Creció convencido de que la felicidad era eso que veía en la pantalla de su televisor: “La sonrisa de Mirtha, una mesa colmada de rica comida e invitados bien vestidos que hablaban de sus historias, siempre tan divertidas”. Por entonces, de ese lado del transmisor, su “vidita” en Tres Arroyos ni siquiera daba indicios del “motor” que sería de este hoy que celebra. Porque en debate sobre qué somos respecto de lo que fuimos, no hace más que subrayar la gratitud por el “fundamental impulso” de su suerte: una infancia signada por al abandono y la falta de recursos que lo hicieron “diferente”. En vísperas de cumplir 30 años de idilio con la popularidad, Marcelo Polino revisa su historia y da cuenta de cómo “la autoestima forjada a golpes” por la ausencia de su padre, “la mirada letal y la lengua poderosa” de su mamá, “la referencia moral” de su abuelo, “el hambre en sentido amplio” de la necesidad y finalmente la certeza de que “ser feliz está lejos de este medio”, lo han devuelto el villano que todos odiamos amar.
Tenía dos años cuando su papá desapareció. “Literalmente se esfumó protagonizando el gran misterio familiar”, señala. Juan Carlos Polino era metalúrgico, tarea por la que durante algún tiempo se habían trasladado a Tandil. Y esa fue la única información que Marcelo atesoró en sus primeros años. Sumaría luego algunos recuerdos heredados de una madre empecinada con que el pequeño conservase “la buena imagen” de una figura fantasma. “Mamá siempre me mostraba las fotos de su casamiento y las de mi bautismo, tal vez en un intento de que no olvidase su cara. Y muy lejos de escucharle comentarios despectivos, porque jamás me habló mal de él, fomentó mi buena relación con mi familia paterna. Estaba a favor de las visitas a mis tíos e incluso se hizo cargo de su suegra hasta el final de sus días”, relata. “Porque lo más loco es que papá no solo desapareció de la vida de su hijo y de su mujer, sino también de la de su madre. Mi abuela Rosa tampoco volvió a verlo, con el dolor desgarrador que eso implica para quien te ha parido”.
En casa, el tema “nunca dejó de estar sobre la mesa”, tan presente como la incertidumbre: “El peor de los males”, así Marcelo la describe. “Sí, pudo haber existido una discusión entre mis padres, pero nada que excediese algún conflicto típico de una pareja. Al menos eso contaba mamá. Nadie lo sospechó jamás. ¡El tipo se había llevado todo!”, detalla. Desde entonces, “la pregunta fue constante: ´¿Qué habrá pasado?´. Se vivían años muy oscuros en la sociedad argentina (tiempos de dictatura) y llegamos a considerar que, tal vez, podrían haberlo matado”, cuenta.
Al cumplir 18, Polino decidió buscar a su padre. “Al compartir esa idea, mamá me dijo: ´Si a vos te hace bien, hacelo´. Entonces, al llegar a Buenos Aires, revolví padrones hasta encontrar su dirección. Fui hasta el lugar, golpeé la puerta y alguien me contó que ya no vivía ahí”, recuerda. Pero “30 años después de haberse ido, nos llegó el dato de que papá había estado en la India. Sí, en la India. Y nunca supimos por qué, ni a qué habría viajado a esa parte del mundo”, cuenta. Respecto de qué le hubiese dicho de haberlo tenido en frente, Marcelo no se complica: “La necesidad de un diálogo que me permitiese entender habría sido más fuerte que cualquier reproche. Seguramente le hubiese preguntado: ´¡¿Qué te pasó?! ¿Qué fue eso tan fuerte que valió tres abandonos?´”.
La popularidad que lo sorprendió en el 94 despabiló lo que quedaba de esperanza. “Yo tenía la fantasía de que, de algún modo, la televisión acercaría a mi viejo”, dispara Polino. “Me hice popular muy rápidamente. El día después de mi debut en Canal 9, tomé el colectivo para volver a casa y la gente ya sabía quién era. ¡No te olvides que arranqué con Lucho Avilés (Indiscreciones, 1992) cuando solo había 4 canales y 25 puntos de rating!”, señala. “Estando en el aire me preguntaba a mí mismo: ´¿Papá estará mirando?´. E incluso, a la salida del canal, cuando se juntaban tantas personas para saludarnos, me paraba en la puerta, miraba para todos lados y pensaba: ´¿Estará por acá? ¿Habrá venido y no se anima a hablarme?´. Pero no. Nunca pasó”.
Ya había forjado impronta en el jurado de ShowMatch (El Trece) cuando corrió la noticia: Juan Carlos estaba muerto. “Entre 2008 y 2009 alguien se comunicó con mamá para contarle. Y fue ella quien me lo dijo”, recuerda. Después de tanto, y finalmente, Marcelo lograba una certeza: “Jamás tendría a papá cara a cara”. Y describe ese tránsito como “el más duro capítulo de mi vida que debí resolver con 17 años de psicoanálisis”. Entonces recuerda qué tan “complicado” habían sido sus primeros años de sociabilización con sus pares. “Me mataba no entender ni saber qué explicar a los demás. Cuando tu viejo muere, lo llorás. Cuando se separa de tu mamá, tomás posición. Pero cuando se esfuma, ¿qué se hace? Se generaba un sentimiento muy extraño, porque que no era odio, pero tampoco melancolía”, relata.
“Yo iba a un colegio de curas y era el único chico sin papá. Por lo que cada día del padre era fatal. Todos pasábamos la semana haciendo artesanías con cuero y con madera, pero cuando llegaba el momento yo no tenía a quién dárselas. La situación era tan fea y tan inquisidoras se sentían las miradas que me inventaba otra realidad. Decía que él se había ido de viaje y que faltaba poco para que volviese”, relata. Con los años, y las horas de diván, fue acomodando el vacío al punto de capitalizarlo por completo. “Esa ausencia me hizo más fuerte”, asegura. “Si pude con el abandono de quien me hizo, puedo con cualquier cosa en la vida. Siempre digo: ´Tengo 60 kilos y pico de peso corporal, pero 100 de autoestima´. Si en mi propio núcleo primario no fui tenido en cuenta, la mirada del otro jamás podría hacer mella. Aprendí a priorizarme, a cuidarme y a quererme como nadie lo haría”.
El abuelo Alfredo supo qué hacer. Su casa fue refugio y su compañía, “mucho más que contención: él se convirtió en mi referencia”, indica Marcelo. “No tenía padre, pero sí un abuelo tan importante como un prócer en el pueblo”, bromea. Alfredo Binetti era el gerente general del banco más importante, “lo que lo hacía un tipo respetado, venerado, el más mirado”. Fue de él de quien dice “haber copiado tres valores que me marcaron a fuego: la responsabilidad, el respeto por el trabajo y la pulcritud”, asegura. “Porque en casa no había cumpleaños, ni bailes, ni fiestas, ni grandes reuniones. Pero eso sí, cuando había que acompañar a la tía a hacerse una radiografía, todos estábamos dispuestos. Enseguida sacábamos la listita: `¿A vos en qué horario te anoto para cuidarla?´. Ese servicio era una norma entre nosotros”, relata.
En definitiva, Polino sentía “admiración” por su abuelo y se le “inflaba el pecho” al caminar con él por la calle ante el saludo de todos. Más aún en cada visita de la reina Beatriz de los Países Bajos, porque, desde hace 115 años, Tres Arroyos es sede de la colonia holandesa más importante del país. “Cuando la saludaba me sentía de la realeza”, dispara con humor. “Pero mucho más era mi abuelo, yo creo, la primera gran celebrity de mi vida”.
Polino vivió en una escuela. Ethel Binetti, su madre, era casera de la Nº 16 – Nuestra Señora del Carmen, donde además él estudiaba. “Nos habíamos acomodado en una casita contigua y fue genial, porque a fin de cuentas todos hacíamos el recreo en mi patio, en que yo seguía jugando durante los fines de semana”, recuerda con gracia. El “carisma” le ganó a cualquier intento de bullying, descartando, claro, que “a mi lengua filosa nadie se le animaba”. Quien se metía con él, “perdía”. Mientras tanto, “el poder de una mirada aguda, el ingenio para responder y el humor que tamizaba cualquier agravio” heredados de mamá (que luego lo convirtieron en jurado de jurados por los siglos y los siglos de los certámenes de talento locales e, incluso, los de más allá de las fronteras) por aquel entonces lo salvaron.
Marcelo lograba posición usando aquellos dones: “No solo me ayudaron a digerir mi realidad, sino a organizar, encabezar y animar actos escolares”. De algún modo, “me integré muy bien a la comunidad escolar”. Y lo subraya porque se supo diferente. “Las brechas sociales se hacían notar. Recuerdo que al egresar del secundario en el que mamá me había conseguido una beca, llegué a la fiesta feliz con los pantalones blancos que siempre había querido y, finalmente, mi vieja me había podido comprar. Pero claro, vi que, entre mis compañeros, quien no recibía una camioneta ligaba un par de caballos”, relata. Ethel tuvo “varias” parejas más después de Juan Carlos. “Tres se le murieron. Yo le decía: ´¡Vos los estás matando uno por uno!’”, cuenta Marcelo. “Finalmente ella encontró gente que la quiso mucho. Y yo también, porque ellos me lo hacían sentir”.
Aferrado a la mayoría de edad no hubo quien lo detuviese. Polino emigró a Buenos Aires mucho más que convencido de su propósito: “Buscar fama”. Y hay que ser osado para defenderlo. En realidad, dirá, “a buscar esa felicidad que yo veía en aquel televisor blanco y negro con la antena improvisada a la que había que mover desde el techo para sintonizar una imagen más o menos digna”, describe. “Yo debía estar ahí”. Pero hasta lograrlo y darse cuenta “de que nada está más lejos de la felicidad que la televisión, tan atada a las presiones y la crítica caníbal de la exposición”, Marcelo vivió un tormento. “Después de un año, mis padrinos, Cipriano y Titi, me invitaron a retirarme de su casa”, cuenta. “Me habían dado cama y comida en Adrogué. Yo no progresaba, pero ni loco me volvía”.
Las pensiones cobraban por adelantado y muchas veces el trabajo de cadete no “garpaba” para tanto. “Entonces, horas antes del día de pago y previendo que me pongan el candado en la puerta, yo sacaba mis cosas y me iba a vivir a alguna plaza”, relata. A veces en Plaza San Luis, otras en Plaza San Juan, pero siempre cerca del Obelisco, “porque había luz y tenía menos miedo”. Además, “porque acostarme en un banco y mirar ese emblema hasta dormirme me hacía sentir más cerca de mi objetivo”.
“Era demasiado ingenuo y Buenos Aires me aplastó”, recuerda. Sus duchas dependían de la solidaridad de los compañeros de trabajo, “si juntaba algo volvía a la pieza” y solo se compartía depto cuando se llegaba a un sueldo fijo. Pero mamá no debía enterarse. “A ella solo le contaba lo lindo, nunca quise preocuparla”, lo que hacía aún más duro esa suerte “de alerta permanente que no dejaba descansar, porque siempre seguía latente el ´¿qué será de mañana?´”, explica.
Entretanto, hay algo que, según dice y por más intentos que haga, nunca olvidará: el hambre. “A veces podía comer solo una vez al día, entonces trataba de hacerlo más o menos a un horario al que llegase aguantando y que me permitiese ir a la cama sin que me doliese la barriga. ¡Porque el hambre se siente acá!”, dice, señalándose el centro del abdomen. “El hambre no te deja pensar, te atonta, te enajena... Es una sensación de vacío tan terrible que aún la tengo muy vívida en mi cabeza”. Una marca que ha ido explicando a lo largo de una carrera en la que ha llegado a tener hasta seis trabajos simultáneos. “Yo debía tomar posición económica: asegurarme un techo, mi salud y mi comida. Seguramente esas prioridades, que pudieron haber desplazado a otras en mi vida, tuvieron que ver con todo aquel tránsito de carencias”, refiere.
Hasta que un día dejó el banco de la plaza, al que se aferraba “porfiado”, casi imantado por una vidriera en Corrientes y Libertad. “Vi un juego de magia y supe que, con mi desfachatez, algunos chistes y el carisma que me había salvado en el colegio, podría ganarme la vida. Me dije: ´¡Acá tenés un buen plan!´”, recuerda. Una varita que se transformaba en un ramo de flores. Un globo que al pincharse revelaba una paloma. Y un abanico que cambiaba de colores. Con esos tres trucos animó las primeras fiestas infantiles hasta enterarse de que Pipo Pescador (Enrique Fischer, 76) estaba castineando magos para un nuevo show. Marcelo lo ganó y no solo se llevó el empleo sino también el corazón de la hija del creador de “Canción del auto nuevo”.
Carmela Fischer Díaz (de por entonces 17 años) fue su “gran amor de juventud, el más puro”, y con ella se aventuró a radicarse en Madrid, con un pasaje comprado por su suegro. Juntos, en la capital española continuaron arengando celebraciones familiares mientras ella cursaba el último año del colegio secundario. “Hasta que un día me di cuenta de que había juntado mucha plata y dije: `Yo quiero conocer Paris´”, cuenta. “Rompí mi compromiso con Carmela (hoy casada, mamá de dos hijos y radicada en Eberbach, Alemania) y me fui a Francia con Paula, una colombiana a la que había conocido en una de las fiestas y a la que le perdí el rastro al decidir regresar a la Argentina”.
Fue personal de limpieza en Editorial Perfil. “Donde la primera oficina que me tocó fue la de la revista Tal cual, que ahora es Caras. Yo feliz porque cada vez me acercaba más a la meta que me había puesto cuando salí del pueblo. Leía todo: noticias, chimentos y los epígrafes de cada foto que se publicaba”, recuerda. Hasta que un día la providencia le dijo: “Dale, pibe”. El staff de redactores se negaba a trabajar los domingos y él dejó la escoba para escribir. “Me ofrecí muy inconsciente y me dijeron que sí. La primera nota que hice en mi vida fue a dos gemelas que habían sido separadas al nacer y que Gerardo Sofovich había reunido en su programa. ¡La publicaron! Eran cinco renglones, pero yo me sentía Mariano Moreno, el padre del periodismo”, dice con gracia.
Trabajó “veintipico de años” en aquella editorial. Y el capricho del destino no aflojaba. Tal es así que durante un recital de Silvina Garré (61), una productora de Radio Mitre se le acercó con la propuesta de sumarse a la emisora. “Por qué yo y qué habrá visto, te lo debo. Pero ni había sacado la tarjetita y yo ya estaba prendido del micrófono”. Claro, como hasta el día de hoy en Polino auténtico.
Si uno podría agobiarse con tan solo echar vistazo en su agenda, ni hablar entonces de los récords que ha alcanzado. Entre otros, el de “periodista de espectáculos con 30 años de pantalla ininterrumpida” y el de “jurado con más horas en realities y programas de talentos (más de 20)”, ambos, también, reconocidos a nivel continental. Marcelo se siente a gusto con el rótulo de showman. Y no registra otro talento más que el evidente: “Haber construido el personaje de Polino que tan buenos resultados me ha dado”. Producto de lo que estima, su gran habilidad: “Decir lo que pienso, por más duro que sea, siempre con humor” (como lo hacía mamá). Porque como dice: “Juro que no sirvo para muchas otras cosas. ¡En realidad para nada más! No tengo preparación académica de ningún tipo, nunca estudié ni siquiera para mago y viajo por el mundo sin poder pronunciar una sola palabra en inglés”, cuenta.
Tiempo atrás decidió alejarse del “chimento pesado”, de “buscar el lado oscuro de los demás” y, asegura, “es algo que el público agradece”. Se propuso un límite, “casi un lema” que lo separa de “otros tantos” colegas. “En la tele hay demasiado guapo de pantalla y yo tengo una línea clara para hacer lo que hago: lo que digo de vos frente a una cámara debo poder decírtelo en la cara si te cruzo por la calle”, explica.
Hablamos de soledad, de la vida que no vemos: sin Ethel, sin hijos y sin un amor. Comencemos por la aparente simbiosis entre Marcelo y su madre, que “no ha sido así hasta los diez años previos a su fallecimiento”, según señala. “En 2009 me la traje a vivir a cuatro cuadras de casa (Recoleta, cerca de Antonio Gasalla y de Enrique Pinti, entre otros) y fue entonces que pudimos reconstruir la relación. Al principio hubo que sortear algún que otro desajuste, porque ella era brava, demasiado exigente y me trataba como a mis 16 años, prácticamente la edad en la que me fui de casa”, revela. “Siempre quería imponer su punto de vista, su sentencia. Y me retaba mucho: ´¡Comé más! ¡Descansá un poco! ¡Tomate vacaciones!´. Mamá se fue odiando a Listorti (José María, 49) por ese juego de pelea mediática que hacíamos en Este es el show (El Trece). Ella, con mucha bronca, me decía: ´¡Cuando me lo cruce voy a decirle de todo!´”, relata.
Ethel murió en mayo de 2019 abatida por un cáncer de colon “que se la morfó en cuestión de días”, mientras estaba internada en el Hospital Italiano. “Tuvo un final muy triste. Ver desaparecer tan rápidamente a la mujer que me hizo, que me cuidó, que me formó, que me había dado todo lo que pudo y más, fue devastador. Me marcó para siempre. Porque a pesar de que pude pagar los mejores especialistas, no hay nada que hacer cuando llega la hora. Su muerte desató un gran proceso personal para mí. Reacomodó mi cabeza, reordenó mis prioridades y no volví a ver la vida de la misma manera”.
“El Estado, sus leyes, sus sistemas y sus burocracias” aniquiló el modo en el que alguna vez “y durante más de una década” pretendió ser papá. Una lucha que amaneció en él “una misión” de disfrute genuino. Polino suele celebrar las navidades y recibir el año en los albergues a los que asiste personalmente, como el Hogar Juanito o el merendero de Parque Patricios, en los que pone el hombro y muchas ideas que estimulan la colaboración popular. Además de haber sido nombrado padrino de la Casa Cuna (Hospital General de Niños Pedro de Elizalde). “Voy a compartir tiempo con ellos y no tienen idea de quién soy ni qué hago. Lo bueno es sentirse uno más. Jugamos, me sumo a levantar una pared, a cultivar la huerta... Hace 20 años que trabajo con minoridad en riesgo. Ahora estoy más abocado a niños con problemas de salud, intentando conseguir silla de ruedas, tratamientos y cirugías. Una tarea con la que las prepagas, que cobran fortunas, suelen ser muy despiadados y mi lengua, de repente, ayuda a logar lo que otros no pueden”, cuenta. Algo que resulta por demás “gratificante” cuando “los chiquitos a los que finalmente les llega tal o cual medicamento o los que logran caminar, me mandan fotos, cartistas y videos que me emocionan mucho”.
Pero respecto de su plan personal, asegura: “Ya he bajado los brazos”. En una década “de espera” fue citado por cada gobierno a la Quinta Presidencial de Olivos o varias reuniones con algún político oportunista. “Pero siempre me llamaban para adoptar a cuatro o cinco chicos. Y sin pareja, sin hermanos, sin familia, no tengo la estructura para semejante desafío”, argumenta. Marcelo desistió de su camino, pero no del de sus pares. “Estoy poniendo todo lo que he aprendido sobre la Ley de Adopción, porque la tengo de memoria, al servicio de otros futuros papás”, relata. “Guío a todo el que se me acerque, entre tantas cosas, en la preparación de las carpetas. Porque piden análisis de salud física y mental, revisan tu casa y todos los papeles de propiedad, certificado de bienes y de buena conducta sellado por la Policía. Yo, a la tercera vez que tuve que renovarla dije: ´¡Basta!´. Llenar tantos formularios suele ser algo desgastante, muy tedioso, ¡cuando en definitiva uno no está reclamando un terreno fiscal, buscamos hacernos cargo de la vida de un niñito!”.
Tiempo después de que Luciana Salazar (42) le confiara el inicio del proceso de maternidad subrogada que traería al mundo a Matilda (cinco años), quien hoy es su ahijada, le hizo “el ofrecimiento más amoroso que alguien pudo haberme hecho jamás”, describe Marcelo. “La posibilidad de adoptar se me hacía cada vez más difícil y eso me tenía muy triste. Cuando me vio flaquear, reunió a toda su familia para debatir su intención de donarme uno de los óvulos fecundados que tenía congelados en Estados Unidos”, cuenta. “Entonces, bien a lo Luli, una noche me citó en el Palacio Duhau y en el medio de la cena, tomó mi mano, me confesó su idea y me dijo: ´Quiero que seas papá´. Se lo agradecí con el alma porque fue un inmenso acto de amor el que yo sentí en ese momento. Pero le dije que no y le expliqué mis razones: el objetivo de mi paternidad era rescatar a alguien de la sensación de abandono con la que yo había crecido. Era darle un papá presente y una cama en vez de un banco de plaza”.
Y por último, charlamos sobre eso que le pasa, cada noche, al entrar solo a su casa. “Estoy tan enamorado de mí que nunca encontraría a alguien que me diera todo lo que me doy yo”, dice justificando la falta de un amor. “Es más, el 30 de enero cumplo años y ya vengo pensando cómo voy a mimarme. Una vez más me iré a Paris solito, a mi barrio de siempre en el Distrito de la Bastilla, donde hago una vida casi de residente: me calzo cualquier abrigo, un gorrito y salgo por ahí a buscar las telas para mi vestuario. Nada de lujos, todo comodidad”, señala. “Pero esa noche voy a reservarme una mesa en Le Jules Verne (restaurante del segundo nivel en la Torre Eiffel) para brindar por mí, por todo lo que trabajé durante el año”. Porque según dice “siempre he decidido poner esa energía, esa libido, en mi trabajo muy por encima del amor y de la pareja”. Y es más, “puedo tener buen sexo, del que no estoy para nada jubilado (bromea), pero enamorarme es algo que se me haría demasiado difícil”. No tuvo muchas relaciones ni tan importantes como para ameritar ser compartidas públicamente. “No, no soy de esos que necesitan caminar de la mano de alguien para resolver sus vidas”.
No es “nada fácil” convivir con él. Algo que asume con la misma honestidad con la que dispara: “¡No podría meter a ninguna persona en mi casa! A mí me gusta llegar, bajar las persianas, desarmar al Polino que todos conocen y no ver a nadie más”. Porque “a lo largo de toda mi historia, vivir con alguien jamás fue ni siquiera una fantasía”. Entretanto, lanza una confesión que resulta la pincelada de gracia en este relato. “Soy un tipo tan hermético que al iniciar los trámites de adopción tuve que hacer un año y medio de terapia dedicada exclusivamente a saber si estaba capacitado para guiar a otro ser humano en la vida y, por sobre todo, apto para una convivencia”, cuenta. “Y más allá de que psicológicamente estaba perfecto, decidí comprar la casa de al lado. Yo vivo en una planta baja con jardín y uní la propiedad contigua, pensando en que el niño o la niña que llegara a mi vida tuviese su espacio para jugar y recibir a sus amiguitos con total disfrute y libertad, sin afectar esa independencia que tanto resguardo. En especial mis mañanas”, describe. En definitiva, Marcelo no sabe qué tan buen padre pudiera haber sido, pero de algo está seguro: “Yo me llevo demasiado bien con mi soledad”.
Se dice “vampiro” y bromea en serio. Porque su “fobia a la naturaleza parece graciosa, pero no lo es”, afirma aún sin haber logrado explicación. Las pocas veces que pisó una playa fue de chico y “porque me obligaban”. Desde entonces “he llegado a perder contratos muy importantes por eso, como en Chile, cuando dije ´no´ a un programa que trasmitiría desde un deck en Viña del Mar”, cuenta. No le gusta viajar a nuevos destinos “porque lo que no conozco me pone nervioso”. El aire libre, pisar la arena y hasta el sonido del mar también lo exasperan, “y eso se hace realmente complicado”. Señala que “soy muy hincha con la oscuridad de mis ámbitos. Matías, mi asistente, sabe que para cada viaje debe empacar cartulinas, telas negras, cintas y todo lo necesario para bloquear las ventanas de la habitación. ¡No puede filtrarse el más mínimo haz de luz!”. Tal es así que en varios hoteles debió tapar las aberturas con lo que ha tenido a mano: “Usé un colchón y hasta cuadro que vi colgado por ahí”. No es menos exigente con la imagen: “Recibo medicina ortomolecular, no me expongo al sol y hago pilates, tengo un multigym en casa”, cuenta. Ni con la alimentación vegetariana que adoptó hace ya 12 años siguiendo la guía de su amiga Nacha Guevara (82), a la que menciona como “mi maestra”.
Una copa en su mano “es solo acting”. Jamás ha probado una gota de alcohol como tampoco ninguna otra sustancia “rara”, porque como dice: “Soy tan controlador que no podría volarme la cabeza con una droga”, afirma. Y es esa misma obsesión por tener el mando de todas y cada una de las circunstancias de su diaria por la que suele ocuparlo el temor a la vejez. Mejor dicho, “al deterioro de la salud mental. Perder la noción me aterra”. Pero no tanto como soltar su edad. “Un día me metí en Internet y vi que me habían agregado años. Y hasta no encontrar al señor Wikipedia no paré”, cuenta Marcelo. “Me enteré que estaba invitado a un programa que Karina Mazzocco (53) tenía en la Televisión Pública (La era de la imagen, 2019) y me comuniqué con la producción. No recuerdo cuánta edad habían puesto, pero con que te sumen 20 minutos ya es un dolor irreparable”, bromea.
Define su casa como “la casa del silencio” a la que solo profana, de vez en cuando, “con música electrónica”. Marcelo es fanático de ese estilo y suele conseguir los mejores boletos para las raves en cualquier parte del mundo en la que se encuentre. Mientras tanto aduce un ritual diario casi sanador: “Al llegar, ilumino mi parque de 200 metros, enciendo el sistema de riego artificial, porque por supuesto no me gusta salir a regar, y me siento en el sofá a ver cómo cae el agua entre las platas a través del ventanal”.
30 años después, Polino está dispuesto a “disfrutar” como prioridad primera. “Hoy hago realmente lo que quiero. Trabajo donde me gusta. Y voy donde se me ocurra. Ya he sufrido, he aprendido y me he superado. De todo tomé lo bueno y ahora quiero reírme”, decreta. “Me hace muy bien que la gente que ve mis shows elogie mi alegría, que entre a un teatro o me ponga en la tele diciendo ‘a ver cómo me río con éste...’. Porque hoy procuro la buena energía y es por eso que esquivo las peleas. Una vez Andrea del Boca (57), por algo que se había dicho en el programa en el que yo trabajaba, demandó a todo el equipo. Entonces me presenté en el juzgado, ella estaba rodeada de tres abogados, el juez y el asistente del juez. Golpeé la puerta y le dije: ´Hola Andrea, vengo a pedirte disculpas si es que dije o hice algo que te haya molestado´. Me abrazó, me sacó del juicio y se terminó ahí”, recuerda. “Desde entonces yo elegí un tránsito sin pleitos ni controversias, porque eso me hace más liviano y así se vive mejor”.
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