la manera de abordar una hecho. Pero bueno, a mí si me planteas la guerra, te la gano con la banderita de la paz. Esa es la yo juego”, explica.
“Nunca más volvimos a ponernos de acuerdo. Pero priorizo a la hija que compartimos y por quien brego. Él es un buen papá, muy presente. Y deseo que pueda ser con Giovanna el padre que desea ser”, dice. “Todavía transito el duelo, porque es inevitable. Pero teniendo muy claro que el mundo no se acaba en el reconocimiento del otro. Sino que empieza a partir de uno”, dice Callejón. “Yo estoy reencontrándome conmigo misma. Con una mujer nueva que resultó ser mucho más fuerte de lo que podía imaginar. Y que aprendió que cuando algo en la vida ya no te hace bien, te deteriora emocionalmente, no te permite ser quien querés ser, aunque te duela y sepas que las esquirlas lastiman a alguien más, hay que sacarlo. Erradicarlo de cuajo. Ese es el mejor modo de hacer espacio para que entre todo eso lindo que pueda venir”, asegura. “¡A los 56, grito mi derecho de ser inmensamente feliz!”.
Y se hizo lugar. “Mientras me preguntaba cómo iba a volver al ruedo y veía el amor muy remoto, porque detesto que me presenten gente y mucho más las citas a ciegas, la vida volvió a ponerme delante a un ser hermoso”, dice. No hablará de enamoramiento, porque a esta altura de la soirée dice entender muy bien la diferencia entre “amar a alguien y sentirse enamorada”. Después de todo, “hoy no podría enamorarme como cuando tenía 15. Esa cosa de la desesperación, del fervor... Yo ya no la veo. No la veo”, asegura.
En fin, hablamos de Fernando Gamboa (52), ex futbolista y entrenador, último DT de Newell´s Old Boys (2021), con quien Callejón se ha “reencontrado” después de 30 años de haber sido novios. “Como no me interesa rotular, titular ni rubricar las relaciones, me gusta decir que Fer y yo tan sólo estamos experimentando el amor nuevamente pero en otra etapa de nuestras vidas”, define. “No sólo por la mujer que soy hoy, sino también porque los dos todavía limpiamos esquirlas de nuestras separaciones, nos elegimos y sabemos acompañarnos”.
Todo comenzó muy casualmente. “Con todas mis ex parejas siempre he conservado vínculos geniales, de mucho cariño. Además, fui muy familiera con todos ellos. Y un día, estando todavía casada, recibí un mensaje de El Negro (así lo llama), felicitándome y diciendo: ´¡Negrita, qué lindo es verte en familia!´. Pero siempre muy respetuoso como es él. Y ahí quedó”, relata. “Cuando subí el comunicado de la separación a las redes (fines de junio 2022), reapareció, sin ánimos de levante, sino muy contendor. Muy compañero. De ahí en más, nos fuimos dejando llevar con total naturalidad. Empezamos a hablar: ´¿Qué es de tu vida? ¿Cómo está tu hermana?´. Hasta que Alejandra (Gamboa), a quien me había encontrado aquí cerca de casa, nos invitó a comer a una reunión familiar y ahí nos vimos, en ese contexto casero y entre afectos, porque él no estaba viviendo en Buenos Aires”, cuenta.
“Fueron cinco meses de chats, videollamadas, y finalmente una cita a solas. Habían pasado tres décadas. ¡No pudimos creerlo!”. Entonces Callejón volvió a sentirse mirada, mucho más que valorada. “El Negro es un tipazo, de corazón inmenso, que llegó justamente en un momento de la vida en el que estoy reencontrándome con mis pasiones, con mis deseos más profundos, más genuinos”, señala. “Porque a veces las mujeres nos castigamos demasiado creyendo que por ser mamás, no tenemos derecho a sentir. Y no. No es así. Todo lo contrario. Si hay una mamá feliz, siempre habrá hijos felices”.
Cada noche del verano pasado sobre el escenario del Teatro del Sol, aquel en el que alguna vez fue boletera, Callejón se puso en la piel de Laura, la psicóloga de Los vecinos de arriba (de Cesc Gay), dirigida por Fabián Vena (54). “Y sus textos fueron sanadores para mí”, revela. “Debía decirle al matrimonio interpretado por Gastón Ricaud (50) y Adriana Salonia (53), lo que me decía mi propia psicóloga: ‘La separación tiene mala prensa -recita-. Es difícil. Es una de las cosas más difíciles que pueden pasarnos en la vida. Pero con el tiempo todo se acomoda’. Así que aquí estoy, en ese proceso. En tiempos de cambio. En el día a día. Y El Negro es parte de eso. De un reencuentro con título tan incierto como el destino de todas estas emociones, con la simpleza de permitirnos ser, amando desde el mejor sentido de la palabra y sanar en compañía”, describe.
“Todavía me queda mucho que reponer, que reconstruir, que rearmar. Y en este tránsito el foco está puesto en mi hija y en mí. Aprendí a priorizarme más que nunca, porque soy su cuidadora oficial para siempre. Me cuido para ella. Quiero ser feliz y sana para ella. Para educarla feliz y sana, en y con libertad, inculcándole el valor de querer y de elegir sin deber explicaciones. Todo lo demás resulta un lindo condimento que disfruto de la mejor manera posible”, asegura. “Hoy, con casi 57, me siento una mujer sin tiempo. Una mina de aquí y de ahora. Soy una mamá, una profesional apasionada de la carrera que soñó alguna vez. Una mujer comprometida conmigo y con la vida. Y eso hace que me quiera mucho sin necesitar que nadie más me ponga en valor. Porque si hay algo que aprendí, en mi largo caminar, es que somos nosotros mismos quienes diseñamos nuestra propia historia”.
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