“Es un cuentito que te va recorriendo todas las fibras íntimas. Te da ganas de abrazar a los que querés, de revincularte con aquellos de los que las urgencias y la cotidianeidad nos alejaron un poco; con la vida, con uno mismo”, dice Eduardo Blanco que acaba de reestrenar Parque Lezama en el Teatro Politeama.
A 10 años de su estreno original y con la dirección de Juan José Campanella, Blanco y Luis Brandoni vuelven a convertirse en esos dos desconocidos que, sentados en un banco del parque, intentan cambiar al mundo. De esta forma Eduardo se reencuentra con las tablas argentinas -previo paso por Network- tras varios proyectos en una Madrid que siempre lo recibe con los brazos abiertos.
En esta charla con Teleshow, acerca su mirada preocupada sobre la política argentina, habla del trauma de la colimba y recuerda su época como taxista.
—¿Qué sentís al volver a una obra tan querida?
—Siempre que la hicimos nos ha ido muy bien, nos reencontramos con un placer, con una historia que es un mimo al alma, muy tierna, muy divertida, aunque esos adjetivos no completan lo que le pasa a la gente.
—¿Te sentís local en España? Trabajás mucho allá, incluso esta obra fue un suceso.
—Me siento muy a gusto. Yo soy local acá, pero si no viviera en Buenos Aires no tengo dudas de que elegiría Madrid: es el lugar de España donde más he ido. Me encanta, lo disfruto muchísimo. Mi hijo vive en Madrid, tengo amigos, mucha gente querida, pero nunca viví allá. Lo que pasa es que desde El hijo de la novia, hace ya de esto 21, 22 años, voy a trabajar seguido. Antes de la pandemia fui a hacer teatro, ya con un compromiso de ocho meses, para El precio, de Arthur Miller, y después hicimos gira. Mientras tanto estuve haciendo una serie (Altamar, de Netflix) y después se le pegó Parque Lezama, que la llevamos allí también.
—Tu mujer está en Argentina, además, ¿no? ¿Cuánto llevan como pareja?
—Sí, ella es psicóloga. Con Mónica estamos hace 17 años. Armamos un organigrama para vernos por lo menos cada dos meses, y la pobre a veces se tomaba un avión para ir una semana, cinco días. Pero bueno, me conoció con este trabajo. Los reencuentros siempre son encantadores.
—Parque Lezama es una obra larga, con un desgaste corporal muy importante. ¿Te gusta que el público te espere afuera después?
—Sí, es un desgaste corporal y energético te diría yo: dos horas dura. Me encanta y disfruto muchísimo ese encuentro posterior, aunque para sacarte la foto, si te va muy bien y va un montón de gente, tenés que estar una hora más. Que está bueno, pero imaginate después de dos funciones un sábado: estás cuatro horas sobre el escenario, y la verdad que salís con ganas de volver a casa. Siempre hablamos con Beto de que esta obra no termina cuando baja el telón sino que sigue, porque te dan ganas de compartirla, de charlar sobre lo que acabás de ver, de hablar de la vida.
—¿Cómo es el vínculo con Brandoni?
—Creo que en febrero o en marzo ya cumplimos mil funciones de este espectáculo. O sea, es un vínculo conocido, con mucho tiempo de convivencia. Gran actor de cine, teatro, televisión; es un placer enorme. Y debajo del escenario no somos amigos, tenemos una relación de compañeros de trabajo. Tengo pocos amigos actores.
—¿Campanella sí es un amigo?
—Campanella es un amigo, nos conocimos junto con Fernando Castets cuando ellos estudiaban cine y yo teatro; teníamos 20 años. Yo lo admiro mucho. Me parece un gran contador de historias. Trabajar con un director que es talentoso, que es guionista además, en el caso de Parque Lezama su adaptación, a mi criterio, supera a la original, y que sea un amigo, es un plus.
—¿Qué te dejó la experiencia de la productora 100 Bares?
—Bueno, yo fui uno de los fundadores de 100 Bares junto con Juan, Jorge Estrada Mora y Ricardo Freixá. Hicimos hace 15 años Vientos de agua, una miniserie que, para quien no la vio, está en Netflix. Estoy súper orgulloso de haber hecho eso. Pero a la vez descubrí en esa experiencia que la producción no es para mí. Fueron cuatro años de un estresazo...
—¿Y qué era lo que te generaba ese estrés?
—Nos ha pasado de todo. Ricardo Freixá era el productor ejecutivo, el que armaba todo. Era una súper producción lo que hicimos. Y un mes antes, ya con el contrato firmado con Telecinco de España, a él le agarró una hemiplejia; ahora está bien. Telecinco tuvo la consideración de darnos un mes más para comenzar. Después, por ejemplo, habíamos hecho un presupuesto con un euro a cuatro pesos; cuando nos llegaron los euros, estaba 3,20; cuando había que pagar las deudas, estaba a 5. No es para mí, yo no soy empresario.
—¿Te tocó negociar con actores, por ejemplo?
—Eso no, pero lo que sí me tocó fue ir a hablar a la Asociación de Actores. Pasaba que alquilamos un decorado complejo, tenía 200 extras y eran tantas horas de rodaje. Nos faltaba una hora para terminar hoy; si no, mañana tenía que volver a alquilar este lugar, volver a llamar a esos 200 extras: se me va de presupuesto. Pagamos horas extras a todo el mundo. Actores no lo permite. ¿Pero si los actores quieren? No se puede. A mí me resulta incomprensible. Y cuando fui, les dije: “Cuéntenme muchachos, porque de verdad, yo soy actor, y no es que nos queramos llevar por delante a nadie”. Hay algunas cosas que yo creo que son las que hacen que muchas veces se vayan producciones para otros lados. Tenemos que corregirlas.
—¿En algún momento creíste que ibas a tener otra profesión?
—Se supone que mi destino era de ingeniero mecánico. Mi papá era mecánico, un apasionado. Familia de inmigrantes gallegos. Nadie había ido a la universidad. Una época donde a los 12 años te preguntaban: “¿Qué vas a hacer cuando seas grande?”. Yo no tenía la menor idea. Entonces en la secundaria me mandaron a colegio técnico, que odié para toda la vida, la pasé muy mal. Por lo menos ahí descubrí que eso no era para mí. Pero no era tan fácil encarar a los padres porque eso conllevaba una frustración que vos les trasladabas a ellos. Cuando tuve el valor, a los 17 años, empecé en un grupo de teatro independiente como hobby, y cuando pude decirles que no iba a ir a la Facultad de Ingeniería, les dije: “Voy a ser abogado” (risas). No me animé a decirles: “Voy a ser actor”. Y te juro que intenté: en esos años se daba examen para entrar a la universidad pública. Y justo ahí me agarró la colimba; yo fui la primera clase que hizo la colimba con 18 años, porque antes, para quien no lo sabe, se hacía a los 21.
—¿Cómo fue el paso por la colimba?
—Fue muy desagradable. No puedo adaptarme a ese mundo tan vertical. Era plena dictadura. A mí por suerte me tocó trabajo de oficina en el Edificio Libertad y no tenía que hacer guardia, nada. Eran tareas más relacionadas con el funcionamiento del edificio. Yo nunca trabajé en relación de dependencia, por ejemplo, no estoy muy acostumbrado a obedecer por obedecer. Y la instrucción es humillante.
—En la colimba hubo muchas situaciones extremas.
—Yo en esa época estaba “colgado de una rama” con lo que estaba pasando, no te enterabas. Iba como si fuera a una oficina después de la instrucción. Yo sé que han muerto colimbas, así que lo que te voy a contar es una tontería, pero en la instrucción de repente a las tres de la mañana los cabos o sargentos que estaban de guardia entraban porque sí, donde estabas durmiendo, y gritaban: “¡Cuerpo a tierra, levántese todo el mundo!”, solo para divertirse. Si no te morías del corazón era porque tenías 18 años. Por suerte ya no está más. Yo no la pasé bien.
—¿Y tu época de taxista?
—Eso es otra cosa (risas). Veo que conocés un poquito de mi vida fuera de lo profesional. En aquel momento para mí fue una herramienta fantástica. Primero porque el taxi era de mi padre. En los primeros años de esta profesión no me fue bien. De repente tenía trabajo, luego no tenía. ¿Qué hacés mientras no tenés trabajo? Te vas y conseguís uno, después si te aparece algo de actor para hacer, lo dejás.
—¿Hubo levante arriba del taxi?
—Y bueno, yo tenía 20, 22 años. Es un lugar de fácil conversación, surgen cosas (risas). Hablando en serio, en ese entonces la cultura del levante era diferente. Por lo menos mi estilo era que yo no daba conversación si no me daban conversación primero, entendía que era un lugar de respeto. A mí me pasaba como pasajero: a veces subís y no tenés ganas de charlar. Pero si tenés ganas, puede resultar un espacio psicológico (risas). Es un desconocido, o desconocida, con quien te podés descargar.
—De cara a un nuevo año eleccionario en Argentina, ¿cómo nos ves?
—Yo hace muchos años que nos veo preocupadamente, porque no nos podemos encontrar. A mí me angustia bastante. Construir o reconstruir un país sin el otro 50% no es posible. Lo que veo ya hace mucho tiempo es que hay un 50% que lo quiere construir sin el otro 50%, y eso no es posible. Si vos sos político tenés la obligación de generar acuerdos que perduren más allá de vos, y acá hace años que no se hace eso. En muchos aspectos, en lugar de evolucionar, involucionás. Eso sucede porque viene uno lo cambia lo del otro, viene el otro lo cambia lo del otro... ¿Cómo se puede avanzar así?
—Y siempre es culpa del anterior.
—Nadie tiene nunca la responsabilidad. Hemos construido tanta desconfianza que nos es difícil confiar el uno en el otro. Y la economía, aunque yo no soy economista ni mucho menos, creo que es eso: la construcción de confianza. Todo el mundo especula.
—Además, esa constante necesidad de que la plata rinda, ¿no?
—Acá hay gente que la está pasando hace mucho tiempo muy mal. Yo ahora, en los últimos tiempos, me he encargado de comprar latas de atún, que me pareció una gran inversión, sobre todo en un supermercado que era bastante bueno y salían mucho más baratas que en los otros. Y creo que le pasó a mucha gente, porque un día escucho a una mujer hablando por teléfono en el supermercado: “Vení, vení acá, a este supermercado, que en este hay”. Porque claro, desaparecían enseguida. Invertías en latas de atún (risas). Lo digo como una ironía y con cierto humor. Vos y yo somos privilegiados. No los más privilegiados del mundo pero somos privilegiados. Acá hay gente que la está pasando hace mucho tiempo muy mal. Ni quiero hablar de los jubilados. Yo tengo una madre que tiene 91 años y que también es privilegiada porque tiene un departamento propio por el que no paga alquiler, y hasta no hace tanto con su jubilación y la pensión de mi padre, vivía. Ahora le alcanza solo para pagar la prepaga y las expensas.
—Una persona que trabajó toda su vida debería tener derecho de disfrutar y vivir más que dignamente.
—No me quiero imaginar los jubilados que tienen que pagar un alquiler. No lo pueden pagar. Olvidate. Trato de no creer en la mala voluntad a priori de nadie. ¿Cómo solucionamos estos problemas si no nos unimos? Ni siquiera estoy diciendo que votemos lo mismo, estoy diciendo que generen acuerdos entre los que piensan distinto. No le veo otra solución. Sin entender nada, yo no soy militante político.
—Ojalá el 2023 nos traiga algo de esto.
—No nos quiero tirar abajo con esto que te digo porque tenemos tantas virtudes... El tema es que no las podemos explotar como corresponde porque realmente toma los años que quieras, 40, 50, 60 años de nuestro país para que nadie se sienta directamente acusado. La educación pública de excelencia se ha convertido en educación privada, si no, estás en un problema. La salud exactamente lo mismo. La seguridad. Las transformaron en negocios. No tengo ningún problema con los negocios. Si hay escuelas de excelencia que salen una fortuna y hay gente que puede… Me parece perfecto. Lo que no estoy de acuerdo es que no haya una educación pública de excelencia como hubo y que podían ir hijos de empresarios, de porteros, de basureros, de desempleados o de quien sea, e iban a tener una educación. Es la meta desde donde se larga, y eso tiene que ser igual para todos. Que quien nace en Recoleta y quien nace en La Cava, tengan la misma línea de largada. Después, bueno, el trabajo, la dedicación, la inteligencia, lo que quieras que te hace mejorar a vos más que otros, bueno. Pero por lo menos las cosas básicas deberían estar para todos.
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